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Llegamos al hotel Peten Itzá a las dos. Por la mañana Yolanda se había quedado con una habitación del primer piso, mientras que a Erik y a mí la mujer del patrón nos llevó a unas habitaciones del segundo piso.

Me dirigí a la habitación de Yolanda y llamé a la puerta. No hubo respuesta. Volví a llamar.

—¿Hay alguien ahí? —gritó Erik.

—¿Hola? —dije yo.

Abrimos la puerta y nos asomamos al interior, pero no encontramos a nadie.

—Debe de estar… no sé, ¿dándose una ducha? —dije. Pero no se oía correr el agua. Sentí una leve punzada de angustia en el pecho; tenía un mal presentimiento, a pesar de nuestra reconciliación. Recordé nuestra infancia juntas y el modo en que desaparecía antes de saltar sobre mí con una de sus llaves de lucha. Un sexto sentido que había conservado desde mi juventud me dijo que tal vez debía esperar una de aquellas emboscadas.

Subimos la escalera, que estaba hecha de una madera blanda y lustrosa, adornada con una alfombra de tela roja. Llegué a las otras habitaciones, que tenían un único cuarto de baño común. El baño estaba vacío, así que continué por el pasillo y abrí la puerta pintada de azul de mi habitación.

Yolanda estaba sentada en mi cama. No llevaba puesto el sombrero y sus negros cabellos caían en cascada; estaba inclinada sobre la bolsa de mi madre, que acababa de registrar. Había esparcido por la habitación todos los atlas, libros y papeles que contenía.

—He estado buscando el mapa que me habías prometido —dijo.

Me quedé en el umbral de la puerta. La agradable sensación que tenía en el taxi se esfumó por completo.

—No está aquí, ¿verdad? —preguntó ella.

—Yolanda.

—¿Lo tienes o no?

Cerré los ojos.

—No. No exactamente.

—Dios, Lola. —Meneó la cabeza.

Erik entró en la habitación.

Las mejillas y la nariz de Yolanda estaban enrojeciendo; sus ojos lanzaban chispas.

—Me dijo que no me enfadara contigo, pero ahora que sé la verdad, lo estoy. Estoy muy, pero que muy enfadada.

—¿Quién te dijo que no te enfadaras conmigo?

—Estoy furiosa —dijo ella con tono tranquilo y glacial.

—No estoy seguro de que sea oportuno que hable ahora —intervino Erik—. Pero, Yolanda, es evidente que estás muy nerviosa. Pareces a punto de hacerte daño a ti misma o… a otra persona. —Hizo una pausa—. Además, no me gusta que digas que estás furiosa.

—Dile que cierre el pico.

—No te preocupes, Erik.

—Aquí no hay nada —dijo Yolanda con ira—. Me has mentido.

—Por supuesto que sí.

—¿Cómo?

—Por supuesto que te he mentido. No sé dónde está mi madre, Yolanda. Podría estar muerta. ¿Sabes todo lo que estaría dispuesta a hacer por encontrarla? Mucho más que mentirle a mi buena amiga.

—Tú…

—No habrías venido si no te hubiera dicho lo que querías oír. Y después nos habrías abandonado si te hubiera contado toda la verdad.

—Entonces debería abandonaros ahora mismo, ¿verdad?

Oí hablar a unos hombres abajo, y luego pasos que se dirigían hacia la escalera. ¿Era el patrón?

—Pero he descubierto algo —dije—. De verdad. Y si esperas un momento a que…

Los pasos se acercaron y entonces oí una voz familiar. De pronto apareció Manuel; asomó su arrugado rostro por la puerta de la habitación. Entró. Llevaba uno de sus trajes de mezclilla y el pelo cubría a medias su calva. Sus zapatos estaban relucientes, sus ojos eran grandes y brillantes. Pero tenía el cuello de la camisa doblado y parecía que no hubiera dormido en una semana.

—¿Estáis teniendo esa charla que decías? —preguntó a Yolanda. Luego, dirigiéndose a mí, dijo—: Hola, cariño.

Miré fijamente a mi padre que no era mi padre y me enjugué las lágrimas que empezaban a caer por mis mejillas.

—Cariño…

—Hola, papá.

—Hola, Erik.

—Hola, señor Álvarez. ¿Cómo ha sabido que estábamos aquí?

—Fui yo quien le habló a Lola de este hotel.

Mi padre nos miró a Yolanda y a mí, y una fugaz expresión de pena cruzó por su cara. Eso me hizo recordar de nuevo la razón por la que había interrumpido el contacto con Yolanda: porque mi amistad con una De la Rosa le dolía. O al menos eso decía mi madre. Y yo había optado por mi familia.

Sentí un nudo en el estómago y en la garganta ante ese pensamiento.

—Parece ser que entre Yolanda y tú ha habido un… malentendido —dijo Manuel.

—Es algo más que un malentendido —admití.

Yolanda me miró con dureza desde la cama, sin decir nada.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —pregunté—. Las carreteras están cortadas.

—En helicóptero, por supuesto, cariño —respondió Manuel—. Tu madre me ha enseñado un par de trucos. Y desde luego no iba a circular por esa espantosa autopista.

—Oh.

—Bueno, tenemos cosas más importantes en las que pensar —dijo Manuel—. ¿Seréis capaces de reconciliaros, chicas?

—No, Manuel —dijo Yolanda.

—Puedo compensarte —dije.

Ella no respondió.

—¿Y cómo? —quiso saber Manuel.

—Creo que tiene buenas noticias —dijo Erik, mirando a Yolanda.

—He descubierto algunas cosas —expliqué. Volví a secarme las húmedas mejillas—. Tengo uno de los diarios de mi madre, y en él dice que se fue a la selva hace más de una semana, así que tenemos que dirigirnos hacia allí lo antes posible.

—Oh, Dios mío —dijo Manuel.

—Y también escribió acerca del jade. Creo que averiguó parte del camino que conduce hasta él. Descubrió qué era el Laberinto del Engaño, y nosotros podremos utilizarlo como una guía para encontrarla a ella. El laberinto no está completamente… descifrado… pero mi madre habla de la clave en su diario. Creo que sé dónde podemos encontrarla. Y si lo hacemos, podremos descifrarlo y seguir el mismo camino que ella.

—Demasiada información de golpe —dijo Manuel, frunciendo el entrecejo—. ¿Estás diciendo que encontró el laberinto? A mí no me contó nada de todo eso; no es propio de ella.

—Lo sé.

—Debes de estar equivocada.

—No. Puedo demostrártelo.

—Así que pretendes descifrar el primer laberinto… —La frente de Erik se frunció como un acordeón mientras pensaba en la idea—. ¿Qué quiere decir eso exactamente?

—El Laberinto del Engaño no era un edificio… como habíamos imaginado. Eran las estelas. Los paneles.

—¿Las estelas? —se extrañó Manuel.

—Oh… no… espera un momento —dijo Erik.

Yolanda seguía sentada en la cama mirándome con ira y sin decir una palabra.

Desvié la mirada hacia Erik.

—Es cierto, ella las descifró. Pero no tenemos el resultado aquí… ella… lo envió a mi casa de Long Beach para que estuviera a salvo.

—No, espera —dijo Erik—. Yo ya pensé en ello cuando íbamos en el coche. Que las estelas tenían algo que ver con todo esto.

—Vale, de acuerdo —dije.

—No, de verdad te digo que lo pensé… antes de que Yolanda se estrellara con el coche y me distrajera…

—Sí, sí, te creo.

—Ahora soy yo el que se está enfadando.

—Al parecer todo está muy claro para vosotros dos —dijo mi padre—, pero yo necesito que me lo expliquéis mejor.

—El Laberinto del Engaño y las estelas de Flores son la misma cosa —afirmé, y empecé a explicarle los puntos de coincidencia de las historias de Tapia, Beatriz de la Cueva y Von Humboldt. Saqué el diario de mi madre y lo abrí por las páginas en las que describía su hallazgo. También les mostré los cálculos de mi madre y la descripción de la ruta que había planeado seguir a través de la selva. Las copias de los documentos que llevaba en la bolsa estaban diseminadas por el suelo. Las recogí, las junté y se las mostré como pruebas adicionales.

Del libro de Von Humboldt, del pasaje en el que el alemán describe su primer encuentro con el Laberinto del Engaño, les mostré estas líneas:

Podíamos entrar en uno de sus pasajes de zafiro y, confundidos por sus signos, desconcertados por su enrevesada expresión, ser incapaces de dar un solo paso más.

Y de la leyenda de Beatriz, les leí la siguiente cita:

Así fue como se construyó la insensata Ciudad Azul a la sombra del gran árbol que gotea savia de color rubí. Estaba oculta en el interior de un colosal laberinto formado por diabólicos pasajes de jade, estancias maléficas y una confusión que no es posible expresar.

—Todo tiene sentido ahora, si miráis atentamente lo que tenéis justo delante —añadí—. Las palabras «pasajes» y «expresión» tenían el significado literal en Von Humboldt de «expresión» y «pasajes escritos». Nos habíamos equivocado con el uso que hace Beatriz de la Cueva de la palabra «estancia», que procede del italiano stanza, es decir, habitación, pero también es un tipo de estrofa poética.

Los tres me miraron sin comprender.

—Tiene algo que ver con que la stanza era una habitación donde se «estaba» o se «paraba», y también una estrofa de un poema o canción que tiene un punto final.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó mi padre al cabo de unos segundos.

—Lo he leído muchas veces —contesté, moviendo los brazos con cierta agitación.

Al final acabaron por creerme.

—Dios mío —dijo Manuel, metiendo las manos en los bolsillos—. Juana guardó todo esto en secreto.

—Ya lo creo —dijo Erik—. ¡Y tan secreto!

Señalé las cartas de De la Cueva.

—Mi madre dice en el diario que la clave de las estelas está en una de las cartas de Beatriz, escrita el 15 de diciembre de 1540. Es en la que habla de la clase de danza, Erik, ¿la recuerdas? La estuvimos leyendo en Ciudad de Guatemala. Tenemos que repasarla.

—Sé qué carta dices —confirmó Erik—. Es ésa en la que Balaj K’waill empieza a farfullar palabras sin sentido. Y donde admite que mintió a Beatriz acerca del jade.

—Exacto. Si la estudiamos descubriremos cómo descifrar las estelas. Y cuando lo hagamos, sabremos hacia qué parte de la selva debemos dirigirnos.

—Hay muchas incógnitas en tu propuesta, Lola —dijo Manuel.

—Pero ahora realmente sí tenemos un mapa, Yolanda —dije, volviéndome hacia la cama—. O al menos las bases para trazarlo. Solo tenemos que dar con la clave. Si lo resolvemos, todo lo que he dicho habrá sido cierto.

Me acerqué a Yolanda con las copias de los textos de Von Humboldt y De la Cueva en la mano. Pero ella no se levantó de la cama y me miró con la cabeza gacha, de un modo siniestro y aterrador.

Cambió de posición e hizo una mueca y un gesto amenazador. Parecía no haber oído lo que acababa de decir.

No le importaban los mapas, las cartas, las rutas ni las estelas. Se levantó y vino hacia nosotros. No dejó de mirarme fijamente, con los labios completamente exangües.

Se colocó detrás de mí y, con un rápido movimiento, me rodeó con los brazos, enlazándome el pecho.

Yo tensé también el cuerpo y noté que el corazón empezaba a resonar en mis costillas.

—No lo hagas, Yolanda —dije—. De otro modo no me habrías ayudado a buscar a mamá.

Yolanda siguió sujetándome, apretándome el pecho con los brazos como si fuera un torno.

—Podrías haber contratado a cualquier otra persona para eso —dijo con una voz terriblemente cariñosa—. Ni siquiera trataste de encontrar otro rastreador, y los había por toda la ciudad. Solo tenías que buscarlos. Lo que tú querías era mi perdón. Y yo te lo habría dado. Si me hubieras demostrado que lo sentías. Que sentías haber cortado tu relación conmigo. Pero lo único que hiciste fue engañarme. —Empezó a aflojar su abrazo—. A lo largo de los años, me has enseñado una dura lección, Lola. Pero tengo que aprenderla. Tengo que aprenderla. Me has enseñado que estoy sola. Todos los que alguna vez significaron algo para mí están muertos.

—Oh, no —dije. Me quedé inerte y noté que sus palabras me dejaban vacía.

Si le informaba de nuestro parentesco, tendría que renegar de mi padre. Y tal vez ella ni siquiera me querría como hermana.

Yolanda dejó caer los brazos, dio media vuelta y salió de la habitación.