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Cuatro horas después de que hubiera terminado la fiesta en el hotel Petén Itzá, cuando los negocios y las oficinas gubernamentales ya habían abierto sus puertas, Erik y yo salimos a la tenue luz de la mañana; recorrimos las calles empedradas de Flores y dejamos atrás sus casas pintadas de azul y teja.

Caminamos en completo silencio; solo se oía el sonido espectral de las olas del lago que lamían la orilla, y el eco de nuestras pisadas sobre los adoquines.

Nos encaminábamos hacia la comisaría de policía y el depósito de cadáveres.

Andando por Flores, comprobamos que el huracán también había pasado por allí. En la hora siguiente al amanecer, la isla adquiría tonalidades azul celeste, marfil y un suave rosa pétreo. Hoteles y casas pintados de amarillo, verde y turquesa flanqueaban las calles estrechas; había desconchones en las fachadas azotadas por la tormenta que dejaban al descubierto el estuco desmenuzado o delicadas capas de pintura. El lago que rodeaba la isla tenía un oscuro tono gris mercurio, se extendía hacia las sombras de color cobalto y negro verdoso y en sus orillas había botes amarrados, pintados de color caléndula o verde brillante. Algunos hombres y muchachos remaban en sus botes por el lago en dirección a la isla cercana de Santa Elena, con su escuela de idiomas y sus famosas cuevas.

Habíamos dejado a Yolanda en el Petén Itzá. También la bolsa de mi madre se había quedado en el hotel, y yo no llevaba conmigo más que el diario y mi documentación bajo el brazo. Nos dirigimos al nordeste de la isla, cruzando la plaza central que habían convertido en cancha de baloncesto. Luego, viramos hacia el oeste, giramos a la derecha y llegamos al gran edificio de Gobernación que alberga las oficinas gubernamentales del departamento del Petén. Estaba abierto y había luz en el interior. A través de las puertas de cristal vimos a unos funcionarios con uniforme azul tras un mostrador y, detrás de ellos, diversas oficinas.

—Puedo entrar contigo —dijo Erik ante las puertas—. O puedo entrar solo, si lo prefieres.

—No, pero gracias —respondí—. Quiero hacerlo yo.

—¿Y qué vas a hacer exactamente?

Observé las plácidas casas azules del otro lado de la calle.

—Les diré que necesito ver a esa mujer para comprobar si…

—Si puedes identificarla —terminó él, asintiendo.

—No es probable que sea mi madre —dije.

—Cierto.

—Ni siquiera sabemos si me permitirán entrar —añadí.

—Ni siquiera sabemos si esos hombres del hostal tenían razón; estábamos bebidos. Podrían haberse equivocado. Quizá no murió nadie.

Asentí.

—Eso también es cierto.

Pero pronto me enteré por boca de uno de los funcionarios —una amable mujer con el pelo rizado y un pulcro uniforme azul con cuello rígido— de que un árbol había matado a una mujer en los aledaños de Flores durante el huracán, y que la víctima era extranjera. La funcionaria me informó también de que me permitiría entrar para tratar de identificar el cadáver, porque nadie lo había hecho hasta entonces.

Tras esperar un rato sentados en silencio en un banco, me condujeron a una sala.

La sala que hacía de depósito en Flores era pequeña y estaba pintada de color beis, con una mesa metálica, un fregadero y dos archivadores. Algo me ocurría, porque en lugar de sufrir una ceguera histérica, cosa que habría preferido, estaba extremadamente lúcida. Observaba con claridad surreal las ondulantes motas negras del suelo de linóleo, de lisas baldosas. Detrás del fregadero metálico había un cubo de basura de plástico blanco, y en las paredes había letreros en negro y rojo escritos en español, que me costó leer. Cerca del techo colgaba una hilera de viejos armarios amarillos, iluminados por largos fluorescentes.

Un funcionario con el pelo de color pajizo entró en la habitación empujando una mesa metálica con ruedas. Lo que había sobre la mesa no estaba tapado por una sábana blanca, sino por una manta de algodón con dibujos en color negro y caléndula. Parecía una manta para cama, o un chal muy grande.

El funcionario lo retiró con cuidado, para que yo pudiera hacer la identificación.

La mujer que había bajo la manta tenía los cabellos oscuros y el rostro de un color indefinido, pómulos altos y una mandíbula muy pronunciada, que la piel estirada hacía más severa. Vi las precisas hileras de pestañas y las cejas depiladas en un delicado arco. Los finos labios se dilataban en una expresión de descontento. Los cabellos caían hacia atrás y dejaban la frente despejada; la nariz era larga, pero no ganchuda como la de un águila, sino con un delgado puente y con las ventanas anchas; tenía perforadas las orejas, pero no llevaba pendientes. Su largo y blanco cuello sobresalía debajo de la manta parecida a un chal. Al mirarla mejor, distinguí una contusión en el lado opuesto de la cara, el que no podía ver bien desde mi posición.

Minutos después, abandoné aquella habitación y volví a recorrer el pasillo con el suelo de linóleo moteado de negro y las blancas luces cegadoras. Regresé al banco donde esperaba Erik con mis documentos y el diario de mi madre cuidadosamente apilados a un lado.

Alzó la vista.

—No era ella —dije.

—Salgamos de aquí.

—No era ella.

—Te llevaré a alguna parte, Lola —dijo Erik—. A algún sitio donde puedas descansar. Tienes muy mal aspecto.

—Según ellos, podría ser húngara —insistí.

Mi cuerpo, mi cara y mis manos empezaron a moverse por su cuenta; yo no podía hacer nada para dominarlos o hacer que se detuvieran.