14

El cielo se había vuelto de un oscuro color púrpura cuando Erik y yo llegamos al bar Pedro López. Habíamos estado ya en él por la tarde, alrededor de las cuatro, y aunque sus ebrios clientes aseguraron conocer a Yolanda, no la encontramos ni en los taburetes junto a la pequeña barra de madera, ni en ninguna de las mesas. Erik no lamentó salir de allí. La Zona Uno, en el extremo oriental de la metrópolis, no es precisamente recomendable según las guías, que la describen con vagas pero alarmantes advertencias sobre robos, y con epítetos tales como «sórdida» y «de mala muerte». Yo pensaba que el lugar sería más populoso y perturbador.

Fuimos en taxi y luego echamos a andar, empapándonos, por las calles inundadas, del color de la ceniza, mientras las sombras se alargaban sobre tiendas y bares. Las luces de los escaparates animaban el ambiente nocturno, y las calles brillaban ante nosotros con reflejos negros, dorados y carmesíes. Las inundaciones no parecían haber hecho disminuir la actividad comercial de la ciudad. Mujeres y niños caminaban por las calles con sus bolsas de la compra. Mendigos harapientos y descalzos merodeaban por los portales. Una veintena de chicos que pateaban el agua con sus botas le gritaron a Erik groseros comentarios acerca de su indumentaria; él les dio las gracias y siguió andando. En una calle lateral, tres hombres armaban jaleo, enzarzados en una pelea. Uno de ellos cayó al agua y otro, amigo o enemigo, saltó sobre él. Dos mujeres ancianas con atuendo indígena limpiaban con palas los escombros de una tienda de ultramarinos y los empujaban hacia la calzada.

Erik y yo dejamos atrás a toda aquella gente, las calles llenas de agua, los cristales rotos, los edificios inundados; llegamos de nuevo al Pedro López y entramos en el bar.

Veinte hombres alzaron la vista cuando entramos. Algunos rostros estaban abotargados por la bebida; otros eran inexpresivos, impenetrables; otros sonrieron con suficiencia o enarcaron las cejas. Oí obscenidades y algunas risas.

—Como te he dicho esta tarde —dijo Erik—, no creo que debamos quedarnos mucho tiempo en este sitio.

—No estamos aquí para hacer amigos.

—Me alegra oír eso. Cuando era más joven y me consideraba un auténtico hombre duro, venía a esta parte de la ciudad a echar un vistazo a las chicas, pero no hice muchos amigos. Descubrí que no era muy popular en locales como éste.

—¿Y eso?

—Esta clase de tipos y yo no nos llevamos bien. Siempre creen que hablo demasiado.

—Todos lo creemos, Erik.

—Sí, pero los tipos como éstos suelen expresar sus críticas partiéndote la crisma.

—Nos limitaremos a ver si ella está aquí, y si no nos iremos inmediatamente.

El Pedro López era un bar grande y estaba atestado. El suelo estaba lleno de barro, cubierto de serrín, cáscaras de cacahuetes, vasos rotos y ceniza. La barra era de madera; había un espejo en la pared que reflejaba a una hilera de bebedores inclinados entre los vapores azules del humo de los cigarrillos. Los hombres estaban sentados en taburetes de roble, evitaban mirarse en el espejo y se decían ocurrencias los unos a los otros con la boca pequeña. Uno de ellos era un anciano con el rostro como una nuez y mechones blancos que flotaban como nubes diminutas sobre el gran planeta que era su cabeza. Bebía cerveza a sorbos, saboreándola con el gesto de un experto, mientras tarareaba una melodía. La canción del anciano apenas se oía en medio de las voces roncas que llenaban el local, interrumpidas a su vez por los gritos de hombres más jóvenes que ocupaban las mesas y las risas de sus acompañantes femeninas. La mayoría de los bebedores eran civiles vestidos con camisa y vaqueros, y vi, no sin cierto deleite, que muchos de ellos se adaptaban al prototipo de bombero musculoso. En el centro del bar destacaban dos hombres con uniforme del ejército que bebían jarras de cerveza en una gran mesa para seis.

El más viejo de los dos era un soldado de unos sesenta años, de alta graduación, puesto que exhibía varias insignias rectangulares esmaltadas y estrellas sobre el uniforme verde. Su pelo plateado estaba peinado hacia atrás, con lo que su rostro de facciones cinceladas quedaba despejado. Sobre los blancos dientes brillaba un pulcro mostacho negro. Tenía los hombros caídos y manos delicadas, una de las cuales sostenía un puro que bailaba en el aire cuando gesticulaba. Su compañero, por el contrario, era menos atractivo. De unos cuarenta o cuarenta y tantos años, era alto, fornido, muy moreno, con el rostro cuadrado y desfigurado por una cicatriz que iba desde la ceja izquierda hasta la mejilla derecha, cruzándole la nariz. Los párpados inferiores formaban pequeñas bolsas y lagrimeaban, pero eso no suavizaba su aspecto. Tenía las mejillas rojas y el labio superior dejaba sus grandes dientes al descubierto.

Los dos soldados hablaban con una persona que estaba sentada a una mesa más pequeña y que llevaba sombrero de vaquero. Era alta y delgada, bebía Coca-Cola y ocultaba su rostro bajo la amplia ala negra del sombrero Stetson. La mano que sostenía la lata era morena, esbelta y ruda. Bajo el sombrero asomaba una larga cola de negros cabellos.

Mientras Erik y yo nos movíamos entre la multitud, vi que el soldado más joven alargaba la mano, agarraba al vaquero por el hombro y lo sacudía violentamente, haciendo que la cola de caballo se bamboleara.

—¡Fuera de aquí! —gritó uno de los clientes del bar a los soldados. Otros alzaron también la voz, pero ninguno de ellos se levantó para ayudar al vaquero.

—Bueno —dijo Erik—. Al menos lo hemos intentado. Ya es hora de que volvamos al hotel.

—La hemos encontrado —dije.

Fui hacia los soldados. Algunas de las chicas que había en el bar, en general muy guapas y con grandes escotes, se animaron al ver pasar a Erik, que venía detrás de mí. Una mujer con los cabellos negros como el ébano y otra con grandes ojos verdes agitaron el busto al unísono cuando lo vieron; aquel movimiento tuvo una sorprendente repercusión en el interior de su blusa. Erik pasó por su lado riendo, hasta que el soldado más joven tiró al vaquero al suelo de un empujón. Seguía sin ver el rostro que ocultaba el ala del sombrero Stetson, pero corrí hacia allí.

—¿Qué haces? —me gritó Erik.

—Sé que te he visto antes en alguna parte —oí que decía el soldado mayor a la figura echada en el suelo—. Tengo mucha memoria para las caras, y seguro que no me olvidaría de una cara como la tuya.

La figura replicó algo que no alcancé a oír. El soldado mayor sonrió con la mitad de la boca, de modo que la precisa curva de su mostacho se ladeó. Volvió la vista hacia su compañero.

—¿No vas a hacer nada? —le preguntó.

—Una copa más, y a lo mejor lo hago —respondió el soldado más joven. Sus ojos caídos y llorosos se desviaron hacia el sombrero Stetson, se posaron en el rostro oculto por el ala, y luego volvieron a apartarse.

—Te digo que recuerdo esa cara de alguna parte —dijo el soldado mayor a su compañero.

—Déjalo —gruñó el otro.

—No voy a dejarlo, y tú harás lo que yo te diga, ¿está claro?

—Sí —contestó el soldado, tras exhalar un suspiro.

—¿Sabes?, mi amigo habría sido un perfecto inútil de no ser por mí —dijo el soldado mayor a su víctima—. ¿Te imaginas lo que es darle ese regalo a una persona, un propósito en la vida? Aunque supongo que tú no has tenido nunca ese problema, ¿verdad? Estoy seguro de que tenías un propósito. Estoy seguro de que te he visto en el bando equivocado de la guerra.

—Déjala en paz —dijo uno de los hombres sentados a la barra.

El mostacho del soldado tembló.

—¿Tienes algún problema? No te preocupes, pronto recordaré tu nombre. Mira, sé que has hecho algo que no deberías. Eras una alborotadora. No es necesario que mientas; solo siento curiosidad, por los viejos tiempos.

—Basta —dije, plantándome delante de ellos. Miré a la persona que había en el suelo, pero el ala del sombrero seguía impidiéndome verle el rostro. Los soldados levantaron la vista momentáneamente para mirarme y volvieron a bajarla.

—Deberías marcharte —fue todo lo que dijo el soldado más joven.

Erik había llegado al centro del bar.

—Echa otro vistazo —dijo el soldado mayor a su compañero—. No te dejes engañar por su actitud de niña… vaya ¡está llorando! Mírala a la cara y ayúdame. Seguro que la recuerdas.

La persona del suelo intentó levantarse y el soldado más joven la volvió a tirar empujándola con la bota. Oí una blasfemia.

—Oh, qué gran honor me haces —dijo el más viejo—. En realidad, y espero que no te parezca demasiado grosero, eres una guarra. Aunque quizá a mi socio no se lo parezcas. Él tiene un gusto menos refinado. A veces no puedo contenerlo.

A mi espalda oí la melodía que el viejo tarareaba en la barra.

—Será mejor que nos marchemos ahora mismo —me susurró Erik al oído—. Creo que estos hombres van a hacer algo… malo. Vámonos.

No le hice caso y me interpuse entre la figura del suelo y los dos soldados.

El ala negra del sombrero Stetson se alzó y vi su cara.

Me sentí mareada cuando vi aquellos ojos de color verde oscuro que no había visto desde que tenía trece años. Ahora tenía arrugas alrededor de los ojos y los labios carnosos. Pero su voz era tan firme y cortante como siempre.

—Oh, Dios —dijo Yolanda.

Me agaché y me llevé la mano a la boca.

—Hola, Lola —dijo ella, arrastrando las palabras. Y luego susurró—: ¡Que no oigan mi nombre!

Tiré de ella para ayudarla a ponerse en pie y le hablé acercando la boca a su oreja.

—Tenemos que salir de aquí. He de hablar contigo.

—Suél-ta-me —gruñó ella.

Simultáneamente, a mi izquierda, oí que Erik hablaba con los soldados.

—No, no, no haga eso —decía. Luego oí que añadía—: No me gustan las peleas, y menos con miembros del ejército.

Cuando me di la vuelta, vi al soldado más joven a cámara lenta, claramente, como en un sueño. El uniforme verde realzaba su musculosa figura. Se acercó a Yolanda tambaleándose, con las piernas arqueadas, los ojos llorosos y la cicatriz enrojecida por la afluencia de sangre. Yolanda me apartó hacia un lado, pero no hizo ningún otro movimiento. Erik, en cambio, dio una zancada hacia ellos para interponerse. El soldado se detuvo en seco. La frente le brillaba como una moneda a la luz mortecina del bar, mientras se echaba hacia atrás y movía el brazo hacia delante en un gesto imperfecto. El codo se dobló, el cuerpo se contorsionó en un extraño ángulo. El puño se estrelló contra el pómulo de Erik, volviéndole la cabeza hacia la derecha. Erik cayó.

Yo chillé.

El soldado del mostacho no se movió. El otro se inclinó sobre su víctima. Yo me arrojé encima de Erik, que frunció el entrecejo como si estuviera ante un difícil problema matemático que preferiría no tener que resolver. Cuando volví a mirar hacia arriba, el soldado de la cicatriz tenía un aspecto terrible. De sus ojos empezaron a brotar lo que parecían lágrimas verdaderas. Parecía exhausto y su cara empezó a temblar.

—Era muy bueno en esto —me dijo—. El mejor. Será mejor que eche usted a correr.

—¡Déjenos en paz! —le grité. Alcé las manos, aferré al soldado por los brazos y le pegué con tanta fuerza que las manos me ardieron. Empecé a sacudirle hasta que le falló una rodilla, cayó de lado y se golpeó con una silla antes de dar contra el suelo. Luego centró su atención en mí. Con gran sorpresa noté que su bota derecha golpeaba mi pierna derecha.

—No la toques —oí que decía Yolanda con una voz que sonaba remota, distorsionada.

—Soy el mejor —volvió a gruñir el soldado.

Todos los hombres del bar se levantaron y empezaron a vociferar.

—No hay por qué ponerse así —dijo el soldado más viejo—. El chico ha perdido los estribos, eso es todo. Ha bebido demasiado.

El soldado más joven se secó la cara con su ruda mano y lanzó un juramento. Los gritos de los hombres del bar se volvieron ensordecedores.

—De todas formas, esto empezaba a ser aburrido —dijo el soldado mayor cuando los hombres empezaron a escupir amenazas a su alrededor.

Con pasos rápidos y sonoros se dirigió hacia la salida del Pedro López. El otro soldado echó una mirada inyectada en sangre a Yolanda. Se levantó con cierta dificultad y siguió a su amigo.

Yolanda se tocó los cabellos, nerviosa, y volvió a sentarse con brusquedad. Yo ayudé a Erik a ponerse en pie y lo llevé hacia su mesa. Bajo el ojo izquierdo tenía una magulladura que empezaba a hincharse.

—¿Estás bien?

—No estoy bien —respondió él.

—Oh, Erik.

—No, no me mires así. Estoy bien.

—¿Tú estás bien? —me preguntó Yolanda.

Le dije que sí. El dolor de la pierna no era nada comparado con el estado de mis nervios.

Yolanda miró a los soldados que salían del bar e hizo una mueca.

—A veces les da por ahí. Los acuerdos de paz que se firmaron no importan. Treinta años de guerra no se acaban así como así.

—Lo sé —dijo Erik.

Ninguno de los tres habló durante un rato. Nos recostamos en las sillas con cautela. Yolanda bebía Coca-Cola para recobrar el aliento. Evitábamos mirarnos. La conversación general del bar también se había interrumpido y los parroquianos nos miraban, aunque no dieron muestras del menor interés por acercarse a nuestra mesa.