14
La negra y rizada barba del maestro Ferhat temblaba. Por sus ojos leonados pasó una expresión de profunda tristeza. Su largo y bello rostro, tostado por el sol, se alargó un poco más, se crispó. También la arrugada cara del Gran Osman reflejaba una gran pena.
Hasan el Hijo del Beato se había refugiado en una choza abandonada de paredes combadas y cubierta por un destartalado techo de cañas, situada en las afueras de la aldea de Narlıkışla. En el interior no había sino una jarra de madera de pino, una única cama, tres o cuatro platos de cobre y una cacerola. Sus tres hijos yacían enfermos y quejumbrosos sobre una estera, en un rincón de la cabaña. También el Hijo del Beato había adelgazado, parecía consumido. Se le habían infectado las heridas de la cara y las manos. No obstante, el Hijo del Beato seguía sonriendo, como si todo marchara de maravilla. En cuanto a su mujer, daba vueltas por la casa como un alma en pena. No se podía acostumbrar a aquella cabaña destartalada y no podía olvidar lo que había ardido ni el día del incendio.
—Querido Hasan —comenzó el Gran Osman con un nudo en la garganta y voz trémula—, hemos venido para liberarte de la miseria de tu destino. ¡Mira la casa en que vives! Seguro que ni siquiera tienes un medio de ganarte la vida. ¿Qué has querido demostrar viniendo aquí? ¿Qué te ha hecho la gente del pueblo? Aquí os moriréis de hambre. El hombre, viva o muera, ha de estar entre sus parientes. Hemos venido a buscaros. Alquilaremos una carreta, subiremos a los tuyos en ella y nos iremos a nuestra aldea.
Hasan, con la vista fija en el suelo, no miraba al maestro Ferhat ni al Gran Osman. Permanecía impasible, sin dejar que ningún gesto traicionara sus sentimientos.
El maestro Ferhat tomó la palabra.
—Hasan, vamos a llevarte a la aldea —anunció.
Cuando Hasan levantó la cabeza su cara estaba irreconocible. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Parecía un niño desesperado.
—No puedo volver al pueblo…
—Lo harás —gritó el Gran Osman—. Aunque tengamos que azotarte como a un burro.
—Tienes que volver —dijo el maestro Ferhat, apoyando al Gran Osman.
—No puedo —repetía Hasan con las manos en el pecho como un niño indefenso.
—No tengas miedo del sargento —insistió el Gran Osman—. Alguien del pueblo le disparó y le hirió con una bala explosiva tan grande como mi dedo pulgar. Además, utilizaron una pistola que tendría más de doscientos cincuenta años. Cuando el sargento vino de noche a atacar nuestra aldea le destrozaron la rodilla y le hicieron bramar como un buey. Ahora está patas arriba, tendido en una cama del hospital de Adana, y sigue rabiando. Amigo Hasan, sólo los que tienen la rodilla destrozada por una bala gritan así. Le hemos enviado un magnífico telegrama a Mustafa Kemal bajá. Aquí está el maestro Ferhat, un buen hombre de Dios. Díselo tú, maestro Ferhat, por lo que más quieras, ¿cómo era el telegrama? ¿Qué puso el escribano Fethi bey, el de Kozan? Por tu Dios y por tu fe, dile que Fethi bey es un hombre sabio. Un hombre un tanto débil, pero escribió un telegrama capaz de ablandar el corazón más duro. Fethi bey es un hombre débil, pero ¿acaso no es de Kozan? ¿No es de la zona de los lagos, donde nunca falta el agua? Dile lo que escribió a Mustafa Kemal bajá, díselo, maestro, que lo sepa Hasan. «¿Así salvaste tú a la patria? ¿La salvaste para que policías, sargentos y señores feudales se dediquen a atacar nuestra aldea cada noche? ¿Para que destruyan nuestro honor y nuestra honra?». Fethi bey, el de Kozan, escribió que es una vergüenza que el Gobierno respalde a los agás que de este modo nos atacan y que es necesario encontrar una solución. ¡Vaya si lo escribió! ¿Y quién lo hizo? ¡Fethi bey, el de Kozan! Vuelve a la aldea, Hasan. Tú eres hijo de kurdos. Tu padre fue un hombre valiente. Además, eres un «cabeza roja». Vosotros no tenéis miedo, sois como las águilas de las altas montañas. Cantáis unas canciones emocionantes que dejan a todo el mundo con la boca abierta.
El Gran Osman siguió hablando así hasta que perdió la voz, salpicando saliva con su boca desdentada. Luego contó una vez más la historia de la montaña del Kaf, de la oscuridad, de los desesperados viajeros que se habían topado con el muro de oscuridad y de la luz que luego cayó como un rayo sobre ella.
—¿Qué dices, Hasan? —Sudaba. Se abrió la camisa y se pasó la mano por los largos pelos blancos del pecho. Sus dedos quedaron impregnados de un sudor acre—. ¿Crees que el Señor, el que sacó a José del pozo, dejará de velar por nosotros? —continuó—. ¿Eh, qué dices, Hasan?
El maestro Ferhat tomó entonces la palabra.
—El Señor, que sacó a José del pozo, nunca abandona a sus siervos en los momentos de tribulación. Si te pedimos que vuelvas a la aldea es porque sabemos una cosa. Ya has oído lo que ha contado el Gran Osman. Los viajeros se habían perdido en la montaña del Kaf, se habían topado con las tinieblas, estaban acurrucados ante aquel muro de desesperación. No sabían adonde ir. Y, en ese momento de peligro, ¿no cayó una luz sobre ese muro de oscuridad tan impenetrable que les quitaba el aliento y que no se podía cortar ni con una espada? El Gran Osman ha vivido lo suficiente para saber qué es esa luz y para creer en ella. Yo te contaré lo ocurrido a otros viajeros, Hijo del Beato. Tres viajeros que andaban por el desierto, muertos de sed. Y el sol no se ponía. Los tres caminaban con un palmo de lengua fuera. Muy cerca de donde erraban había un oasis verde, con un pozo de aguas tan frías como la nieve. Pero no lo veían. El oasis quedaba en el centro del círculo en el que, sin querer, avanzaban. Entonces divisaron un pájaro blanco en el cielo. Uno de los viajeros era un hombre sabio y con experiencia, como el Gran Osman. «Sigamos a ese pájaro», propuso. Y así lo hicieron. «El pájaro también se muere de sed. Mirad cómo bate las alas buscando agua». Siguieron al pájaro y finalmente encontraron el oasis… Bebieron y se salvaron de la muerte. El Gran Osman ha visto un pájaro blanco. ¿Qué dices, Hasan? ¿Vuelves a la aldea o no?
—Muy adecuada esa parábola del pájaro blanco —dijo el Gran Osman, complacido—. La más adecuada que se haya podido encontrar. Sí, el pájaro blanco ha alzado el vuelo. Mira, Hasan mío, Hijo del Beato, mira, mi «cabeza roja», el pájaro blanco vuela hacia la fuente de la vida. Vuelve a la aldea.
Siguieron hablando durante largo tiempo y contaron muchas más parábolas. Pero el Hijo del Beato estaba tan atemorizado que no consiguieron convencerlo de que volviera a la aldea. El Gran Osman y el maestro Ferhat se alejaron apenados de la ruinosa choza de Hasan.
En el camino cabalgaron el uno junto al otro y en silencio durante un rato. Bajaban por Anavarza en dirección a la fortaleza de Dumlu.
—No vendrán —se lamentó el maestro Ferhat—. No vendrán. Temen por sus vidas. No esperes nada bueno de quien tiene el miedo metido bajo la piel, Osman agá…
A lo largo de todo el camino sólo habló el maestro Ferhat; el Gran Osman permaneció en silencio. Pasaron la noche en la aldea de Hachar, el maestro Ferhat habló sin cesar mientras el Gran Osman callaba. Al amanecer salieron en dirección a la fortaleza de Dumlu.
—¿Te ocurre algo? —preguntó el maestro Ferhat en cuanto dejaron Hacılar—. ¿Por qué estás tan callado, Osman agá?
—Callo y pienso. ¿Cómo has sabido que el pájaro blanco está en mi casa?
—Eres tú quien lo ha dicho, Osman agá.
—¿Dónde lo has visto?
—No lo he visto, Osman agá. Pero tú tienes una esperanza y yo confío en ti. O sea, que sabes algo.
—Sí, maestro, tengo una buena razón para conservar la esperanza.
Se moría de impaciencia, el corazón le latía desbocado y se agitaba sin cesar sobre la silla. ¡Ojalá pudiera decirlo! Su cara se arrugaba, se iluminaba de entusiasmo, se entristecía.
—Un pájaro blanco que… —empezó finalmente—. ¡Qué pájaro blanco, maestro Ferhat! Es digno de ver. Un pájaro blanco que… ¡Ah, maestro Ferhat! ¡Es más bien un halcón blanco, maestro Ferhat!
Enseguida se arrepintió. Si el maestro Ferhat pensaba en un halcón blanco, no le costaría deducir quién era el pájaro.
—Es digno de ver —repitió el maestro Ferhat, absorto.
Al día siguiente llegaron a Sarıçam. Los aldeanos se habían instalado en una antigua cantera, tierra estéril y pedregosa, y habían construido algunas chozas destartaladas y varios edificios de adobe. Algunos vivían en viejas tiendas de piel, otros, en tiendas de fieltro hechas con retales. Iban vestidos con andrajos y parecían muy delgados; se habían quedado en la piel y los huesos. Casi todos los niños padecían la malaria. A pesar de sus penalidades dispensaron una excelente acogida a los viajeros.
Al Gran Osman le impresionó ver a sus antiguos vecinos en aquellas condiciones y no pudo contener las lágrimas. También al maestro Ferhat le afectó. En cuanto el anciano se calmó un poco, abordó directamente el asunto que los había llevado allí:
—He venido porque oí hablar de vuestra terrible situación y me dolió tremendamente. Pedí al maestro Ferhat que me acompañara y, junto a este buen hombre de Dios, he venido a buscaros para que vengáis a nuestro pueblo.
Durante un rato todos guardaron silencio.
—¿Cómo vamos a volver si nos han quemado las casas, arrebatado nuestras tierras, secuestrado a nuestras hijas, sacrificado nuestros animales, asesinado a nuestra gente…? —respondió finalmente Abdurrahman—. ¿Queda en la aldea alguna posibilidad de vivir para que tú vengas a llevarnos de vuelta, Gran Osman? ¿Ha muerto Ali Safa, o es que ahora nos considera hermanos suyos? ¿Está el Gobierno de nuestra parte, o ha vuelto a aparecer Memed el Flaco? ¿Qué ha cambiado para que puedas llevarnos de regreso a la aldea?
Cuando el Gran Osman oyó el nombre de Memed el Flaco se alegró y volvió a guardar esperanzas, pero ¡ay! No podía hablar… En ese momento su mirada se cruzó con la del maestro Ferhat y los dos se entendieron sin necesidad de pronunciar palabra alguna. El Gran Osman volvió a debatirse entre la duda. ¿Y si se lo contaba?
Tomó la palabra y habló largo rato. Suplicó, amenazó, gruñó, aconsejó, halagó, contó lo de la luz que atravesó el muro de oscuridad, todo lo dijo varias veces del derecho y del revés, y recurrió a la maravillosa historia del pájaro blanco. Inventó otras parábolas y también las expuso.
Después tomó la palabra el maestro Ferhat. Les contó que el sargento había sido herido en la aldea y que ya no volvería a la comisaría. Les narró muchas otras parábolas. La voz del maestro Ferhat, acostumbrada a recitar el Corán, resultaba conmovedora. Los ojos de los que le escuchaban se llenaban de lágrimas. Con su bella voz, el maestro desgranaba en árabe azoras del Corán y luego las explicaba. Todos los versículos apoyaban la idea de que los campesinos debían volver a sus tierras.
Siguieron insistiendo hasta la tarde, pero no pudieron convencer a los campesinos de que regresaran a Vayvay. Al anochecer el Gran Osman se puso en pie de un salto y rechazó la comida que les ofrecían.
—¡Maldita sea la gente como vosotros! —gritó, pálido de ira y temblando de rabia. El maestro Ferhat intentó tranquilizarlo, pues temía que sufriera un ataque. Después de calmarlo un poco le hizo subir al caballo y él también montó. Condujo su caballo hacia los aldeanos, sorprendidos ante tamaño arrebato.
—Ya ha caído sobre vosotros la maldición de Dios —anunció, subrayando las palabras con su voz profunda, plena y tranquila—. Yo os digo que también caerá sobre vosotros su castigo. Quedaos en esta cantera donde no crecen ni las malas hierbas hasta que os pudráis. Vosotros habéis causado la ruina de Vayvay.
Los aldeanos no sabían qué decir, ni siquiera eran capaces de moverse. Así se quedaron hasta la noche.
Aún no había salido la luna; el maestro Ferhat y el Gran Osman cabalgaron juntos hasta medianoche, rodeados de oscuridad y en silencio.
El Gran Osman se preguntaba si el maestro Ferhat sabía algo sobre Memed el Flaco. A veces se extrañaba de que conservara tan firme la esperanza si no sabía nada; poco después se convencía de lo contrario: «¡Qué va a saber el maestro Ferhat! Lo que ocurre es que es un hombre valiente». Luego se decía: «Si se lo contara, si el maestro Ferhat viera a Memed, si hablara con él…». Pero qué necesidad había… Renovaba su confianza pensando que el maestro Ferhat era incapaz de cometer una traición, pero luego abandonaba la idea porque la gente se cría con mala leche y no hay que confiar en nadie. El nombre de Memed el Flaco le asomaba a la punta de la lengua, pero de inmediato retrocedía.
Por fin no pudo resistirlo más.
—Memed el Flaco… —dijo, y se interrumpió.
—¿Qué pasa con Memed el Flaco? —preguntó rápidamente el maestro Ferhat.
—Maestro Ferhat… —susurró el Gran Osman tras un momento de duda, y volvió a guardar silencio—. Maestro Ferhat… —repitió poco después. ¿De dónde había salido este maestro Ferhat? ¿Quién era, qué era de quién? Se había casado en Vayvay con la hija de unos de sus parientes, pero ¿quién era? ¿Podía confiar en él? ¿Puede confiar la mano izquierda en la derecha?
—¡Maestro Ferhat!
—Dime, Osman agá.
—Maestro Ferhat, si ahora Memed el Flaco viviera…
—¿Quieres decir que Memed el Flaco ha muerto, Osman agá?
—Es una suposición. Si Memed el Flaco estuviera como antes en las montañas, ¿crees que vendría en nuestra ayuda?
—Él es un buen siervo de Dios, valiente y noble. Vendría —contestó el maestro con gran fe.
—Ojalá estuviera ahora en las montañas; ojalá estuviera con nosotros, sería una luz como aquella que cayó sobre la oscuridad, ¿verdad, maestro Ferhat?
—Sí, lo sería.
—¿Y el pájaro blanco?
—Hombres así siempre son pájaros blancos. Su función es ser siempre pájaros blancos. Como cuando mató al Hojalatero y le aguó la fiesta a Ali Safa, ¿verdad?
—Ojalá apareciera de nuevo. Ojalá apareciera y le diera una buena a Ali Safa. Que Ali Safa no pudiera volver a tenerse en pie.