35
El sombrero negro de Yolanda se convirtió en una sombra recortada sobre el tenue brillo de los árboles cuando desapareció en el bosque. Los tres soldados tomaron la misma dirección, apretando el paso.
Corrí hacia los árboles, seguida de cerca por Erik.
Se oían los pasos rápidos de los soldados que nos perseguían.
—¡Yolanda! ¡Yolanda!
Nos adentramos en el bosque. El sol se filtraba entre las hojas y había nubes de insectos que llenaban el aire fragante. Avanzábamos trabajosamente por el fango. Delante de mí, Yolanda corría como una flecha, apenas se la veía en medio de las sombras negras y verdes del bosque. Los árboles, cubiertos de moho, chorreando lluvia y ahogados de flores, me rodeaban, y sus raíces se aferraban a mis pies; tiraban de la pesada bolsa de mi madre a medida que intentaba avanzar en la espesura. Estaba confusa, pero seguí corriendo, alejándome de los camiones de la carretera. Erik resoplaba tras de mí mientras maldecía a las mujeres, y detrás de él oía las voces de los soldados. El hombre con el pelo escalado gritó algo; parecía asustado. El coronel le gritó de mala manera que cerrara el pico. El de la cicatriz no decía nada.
Llegamos a un claro en el bosque. Los árboles se abrieron a un pequeño estanque con una orilla fangosa cubierta de hierba y sauces; los árboles formaban un seto más espeso en torno al estanque. En el otro extremo, las caobas parecían tan juntas unas de otras que una persona no podría pasar entre ellas.
Yolanda cruzó el estanque entre chapoteos, subió por la otra orilla ayudándose con las manos y empezó a trepar por los árboles apoyando manos y pies en las ramas y protuberancias. Subió con esfuerzo por una caoba, respiraba entrecortadamente. Luego pasó a la rama cercana de otro árbol; por lo visto, pretendía huir yendo de copa en copa.
—¡Hurra! —gritó. Rodeada de hojas, me lanzó una mirada fulminante.
Me metí en el agua; Erik se metió también, medio cayéndose. Miramos sin habla a Yolanda, que alargaba una mano hacia mí. Pero estábamos demasiado lejos y ella estaba demasiado arriba para alcanzarme.
—¡Salta! —Yolanda alzó la vista hacia el otro lado del estanque.
Oímos los pesados pasos de los soldados, que avanzaban por el bosque. De repente se detuvieron.
—¿Puedes hacerlo? —siseó Yolanda.
Me aferré a la bolsa de mi madre.
—No creo que sus amigos tengan sus habilidades acrobáticas —dijo el coronel con una inquietante serenidad.
Todos sabíamos que tenía razón.
—Vete, Yolanda —dijo Erik. Se dio la vuelta para encararse con los soldados.
—No nos quieren a nosotros —dije, aunque no estaba muy segura.
Pero Yolanda no se fue. Hizo una mueca y bajó del árbol, partiendo casi una rama en su descenso.
Su cuerpo arrojó una larga sombra oscura en el estanque en el que permanecíamos Erik y yo. La figura del coronel se reflejaba en el agua verdosa en el lado opuesto. Las dos sombras vacilaron hasta separarse cuando moví la pierna.
—¿Quién es usted? —preguntó Yolanda.
—Sé quién es —dijo el coronel.
—Váyase de aquí —gritó Erik—. Está asustando a las mujeres.
—También usted debería asustarse, amigo mío. ¿O no recuerda la conversación que tuvimos Estrada y yo con usted?
—La recuerdo.
—Cuando se lanza, no hay quien lo pare, ni siquiera yo, ¿sabe?
Levanté la vista de los reflejos del estanque para mirar a los soldados que seguían en la otra orilla.
El soldado llamado Estrada estaba un poco más lejos, todavía entre los árboles. A su izquierda estaba el soldado con el pelo escalado. Le temblaban las mejillas y parecía aterrorizado.
El coronel se alzaba ante mí; se había cortado las manos con las ramas. Su elegante cabeza, con nítidos pómulos triangulares y un pequeño mostacho, formaba una imagen casi agradable, hasta que abrió la boca con ferocidad y dejó escapar un extraño y breve sonido, como un grito.
—Tu padre —dijo a Yolanda—, tu padre mató a mi sobrino.
—¿De qué habla? —gritó Yolanda.
—Moreno —dijo el soldado con el pelo escalado—. Tranquilícese.
El soldado de la cicatriz no dijo nada, pero su ojo derecho parpadeó y empezó a lagrimear.
—Mi padre no mató nunca a nadie —afirmó Yolanda.
—Tu padre mató a mi sobrino —repitió el coronel—. Con explosivos.
—Moreno —repitió el soldado del corte escalado, encogido en medio del lodo.
—A De la Rosa lo acusaron solo de matar a un contable —dijo Erik.
—Mi sobrino —dijo el coronel—. Casi como un hijo.
—Moreno —musitó Yolanda.
—Entonces él… he oído hablar de ese hombre —dije, mirando al soldado de la cicatriz. Recordé que a De la Rosa se le había acusado de haber volado la casa de un coronel del ejército. Su bomba había mutilado a un joven soldado que después había cometido innumerables atrocidades durante la guerra.
—Muchos han oído hablar de él —dijo el coronel—. Estrada es mi protegido.
—Es el teniente —dijo Erik—. El asesino.
—¡Socorro! —grité en dirección al lugar donde suponía que debían de estar parados los camiones.
—¿De verdad cree que la oirán desde aquí? —dijo Moreno, indicando con un ademán los árboles que nos rodeaban.
Volví a gritar pidiendo socorro.
—Oh, Dios mío —dijo Yolanda, doblándose por la mitad. Pensé que se había echado a llorar, pero cuando alzó la vista tenía el rostro ceñudo—. ¡Lo de su sobrino fue un accidente! ¡Fue un error!
—Como si eso me importara.
—Y era… solo una persona. Y usted ha matado…
—Estoy seguro de que comprenderá que mi pequeño mundo signifique para mí mucho más que todo el universo, señorita De la Rosa. Como le ocurre a todo el mundo. Mi querido sobrino era más importante para mí que un pueblo entero. Desde luego, mucho más que su insignificante cabeza de chorlito. Aunque estoy seguro de que su padre no opinaría lo mismo, si aún viviera… si aún viviera. ¿Vive? He oído cosas muy raras acerca de su funeral.
En ese momento Yolanda empezó a llorar de verdad.
Moreno caminó hacia nosotros, resbalando torpemente por la orilla hasta caer casi en el agua a mis pies. Erik me aparto de su camino de un tirón y me arrastró hacia el otro lado del estanque. Dejé caer la bolsa de mi madre en la orilla.
—Váyase —dijo Erik a Moreno.
—Apártese de ella —ordenó Yolanda. No parecía asustada.
Moreno estaba metido en el agua hasta las rodillas; tenía un costado manchado de barro. El tercer soldado seguía en el mismo sitio, impotente, sorbiéndose la nariz. Estrada, que había permanecido inmóvil y en silencio en el extremo más alejado del estanque, empezó a bajar también hacia el agua.
—Fue su padre el causante de esa cicatriz —le dijo Moreno.
—De la Rosa me hirió, coronel Moreno —dijo Estrada—. Tiene usted razón.
Me desasí de la mano de Erik y me abalancé sobre Estrada, aunque una vez más, al enfrentarme con semejante mole, ni siquiera sabía qué hacer. Le agarré de la camisa por el hombro y traté de zarandearlo; traté de hacerlo caer, colgándome de su torso, pero no lo conseguí. Le estaba arañando cuando Erik empezó a tirar de mí desde atrás.
—Tenemos… que… irnos —gruñó—. Te golpeará, o algo peor.
—No la toque —dijo Yolanda—. No permitiré que les haga nada a ellos.
—Ah, ¿no? —preguntó Moreno—. ¿Y cómo lo impedirá?
—No lo sé… Lola… vete. Pero usted… sí, usted… ¿por qué no viene aquí, teniente Estrada? Míreme… eso es… déjeme que vea lo feo que es, hermano. Mi padre hizo un excelente trabajo con usted, ¿verdad? Debe de ser el tipo más repugnante que he visto en mi vida. Apuesto a que las mujeres no le prestan la menor atención, pobrecito. Pero aún podría servir para algo. Podríamos meterlo en un circo, o podría hacer de monstruo en las películas…
Moreno había trepado por la otra orilla y estaba delante de Yolanda. Mientras escupía insultos a Estrada, Yolanda trataba de arrancar la rama del árbol que antes había partido. Estrada seguía avanzando hacia ella por el agua; Erik y yo forcejeábamos con él y le golpeábamos, por lo que caminaba con dificultad y le costaba subir por la resbaladiza pendiente de la orilla. Era increíblemente fuerte.
—Basta —nos dijo, irritado. Golpeó a Erik en el rostro con el dorso de la mano. Y luego una segunda vez. Erik retrocedió tambaleándose y tosiendo, pero se aferró a él con más fuerza.
Estrada volvió a golpearlo, esta vez con tanta fuerza que los dos caímos hacia atrás. Estrada y Moreno estaban frente a Yolanda, que había arrancado la rama del árbol y los amenazaba con ella.
La rama golpeó a Estrada en el hombro con fuerza, pero él la agarró con ambas manos y se la arrebató a Yolanda. La arrojó a un lado. Los dos hombres dieron otro paso hacia delante.
Yolanda se encontraba sola e indefensa, pero inmóvil y dispuesta a repeler su ataque.
El soldado del otro lado del estanque seguía allí, tragando saliva de miedo.
—Me pone enfermo con tanta charla —dijo Estrada a Yolanda.
—Usted sí que me pone enferma a mí —susurró ella.
Estrada le cogió la cara lentamente con las dos manos.
Pasaron unos segundos. Yo no tenía la menor idea de lo que estaba pasando.
Estrada le acarició la mejilla con el pulgar. Le tocó los labios con los dedos. Una terrible expresión ensombreció sus acciones. Inclinó la cara hacia ella.
Y entonces la besó en la boca.
Erik y yo nos quedamos paralizados por la sorpresa.
—No pierdas la cabeza, muchacho, no vayas a hacer algo desagradable —dijo Moreno—. ¿Saben?, a veces cuando se pone furioso, no puedo controlarlo.
Estrada volvió la cara y levantó la mano izquierda. Descargó el puño sobre la cabeza del coronel Moreno.
—Ya basta —le dijo al golpearlo—. Ya basta.
El soldado con el pelo escalado se puso en pie de un salto y salió corriendo hacia el interior de la selva. Moreno yacía en el suelo, junto a Estrada.
Estrada lo golpeó por segunda vez.
—Ya… basta.
Los golpes siguieron durante unos segundos hasta que Estrada levantó la vista para mirarnos. Un hilillo de sangre le bajaba desde la mandíbula hasta el cuello.
—Le estoy devolviendo un favor —nos dijo en voz baja—. Voy a matarlo igual que él me mató a mí. Él me mató. ¿Lo entienden?
—No —dijo Yolanda—. Está loco. Es un carnicero.
—Quizá. Pero ¿sabe por qué?
—¡Calle!
—Por culpa de su padre. Porque no detuve a De la Rosa y él hizo volar la casa. Eso es lo que su nombre significa para mí. —Estrada se señaló la cicatriz y sus mejillas se humedecieron—. Y mírese ahora. He querido matarla desde que supe quién era. Pero ahora que la veo… quiero… —Tenía el rostro arrasado por la emoción—. Con las mujeres es más difícil.
Apartó los ojos de nosotros y miró de nuevo a Moreno, que se movía.
—Vamos —dijo Erik, tirando de Yolanda y de mí—. Por Dios, vámonos de aquí.
—Será lo mejor —dijo Estrada—. No sé qué haré si siguen aquí cuando haya acabado.
Moreno levantó una mano en el aire y la dejó caer de nuevo. Vi que tenía un profundo corte en la cara y no parecía respirar con normalidad. Trató de decir algo, pero no pudo pronunciar palabra alguna. Exhaló un hondo suspiro, como si durmiera y soñara.
Agarré la bolsa de mi madre de la orilla y empujé a Yolanda hacia el estanque. Yolanda tenía una expresión de horror y se limpiaba la boca violentamente.
Los tres cruzamos el estanque y nos alejamos entre los árboles.