33

—Lola —dijo Yolanda. Acababa de despertarse. Yo seguía esforzándome en dominar mi conmoción por lo que acababa de leer de puño y letra de mi madre. Erik continuaba apoyado pesadamente en mi hombro. Estreché el diario contra mi pecho.

—¿Qué?

—¿Me he quedado dormida? —Apoyó la cabeza en mi cuello y enlazó el brazo alrededor del mío.

—Un rato.

Yolanda miró al coronel y luego al soldado con el pelo escalado.

—No dejes que me duerma, por favor.

—No pasa nada. No está haciendo nada.

—Estoy tan cansada…

—Echa una cabezada, no pasará nada.

—¿Qué haces?

—Leo el diario de mi madre.

—El que contiene el mapa.

—Sí.

—¿Habla de mí?

Hice una pausa y noté un nudo en el estómago.

—En cierto modo.

Yolanda me dio un leve pellizco en el brazo.

—Tal vez no deberíamos hablar de ello. Creo que ya sé qué sentía por mi familia. —Señaló el paisaje y añadió—: Además, ¿para qué arruinar un día perfecto?

Sentí una opresión en el pecho. Miré el paisaje para ocultarle el rostro a Yolanda. A través de la abertura en la lona roja, vi las crestas de color burdeos de la sierra de las Minas, que se elevaba hacia el norte, pero ya no se veían las grandes charcas de color verde oscuro del valle de Motagua. Hacia el sur se extendían las rojas tierras de la sierra del Espíritu Santo, cuyos montes y hondonadas bañaba el sol poniente. La luz del sol lo teñía todo, desde las cañadas hasta el río al que nos aproximábamos, de tonos ocre y rojo sangre, escarlata, granate y teja. Pasamos junto a las ruinas inundadas de Quiriguá y llegamos al puente del río Dulce, que se había mantenido en pie a pesar de la crecida del agua que había arrasado seis pueblos durante el huracán. El Dulce es un río plateado donde las clases pudientes de Guatemala suelen tener sus barcos de recreo, pero ya no se veían yates ni goletas. En las zonas elevadas había basura esparcida junto con árboles aplastados y tablones arrancados de las casas. En los terrenos más secos y elevados había más asentamientos de pequeñas cabañas hechas con chapa de zinc, y los niños corrían por el barro en lo que podían considerarse los patios delanteros. Algunos de los camiones militares se separaron de la fila para dirigirse hacia aquella gente, pero nosotros continuamos la ruta hacia Flores.

Yolanda volvió a moverse. Miraba a los niños que corrían alrededor de las cabañas.

—Yolanda.

—Sí.

—Quiero que me perdones.

No dijo nada.

—¿Crees que podrías? —Apreté los dientes con tanta fuerza que se oyó el chasquido de mi mandíbula—. Por no apoyarte. Por no escribirte.

Ella guardó silencio de nuevo.

—¿Yolanda?

—Sí, te he oído. —Observaba aún a los niños, los árboles negros, la tierra inundada y las miserables cabañas—. ¿Sabes por qué me enfadé tanto?

—Creo que sí.

—No estoy segura. Desde luego yo nunca te lo dije. Me enfadé porque eras la… —vaciló— mejor amiga que había tenido en mi vida. Por eso me dolió tanto. Aunque a veces nos lleváramos mal, era eso lo que sentía. Nunca he tenido muchos amigos, ¿sabes? Para mí significaba mucho. Y al ver que no me escribías, y luego cuando recibí aquella nota tuya el mes pasado, «¡Mi sentido pésame!», creí que jamás dejaría de estar enfadada contigo. Y ahora simplemente… ya no es así. De pronto, ha desaparecido. —Me miró de reojo—. Ale sorprende. Pero me gusta.

—Perdóname —repetí, aferrando su mano—. Cometí un error.

—Sí, bueno, ahora ya no importa —añadió—. Incluso me alegro de estar aquí. Contigo, quiero decir, no con el ejército. —Susurró estas palabras en voz muy baja, echando una ojeada al coronel—. ¿Crees que nos causará problemas?

—No creo. Aquí no.

—Me ha reconocido.

—Lo sé.

—Tú no le quites el ojo de encima. Pero… como te iba diciendo, me alegro de estar aquí.

—Yo también.

—De hecho, me siento tan generosa que hasta puede que sea simpática con tu… tu… tenías una definición increíble para explicar qué es este tal Erik exactamente. ¿Cómo lo llamabas?

—Mi amigo —contesté.

—Sí, vale… En cualquier caso, estará bien que los dos, los tres, encontremos a tu madre y luego eso que mi padre quería.

—Más nos vale —dije yo.

Ambas observamos las cabañas y la mancha roja que se reflejaba en el agua al pasar el camión.

—Cuando me escribiste aquella nota después de la muerte de mi padre, rompí la carta en pedazos. Luego los saqué de la basura y los volví a pegar.

—Muy propio de ti.

—Luego le prendí fuego.

—Aún más típico.

Yolanda me apretó el brazo y luego volvió a apoyar la cabeza en mi hombro. Erik musitó algo en mis cabellos, se despertó con un sobresalto y trató de adoptar una postura más varonil, pero volvió a dormirse con la mano una vez más bajo mi brazo. Su cabeza cayó hacia atrás y empezó a roncar.

Circulábamos a orillas del río, de color dorado, pardo, verde y azul, bajo una fina llovizna, entre el chapoteo del camión y el canto de los pájaros. De pronto, el río dejó de moverse. O más bien fue el camión el que paró.

Un soldado dijo que uno de los vehículos tenía una avería y otro respondió que el camión que seguía al nuestro tenía una rueda pinchada. Solo quedaban tres camiones aparte del nuestro, ya que los demás se habían ido separando del convoy a medida que nos acercábamos a Flores. El coronel seguía dormitando, pero algunos soldados se habían despertado con la súbita parada del camión, y unos cuantos se habían apeado para enterarse de qué ocurría.

Estiré el cuello para ver mejor el exterior, pero en realidad no me importaba dónde estuviéramos en aquel momento. Aún seguía aturdida por lo que había leído en el diario de mi madre.

Cuando volví a mirar a Yolanda, la vi con la vista fija por encima de mi hombro. Había dejado que el diario se despegara de mi pecho, y ella aprovechaba para leer las páginas por donde había quedado abierto.