55

El fulgor amarillo que deslumbraba su mente se ensanchaba, se multiplicaba, le llegaba de lejos en delgados hilos, giraba a una velocidad infinita, estallaba, se retorcía, se expandía y luego relampagueaba en lo más profundo de su ser.

Hacía mucho calor. Memed contempló el lecho seco del arroyo. Un delgadísimo chorro llenaba lentamente las grietas. «Así que los habitantes de Vayvay han decidido marcharse», pensó. El brillo acerado volvió a aposentarse en sus pupilas y un destello permaneció encendido. Pensó en el Gran Osman, Seyran, Seyfali, el de largo cuello, el maestro Ferhat de hermosos ojos, el cabezota del Hijo del Beato, la madre Kamer y Selver la Recién Casada. Todos ellos iban a abandonar Vayvay. Tal vez ya se hubieran ido, dejando la aldea vacía. Hacía dos días que Seyran no acudía al melonar. En su última visita sus ojos despedían un brillo de tristeza mortal. Memed no había dicho una sola palabra amarga, pero ella le había mirado con tal decepción que el Flaco había sentido un escalofrío. Seyran llevaba en el rostro la marca de la derrota y el cansancio. Tarde o temprano acabarían con ella.

Allí estaba Ali el Cojo sentado sobre su pierna tullida y haciendo un extraño silbato con una rama de sauce. Halil el Barbilampiño había ido al arroyo a contemplar cómo el agua rellenaba las grietas.

Poco después Ali levantó la cabeza, miró a Memed a la cara y percibió de inmediato aquel brillo en sus ojos. Su rostro tenía una expresión que pasaba de la alegría a la tristeza, de la risa al llanto. Memed se puso en pie y se acercó a Ali. Lo observó con su más amistosa mirada. Le apoyó las manos sobre los hombros y permaneció así durante un buen rato. Luego fue a la choza y sacó su saco de debajo de la cama. Se quitó los zaragüelles y la camisa y se puso su propia ropa en un abrir y cerrar de ojos. Se colocó la pistola, la daga y los prismáticos, y se abrochó las cananas. Se colgó la carabina del hombro y se echó sobre los hombros su capa bordada de Maraş. Dio varias vueltas al fez entre las manos y acabó por guardárselo en el bolsillo interior de la capa. Los calcetines le llegaban hasta las rodillas. Los zapatos estaban resecos y le apretaban un poco, pero ya darían de sí. Tenía el mismo aspecto que cuando había llegado a Çukurova.

Se detuvo ante Ali el Cojo. El resplandor de sus ojos había cobrado mayor intensidad. El torrente de luz amarilla que dominaba su mente seguía sin detenerse, rellenando grietas, relampagueando.

—Aunque no muera, por mucho tiempo que viva, Hamza nunca se librará del miedo. Pongo a Dios por testigo. Cuando a uno le entra un miedo así en la sangre, cuando anida en su corazón, ése está acabado, amigo. Por Dios que Hamza se moría de miedo por las montañas, las piedras y los pájaros. Si veía el ala de un pájaro, si oía el zumbido de una abeja, se ponía en pie de un salto gritando: «Ya viene Memed». Llegó el momento en que ya no estaba tranquilo en ningún lugar. Por eso se echó al monte. Cada día se escondía en una cueva o un agujero distinto. Se ocultaba en los lugares más oscuros sin comer, sin beber, acurrucado hasta que de repente daba un salto, se lanzaba al exterior y me abrazaba gritando con todas sus fuerzas: «¡Ya viene, Ali! ¡Sálvame, que ya viene!». Y así, durante días y más días, no dejamos agujero ni cueva en la montaña de Ali en el que no nos metiéramos. No puedo describirte la mañana en que un pastor le contó que habías bajado a Çukurova. ¡Se puso tan contento! Tanto que no encuentro palabras para expresarlo.

—¿Te da pena Hamza? —preguntó Memed.

—Ya lo creo. No hacía más que repetir que no saldrías vivo de Çukurova. «Ese lugar es una trampa mortal para los bandoleros —decía—. Aunque se salve, sólo estará medio vivo y caerá en mis manos; pero yo no le haré nada a Memed el Flaco. Le perdonaré la vida y le regalaré dos de mis aldeas. A cambio, él también me perdonará la vida». Se durmió en cuanto apoyó la cabeza en la almohada, no despertó en tres días. En cuanto abrió los ojos me llamó. «Rápido, Ali, ven enseguida. Monta en mi caballo, baja a Çukurova y ayuda a Ali Safa bey y al capitán. ¿Quién sino tú puede seguir su rastro en la inmensa Çukurova? Memed el Flaco, ese demonio». Monté a caballo y vine a Çukurova, a la casa de Ali Safa bey. Le dije que le traía saludos de Hamza agá, que le besaba sus nobles manos y todo eso. Enseguida le caí bien, durante días me mantuvo a su lado y me trató como a un sultán. Me pidió que le contara los secretos del rastreo. Hasta que por fin le dije: «Bey agá, yo he venido aquí con una misión. Déjame que siga la pista de ese miserable de Memed el Flaco y haré que capturen a ese renegado. Mientras él siga con vida, no podremos dormir en paz». Y aquí estoy y, por Dios, que he seguido la pista de ese malvado de Memed el Flaco y lo he encontrado.

Ali nunca había visto el rostro de Memed tan amargado, duro como una roca. Tampoco había visto el brillo acerado de sus ojos encenderse de una forma tan intensa.

Era mediada la tarde. A lo lejos, al sur, se elevaban lentamente sobre el Mediterráneo cúmulos de nubes que subían directamente hacia el cielo. Poco después llegó una fuerte oleada de viento de poniente que refrescó un tanto el aire. Luego se detuvo. Estuvo un rato soplando a rachas hasta que las nubes blancas se agruparon y se levantaron al tiempo que crecían y se hacían más brillantes. Entonces el viento de poniente comenzó a soplar con toda su fuerza, arrastrando polvo. Aquí y allá se formaron remolinos que empezaron a correr por los caminos desde el sur hacia el Taurus.

Memed miró a Ali el Cojo a los ojos y guardó silencio.

—Bien —dijo finalmente Ali, como si hablara consigo mismo.

—Tengo que ir a Vayvay…

—Entonces te esperaré cerca de la ciudad. Mira, escúchame bien, ¿conoces el arroyo seco que hay en las afueras?

—Sí.

—Bueno, a la derecha del camino, bajando hacia el arroyo, hay un lentisco muy viejo con una tumba solitaria a sus pies. El árbol se ve hasta en las noches más oscuras. Allí te esperaré.

Memed montó en el caballo sin silla y asió las riendas que Halil había estado trenzando durante tantos días. El Barbilampiño seguía absorto contemplando el agua que rellenaba las grietas.

—¡Adiós, Halil! —se despidió Memed, y salió de la huerta envuelto en una nube de polvo.

Poco después tiró de las riendas del caballo en medio de Vayvay, bajo la gran morera. El Gran Osman había caído enfermo y estaba en cama. Había pedido que no se la prepararan en su casa, sino en el banco que había bajo la morera. La madre Kamer y Seyran cuidaban de él. A los pies del Gran Osman, sobre otro banco, habían dispuesto un lecho para Seyfali. También estaban allí la madre de Muslu el Loco, al que habían capturado días antes, y la de Seyran. Aparte de estas personas, no quedaba nadie en la aldea. Los campesinos habían recogido todas sus pertenencias y se habían ido a cualquier parte sin echar siquiera una mirada atrás.

Seyfali se había resistido.

—No me voy y no me voy —había dicho, llorando—. Quiero morir en la tierra de mis padres. Me da miedo morir en otro sitio.

Hasta su mujer y sus hijos, aun cuando sabían que se hallaba tan enfermo, se habían marchado.

Tampoco habían salido de sus casas los montañeses, los hermanos y parientes de Seyran. La mujer del maestro Ferhat se había refugiado con ellos.

Memed desmontó y avanzó hacia el Gran Osman. Cuando éste le vio levantó lentamente la cabeza de la almohada, le miró, volvió a bajarla y cerró los ojos.

Tenía la cara pálida y más surcada de arrugas que nunca, tanto que ni siquiera se le veían los ojos. Memed tomó su mano entre las suyas. El Gran Osman abrió los ojos con dificultad y miró al recién llegado. Memed vio que en aquellos ojos no había perdón para él.

—¿Cómo estás, tío? —preguntó con voz entrecortada—. Espero que te recuperes pronto.

El Gran Osman no respondió. Memed esperó un buen rato, pero el anciano no abrió la boca.

—Te he preguntado cómo estás, tío —repitió. Como el Gran Osman seguía sin contestar, intervino la madre Kamer.

—Osman, Osman, mira, ha venido Memed a despedirse de ti. El muchacho se va. Ha venido a interesarse por tu salud.

El Gran Osman abrió los ojos y de nuevo fijó la mirada en el rostro de Memed.

—Viejo, mi Flaco, estoy viejo —susurró con un hilo de voz—. Estoy cansado, Memed, muy cansado. Derrotado, hijo, estoy derrotado…

Cerró los ojos. Memed comprendió que el Gran Osman se sentía muy herido, de lo contrario le habría llamado «mi halcón».

Memed también se acercó a Seyfali y le deseó que se mejorara. Su cuello parecía más largo que nunca. Tenía la cara hinchada y llena de moratones y heridas.

Se puso en pie y contempló la aldea vacía y solitaria hasta que sus ojos se posaron en Seyran. Luego caminó hacia el Gran Osman, le volvió a tomar la mano, la acarició y se la besó.

—Perdóname, tío Osman —dijo con voz ronca.

Los labios del Gran Osman se movieron imperceptiblemente. Memed se acercó a la madre Kamer y también a ella le dio un beso en la mano. La anciana lo abrazó y lo besó en las mejillas. Después de despedirse uno por uno de todos los que estaban allí, Memed se detuvo junto a Seyran. No se atrevía a levantar la cabeza y mirarla. Le cogió la mano derecha y la apretó suavemente. Luego, como si temiera hacerle daño, la abrazó con ternura. Saltó sobre el caballo sin levantar la mirada y se alejó al galope de la aldea, entre una nube de polvo. Seyran no fue capaz de despedirse de él, de desearle suerte, no pudo ni mirarlo mientras se alejaba. No lloró, ni rió; permaneció de pie junto a la enorme morera, al sol, consumiéndose.

Hacía mucho que había anochecido cuando Memed llegó al lentisco que crecía en las afueras de la ciudad. Ali había divisado desde lejos su silueta, que se acercaba a toda velocidad, y le salió al paso.

—¿Ali?

—Soy yo.

Memed tiró de las riendas.

—Iremos ahora, el bey está en casa —anunció Ali—. Y si no lo está, tú subes y lo esperas arriba. Dirás que te envía Dursun desde la finca. No lo olvides: que te envía Dursun el Rancio.

—No lo olvidaré.

—No sospecharán de ti. Cada noche van y vienen muchos hombres armados, como tú.

Pasaron por las calles oscuras de la ciudad hasta que llegaron a la puerta del alto muro de un patio. Era un gran portón de madera, que rechinó sobre sus goznes. Memed pasó al patio y se apeó de un salto.

Sujetando la cabeza del caballo, Ali señaló una escalera que había ante ellos. Memed subió corriendo por los peldaños y llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer.

—Soy yo —respondió Memed con toda su sangre fría—. Vengo de la finca. Me envía Dursun el Rancio agá. ¿Está el bey en casa?

—Ha venido un hombre de la finca. Lo envía Dursun —gritó la mujer hacia el interior.

Memed oyó que el bey respondía: «Que pase», y por primera vez se puso nervioso y el corazón comenzó a latirle con fuerza. El bey estaba en la cama, leyendo un periódico. Memed entró y cerró la puerta cuidadosamente tras él. El bey levantó la mirada del periódico.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó sin dar la menor señal de alarma.

—Me llamo Memed el Flaco —dijo de repente el bandolero, con voz ronca y desafiante—. ¿Me reconoces?

A Ali Safa bey le resbaló el periódico de las manos y se quedó medio incorporado en la cama. Palideció tanto que hasta las pupilas se le pusieron blancas. Le temblaban los labios. Abrió y cerró la boca varias veces sin emitir sonido alguno.

Memed alzó la carabina y disparó tres veces. El viento producido por las balas apagó la lámpara de la habitación. En ese momento se desató el caos en la mansión. Memed bajó lentamente por las escaleras, cogió las riendas del caballo de manos de Ali, montó y salió al galope de la ciudad. Después de cabalgar un rato, sofrenó el caballo y aguzó el oído, pero no percibió nada aparte de un sordo zumbido. Ni un disparo, nada… Espoleó de nuevo al caballo.

Ya salía el sol cuando entró en Değirmenoluk. Se encaminó directamente a la casa de Abdi agá y se detuvo ante la puerta.

—¡Hamza agá, Hamza agá! —gritó.

Cuando éste oyó su nombre, se lanzó fuera y se acercó a Memed, quien sacó la pistola.

—Camina delante de mí —le ordenó fríamente.

Hamza se quedó quieto, parpadeando ante el jinete, y cuando lo reconoció echó a correr hacia la aldea.

—¡Me matan! ¡Me matan! —chillaba sin parar, como si lo estuvieran estrangulando—. ¡Memed el Flaco quiere matarme!

Corría de acá para allá llamando a todas las puertas, pero ninguna se abría. Memed lo seguía a caballo a cierta distancia. Hamza, loco de desesperación, fue de puerta en puerta, corriendo, cayéndose, levantándose, chillando como un poseso.

—¡Me matan! ¡Quieren matarme! ¡Abrid, os lo ruego, me están matando! —imploraba.

Llegó incluso a la puerta de su propia casa, y también suplicó, pero estaba cerrada y la hoja no cedió.

Sudando a mares, medio ciego, corría sin dirección, como un pollo al que le han cortado la cabeza. Llamaba varias veces a la misma puerta, recorría la aldea desesperado, agotado. Se detuvo un momento para pensar y luego, sacando fuerzas de flaqueza, echó a correr hacia las afueras de la aldea. Antes de salir de ésta tropezó y volvió a levantarse quizá quince veces.

Memed cabalgaba tras él sin perder su sangre fría, manteniéndose a cierta distancia. Si Hamza aceleraba, él apretaba el paso, si frenaba, él también lo hacía. Y así, Hamza delante y Memed detrás, dieron tres vueltas alrededor de la aldea. En determinado momento, Hamza se detuvo, se volvió y dirigió a Memed una mirada vacía. Luego echó a correr de nuevo enloquecidamente y entró en la aldea. Ya no podía mantenerse en pie, cada dos o tres pasos caía al suelo y se quedaba tendido cuan largo era sobre el polvo. Se levantaba con gran dificultad e intentaba huir. Así lo fue conduciendo Memed hasta la plaza de la aldea.

—Detente aquí —le gritó.

No había un alma, ni un ser vivo, ni perros, ni gatos… Ni siquiera pasaba un pájaro por el cielo.

—¡Socorro! ¡Me matan! ¡Me matan! —volvió a gritar Hamza en un último esfuerzo desesperado. Luego se quedó donde estaba, tambaleándose a izquierda y derecha, temblando como una hoja—. No me mates, efendi. Te daré las cinco aldeas. Por el amor de Dios, te lo suplico.

No pudo decir más. Memed le vació el cargador en la cabeza. Hamza no murió enseguida y comenzó a arañar la tierra, revolcándose en el suelo.

Lentamente, Memed se descolgó la carabina del hombro, la levantó y vació otro cargador sobre Hamza. Éste se quedó encogido boca arriba. Memed, a caballo, daba vueltas en torno a él cargando la carabina y volviendo a vaciarla sobre el cadáver que yacía en el suelo. Rodeaba al muerto como si se hubiera vuelto loco, dando rienda suelta a su ira descerrajando un cargador tras otro. De lejos parecía uno de esos extraños y antiguos ejercicios de equitación.

Por fin Memed se cansó y se detuvo junto al cadáver, en la plaza, montado muy erguido. Las gotas de sudor caían desde sus negros rizos sobre el cuello del caballo y le chorreaban por la espalda, calando incluso su capa. También el caballo estaba bañado en sudor y su piel zaina parecía aún más oscura, negra como el carbón.

Los aldeanos asomaban temerosos la cabeza por puertas y ventanas, y enseguida volvían a retirarse. Y así lo vieron, erguido sobre su montura, firme como una roca. El caballo zaino seguía resoplando como un fuelle, pero Memed estaba inmóvil, absorto.

El sol se elevó a la altura de un álamo. La luz bañó a Memed, los negros rizos y el rostro cubiertos de sudor, y al zaino de largo cuello y grandes ojos, bañado de espuma. Las sombras se retiraron. En la aldea no se oía el menor ruido ni se veía un alma, como si por allí no hubiera pasado nadie desde la fundación de la aldea. Los alrededores resonaban de puro vacíos. Sólo el caballo zaino, Memed montado en él y el oscuro cadáver acurrucado en el suelo… Aparte de ellos se diría que el mundo se había quedado vacío. Ni siquiera se oía el trino de un pájaro, ni el zumbido de una abeja. A lo lejos, más allá, hinchándose y respirando, la azul llanura de Dikenli se extendía completamente iluminada. Los rayos de luz cayeron sobre la grupa del caballo, que parecía más bello a cada momento…

Memed seguía montado en el semental y sus ojos de halcón vagaban por los huecos entre las casas, por las plazas vacías, buscando en vano algún movimiento, algún sonido. Se diría que al cabo de un instante se había de abrir una, cinco, diez puertas, todas las puertas de la aldea y que la gente llenaría la plaza. Ni siquiera Memed sabía por qué esperaba que sucediera aquello, pero así era.

Esperó largo rato. La aldea seguía desierta. Nadie iba ni venía. Memed se moría por oír aunque fuera un crujido.

De repente le sorprendió el leve ruido de unos pasos lejanos. Al volver la cabeza vio a la madre Hürü, que bajaba completamente vestida y adornada, con su blanco pañuelo, los pendientes y el collar de coral, y la faja de seda multicolor de Trípoli cuidadosamente ajustada a la cintura.

Condujo el caballo hacia ella. Poco después quedaron frente a frente. A Memed se le iluminó el rostro, sonrió y se contemplaron mutuamente. Luego observaron el cadáver que yacía en el suelo. También la madre Hürü sonrió. Después sus miradas recorrieron el pueblo y de nuevo se detuvieron sobre el muerto. Junto al cadáver, en un agujero del suelo, se había formado un charquito de sangre, sobre el que revoloteaba una mosca verde con destellos de relámpago.

Se miraron a los ojos de nuevo. Memed hizo que el caballo avanzara dos pasos hacia la madre Hürü.

—Madre, ay madre. Perdóname, madre.

Aquello fue todo. Tampoco habló la madre Hürü. Memed tiró de las riendas, hizo volver grupas al caballo hacia la montaña de Ali y partió al galope.

El semental zaino salió de la aldea como un relámpago, se lanzó como una flecha negra y en un momento se perdió de vista.

El cadáver de Hamza permaneció dos días tirado donde había caído, acurrucado junto al agujero en la piedra. Los aldeanos no salieron de sus casas. Sólo los más curiosos asomaban la cabeza por las puertas, echaban un vistazo al cuerpo que yacía en medio de la plaza y de inmediato volvían a la seguridad del hogar. La mañana del tercer día Hösük el Remolacha salió de su casa con una cuerda en la mano, se encaminó a la plaza, ató al muerto por los pies, lo arrastró fuera de la aldea, bien lejos, y lo tiró al barranco que había junto al molino del Sin Orejas.

—Te has llevado tu merecido, cerdo —dijo, y luego se rió—. ¡Calvo infiel! Te lo habías buscado. ¡Ahora eres comida para buitres tan calvos como tú!

Durante un tiempo los campesinos no hicieron nada, no levantaban un dedo, no hablaban entre ellos, vagaban acobardados por la aldea, desconcertados, ociosos, con las manos en los bolsillos…

Hasta que un buen día fueron silenciosamente a abrir el granero de Hamza el Calvo. Sin atreverse a protestar, las viudas de Hamza observaron desde lejos como si todo aquello no fuera con ellas. El granero estaba repleto de cestos de manteca, miel y melaza; de arcones de pasas, almendras, nueces, higos, moras, peras, manzanas y calabazas. Se lo repartieron abiertamente, como hermanos, sin que surgiera la menor disputa. Incluso reservaron una parte para las mujeres de Hamza. «Esto es lo que os toca», les dijeron.

Luego, mucho después de repartirse el contenido del almacén, se agruparon ante la casa de Hamza y pidieron dinero a sus mujeres. Una de ellas sacó una bolsa llena hasta arriba y se la entregó. También se lo repartieron como hermanos y reservaron una parte para las viudas. Después cada cual se llevó sus caballos, asnos, cabras o bueyes, la mayoría de los cuales Hamza no había podido vender. Finalmente abrieron los silos que llevaban años llenos de trigo, cebada y mijo. Todo se lo repartieron, y guardaron una parte para las mujeres de Hamza.

Todo aquello lo hicieron en silencio, sin el menor ruido, algo temerosos y retraídos, como si les diera vergüenza.

Llegó el otoño y nadie trabajaba. Comenzaron a soplar los vientos fríos, las sombras se hicieron más largas y pálidas, los cardizales se secaban y crujían, pero allí nadie daba señal de empezar ninguna actividad. Estaba a punto de pasar la época de la labranza y los aldeanos continuaban vagando desconcertados por la aldea, con las manos a la espalda y mirándose a los ojos unos a otros. Menos mal que acudió en su ayuda Bayram el Hijo del Derviche.

Una mañana, antes de amanecer, les llegó el sonido de un tambor que resonaba fuerte y confiado en medio de la aldea. Enseguida comprendieron que se trataba de Bayram el Hijo del Derviche, el tamborilero, acompañado por su hijo Cümek, que tocaba la dulzaina. Ningún músico en el Taurus tocaba el tambor como él.

Bayram el Hijo del Derviche, con su hijo a la dulzaina, golpeaba el tambor, se tumbaba, se levantaba, saltaba, rugía, aullaba, daba vueltas sobre sí mismo, bailaba… Estaba poseído por una enorme excitación y recorría la aldea como un huracán de alegría. Bayram el Hijo del Derviche nunca había conocido una agitación semejante.

A media tarde los aldeanos comenzaron a llegar de uno en uno a la plaza. Se habían acicalado a conciencia y se habían puesto sus mejores galas.

Las viejas llevaban pañuelos blancos como la leche, las jóvenes, pañuelos carmesíes, bordados en rojo, verde y morado. Ese día la madre Hürü parecía una flor y destacaba incluso entre aquel enorme gentío.

Llenaron la plaza del pueblo. Había tanta gente que no cabía ni un alfiler. Enseguida se unieron al baile de Bayram y Cümek. Giraban en la plaza como un torbellino de alegría, y luego, danzando, se dirigieron hacia el cardizal.

Los demás campesinos de la llanura de Dikenli oyeron el tambor de Bayram y también en sus aldeas empezaron a resonar los tambores. Los habitantes de las cinco aldeas se dirigieron hacia el cardizal y se congregaron a los pies de la montaña de Ali. Los muchachos sacaron las hoces y comenzaron a segar los cardos, las jóvenes los recogían y los amontonaban en grandes pilas. Bayram se lanzó con su tambor sobre uno de los montones e inició un baile que los campesinos nunca habían visto hasta entonces. Se estiraba, se inclinaba, giraba, bailaba una antigua danza retorciendo manos y brazos. A una señal suya, los aldeanos prendieron fuego a la pila. Bayram estuvo durante un rato agitándose entre las llamas, siguiendo sus movimientos. Luego salió muy erguido del fuego y se mezcló con la multitud.

El fuego saltó de las pilas de cardos al llano. En un momento toda la llanura quedó envuelta en llamas. El viento del nordeste arrastró el incendio hacia el sur. Crepitaba el cardizal, sus chasquidos llenaban la noche, las llamas corrían de un extremo al otro de la llanura. Antes del amanecer toda la llanura de Dikenli se consumía en el fuego, se retorcía en una fiesta flamígera.

Nunca más se oyó hablar de Memed el Flaco. Simplemente había desaparecido.

Desde entonces hasta hoy, los aldeanos de la llanura de Dikenli se reúnen todos los años antes de clavar el arado en la tierra y queman el cardizal en una gran fiesta. Las llamas se desparraman por la llanura durante tres días y tres noches como un torrente de fuego, mientras crepitan los cardos ardientes. Durante esas tres noches, una bola de fuego aparece en la cumbre de la montaña de Ali, y es tal su resplandor que al mirarla uno piensa que es de día.

— FIN —