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En el tercer piso de la biblioteca encontré a una mujer apostada tras un mostrador de información. La bibliotecaria tenía una larga trenza rubia y los ojos azules, no llevaba gafas y vestía un jersey de lana de cuello cisne que le llegaba hasta el mentón.
—Como habrá visto —dijo—, tenemos algunos libros de Von Humboldt. El que trata de Aimé Bonpland es especialmente bueno, pero el que me pide no volveremos a tenerlo hasta… sencillamente, no puedo decírselo. Es posible que sean meses.
—¿Meses? —pregunté—. ¿Podría decirme quién lo tiene? Quizá pueda prestármelo un par de horas.
—Desgraciadamente, lo prohíben nuestras normas de confidencialidad. —Sus ojos se pasearon por la pantalla del ordenador y de pronto se entornaron—. Claro que, ¿no le parece que esas normas de confidencialidad sirven solo si la persona en cuestión merece esa confianza?
—¿Perdón?
—Si merece esa confianza —repitió ella—. ¿Realmente debemos ser tan escrupulosos con los que no tienen escrúpulos?
—Lo siento, sigo sin comprenderla.
La bibliotecaria tecleó algunas palabras condenatorias y luego se inclinó sobre el mostrador para susurrarme en tono conspirador:
—Creo que le daré el nombre de la persona que sencillamente ha robado el libro de Von Humboldt. Estoy hasta aquí. —Se señaló el cuello—. Ya me da igual. Si él quiere actuar como si esto fuera su colección personal sin tener en cuenta para nada los sentimientos de los que trabajamos aquí, no puede quejarse porque se me escape su nombre, ¿no cree?
—Sí, supongo que sí —dije, mirándola sin pestañear.
—Quiero decir que hay unos límites, ¿verdad? Ha tenido el libro más de año y medio, aunque le he enviado un mensaje tras otro… y no ha contestado a ninguno. No he tenido la menor noticia de ese hombre. Es intolerable.
—Desde luego —dije, asintiendo.
—Muy bien, pues es… Gomara —dijo, curvando los labios en cada una de esas tres desagradables sílabas.
—¿Erik Gomara? —Parpadeé al oír aquel nombre familiar—. ¿El profesor de arqueología?
La pobre chica se echó hacia atrás y hundió el mentón en el cuello de su jersey.
—¿Lo conoce?
—No. Es decir, lo he visto por ahí, en fiestas y cosas así… mi madre está en su departamento. Me ha hablado mucho de su reputación.
Ella se relajó y esbozó una sonrisa.
—Sí —dijo con cierta satisfacción—. Sí que lo conoce.
La bibliotecaria me indicó dónde encontrar el despacho del supuesto calavera. Admito que mientras me dirigía hacia allí desarrollé algunas seductoras fantasías sobre un irresistible Casanova moreno.
Pero las fantasías se desvanecieron en cuanto lo vi. Mi entusiasmo erótico tiende hacia bomberos y policías y desaparece por completo frente a eruditos parlanchines. Me gusta que los hombres sean perturbadores, musculosos y prácticamente mudos.
Eric Gomara no cumplía ninguno de estos tres requisitos.
—Hola, ¿profesor Gomara? —Lo encontré cuando salía de su despacho en uno de los cubículos de estuco que formaban el departamento de humanidades. Lo reconocí fácilmente gracias a las poco estimulantes veladas que celebraba mi madre con la gente de su departamento y a las que me había arrastrado en los últimos años.
—¿Sí? —Gomara tenía treinta y tantos años, era de una estatura imponente y de constitución robusta. Vestía elegantes pantalones de lana y camisa blanca. También tenía grandes manos que se movían ágilmente, y grandes ojos negros de mirada intensa, seguramente capaces de hipnotizar a las ingenuas, aunque en aquel momento a mí me miraban con impaciencia—. Y no me llame así. Me hace viejo. Aquí todo el mundo me conoce por Erik.
—Hola, Erik, estoy buscando un libro y me han dicho que le preguntara a usted por él. Creo que lo tiene en préstamo desde hace tiempo. El de Von Humboldt.
—Ah, veo que ha hablado con Gloria.
—¿Gloria?
—Una de las empleadas descontentas de la universidad. Una que quiere matarme. La bibliotecaria.
—Eso es —dije, riendo—. Espero que no…
Iba a decir «Espero que no le importe», pero Erik se alejaba ya, diciendo:
—Lo siento, pero ahora mi ayudante está trabajando con ese libro. He escrito un artículo sobre él, ¿sabe? Así que no podré devolverlo hasta dentro de al menos un mes. Adiós.
—Pero, profesor…
—Tengo que irme.
—Profesor, estoy hablando con usted.
Él se dio la vuelta tras oír esto, un poco más interesado que antes.
—¿Sí?
—Mi madre me dijo que lo leyera. Estoy pensando en traducir algunos de los escritos de Beatriz de la Cueva, y creo que el libro de Von Humboldt podría serme útil. De hecho, usted la conoce.
—¿A quién, a De la Cueva? ¿La española? Hace tiempo que no la estudio, pero sé que influyó en Humboldt, el pobre cabrón.
—No. Me refiero a mi madre. Juana Sánchez.
—Ah, sí —dijo él después de una pausa—. Usted debe de ser su hija. La… dueña de una librería.
—Sí.
—¿No la he visto alguna vez merodeando por las fiestas de la facultad?
—Yo no lo llamaría merodear —dije.
—Dios mío, eso es lo que hacemos todos en esas fiestas. Son demasiado aburridas para hacer otra cosa.
—¿Cuándo podría dejarme ver ese libro?
—Como le decía, señorita… señorita… bueno, Sánchez, obviamente.
—Lola Sánchez.
—Lo-la —dijo él—. Bien. ¿Su madre está interesada en Von Humboldt?
Volví a explicarle que era yo la interesada y que mi madre se había ido a Guatemala.
—Ah, ya lo sabía. De hecho, quise ir con ella. Es decir, yo soy de Guatemala. Viví allí hasta que vine a la universidad. Pero ella se negó rotundamente. No es demasiado alentador. Supongo que ya sabe que a veces a ella le gusta fingir que no soy santo de su devoción. —Hizo una pausa y me miró—. Pero quizá pueda ayudarla. ¿Qué son siete años de insultos entre amigos? —Sonrió con la mitad de la boca, y luego volvió a vacilar.
—¿Profesor?
—Lo siento. Estaba pensando. Ahora mismo iba a la biblioteca Huntington, de la que soy lector.
—¿Que es qué?
—Lector. Tengo privilegios como lector. Y ellos tienen una fabulosa colección de obras de De la Cueva del siglo dieciocho, si no recuerdo mal. Sus Cartas y demás.
—Me encantaría verlas. He leído las cartas, pero no en una edición tan antigua.
—También tienen una bonita edición del libro de Von Humboldt, si le interesa. Puede seguirme en su coche, y yo la introduciré en la sala de lectura. Podría echar un vistazo a los libros allí mismo.
Le conté que tenía el Pinto en el mecánico y que había ido hasta allí en autobús.
—En ese caso… ¿por qué no? —dijo él—. Yo la llevo.
—Puedo esperar a mañana —dije.
—¿Puede esperar? Si no tiene prisa, ¿por qué estamos teniendo esta conversación?
—Yo no he dicho que tuviera prisa. Solo que quiero ver ese libro.
—Y yo ya le he explicado que no lo tengo. Bueno, ¿quiere venir conmigo o no? —Miró su reloj—. Dios.
—Bien, de acuerdo.
—Magnífico.
Cinco minutos después, el profesor Gomara bajaba por el sendero bordeado de palmeras en dirección a su coche, dejando atrás a sonrientes estudiantes con el ombligo al aire que parecían haber surgido de entre los setos como hadas. Yo lo seguía o, más bien, me abría paso entre las chicas, aferrándome a mi ordenador portátil como si fuera un salvoconducto.