17

Aunque volvían con las manos vacías, el Gran Osman estaba contento. Avanzaban por una torrentera. El caballo del Gran Osman iba delante, seguido por el del maestro Ferhat, quien, a juzgar por la expresión de su rostro, estaba sumido en profundos pensamientos. Su barba negra adquiría reflejos verdosos a la luz del sol. Con los ojos casi cerrados, parecía dormitar. Trepaban por la torrentera. Pequeñas moscas negras acudían a las orejas y los ojos de los caballos.

Todo tipo de avispas y abejas, avispones, abejorros y tábanos pululaban en enjambres sobre las flores de los narcisos, de la menta, de las zarzas, de los rosales silvestres y los brezos que crecían en las orillas del pantano, tan altos que alcanzaban el vientre de los caballos. Sus zumbidos se convertían en un susurro sordo que llegaba en oleadas desde el inmenso pantano de Akçasaz. Culebras grisáceas se deslizaban fuera de la torrentera huyendo de los cascos de los caballos. Frías ranas verdes respiraban en las ramas al calor del sol, hinchando y deshinchando sus cuellos como fuelles. A cada paso de los caballos brincaban multitud de saltamontes, como la explosión de las rosetas de maíz.

—¡Ay, señor! —dijo el Gran Osman—. ¡Ay, señor! Pues sí que tienen miedo los tipos esos, qué acobardados están. ¡Ay, señor!

De lo lejos, de algún punto de los riscos de Anavarza, les llegaba el canto de un francolín. El pájaro cantaba, cantaba, luego guardaba silencio un rato y después reemprendía su canto.

Una nube blanca pasaba solitaria, como humo, sobre la llanura de Anavarza, proyectando su sombra sobre las aguas hirvientes de Akçasaz, sobre juncos que estallaban de puro verde, sobre miles de patos silvestres diseminados sobre las aguas, sobre los campos de trigo, sobre las manchas de espesura, sobre las llanuras cubiertas de tulipanes abiertos por completo, desde el río Sülemiş hasta el río Ceyhan, desde el río Ceyhan hasta las laderas estériles de Bozkuyu y de allí a Öksüzlü.

Una brisa suave jugueteaba con la barba del Gran Osman.

—¡Ay, señor! Pero qué miedo tienen, los desgraciados. No cuentan ni con un pedazo de pan que llevarse a la boca, se arrastran como gusanos, han sido desterrados, pero ni se les pasa por la cabeza dar la vuelta y regresar a casa. ¡Serán cobardes! Así se pudran. ¡No hace falta que le hagas nada a un hombre! Métele el miedo en el cuerpo una vez y será tu esclavo hasta que se muera, hasta el fin de sus días. Un hombre asustado ya no es un hombre. ¿Verdad, maestro Ferhat?

El maestro Ferhat no contestó. Seguramente no le había escuchado.

—Un hombre asustado ya no es tal hombre. El hombre asustado es una criatura diferente, no es persona. Ya no sirve para nada. ¿Verdad, maestro Ferhat?

Tampoco entonces contestó el maestro. El Gran Osman se volvió hacia él y repitió:

—¿Qué opinas tú, maestro Ferhat? ¿Crees que el cobarde sigue siendo un hombre? ¿No es el hombre amedrentado, asustado, una criatura distinta de las personas, Ferhat?

Esta vez el Gran Osman pronunció el nombre de Ferhat a pleno pulmón. El maestro levantó la cabeza.

—El hombre acobardado es una criatura distinta de las personas —respondió con voz plena, lenta y convincente, haciendo hincapié en las palabras.

El Gran Osman quedó complacido.

—Pero también los hay que no se dejan intimidar. Por mucho que les hagan, no hay quien los asuste. ¿Verdad, maestro?

—Tienes razón.

—Un hombre bajito, casi tan menudo como un niño de doce años… Mataron a su madre, pero él no se acobardó. Mataron a su amada, a la que más quería, pero tampoco se inmutó. Se le echaron encima el Gobierno, los campesinos, su agá, le dispararon una lluvia de balas y tampoco le importó. Las montañas no lo quieren, las noches, los escondrijos, las cuevas, la gente, no lo quieren, pero sigue sin importarle. No le importa, maestro Ferhat, no le importa. No se convierte en un perro, como nosotros. Se levanta como un gigante ante la injusticia de mil años, de dos, de tres, diez, cien mil años.

—Derriba a la injusticia más absoluta, ¿no, Gran Osman?

—Le raja la barriga a la injusticia y la derriba, maestro. Y luego va y se mete en casa de un pobre hombre de casi ochenta y dos años, de un viejo más viejo que Matusalén. Un muchachito, un niño que va a refugiarse a casa de un viejo. Un muchachito que sabe que el viejo lo protegerá a cualquier precio.

Mientras hablaba de esta manera, el Gran Osman se volvía continuamente para observar la cara al maestro Ferhat por si había algún cambio en su expresión. Pero el maestro permanecía impasible, en su rostro no aparecía el menor gesto, como si no entendiera nada.

«Vaya —pensaba el Gran Osman—. ¿De qué otra manera puedo decir que Memed el Flaco ha venido a nuestra casa? Este Ferhat es un hombre perspicaz. Siempre entiende las cosas a la primera insinuación. Entonces, ¿por qué no comprende una cosa tan claramente dicha? ¿No es Memed el Flaco el hombre valiente, menudo como un niño de doce años? ¿No es Memed el Flaco el bravo de corazón puro al que mataron a su madre y a su amada y al que no quieren las montañas, las noches ni la gente? ¿No es Memed el Flaco la causa de mi alegría, de que disparara al sargento, de mi valor, de mi cambio? ¡Qué gente tan torpe! Nadie entiende nada. Si no fueran tan estúpidos el mundo sería distinto».

—Mírame, maestro Ferhat. Por el amor de Dios, ¿has entendido algo de lo que te he dicho?

Mientras subían por la torrentera, el maestro Ferhat llevó su caballo hasta la altura del de Osman. Comenzaron a cabalgar lado a lado.

—Algo he entendido, Osman agá —respondió—. Guardas un secreto que no puedes revelar e intentas explicarlo dando rodeos. Ya me he dado cuenta.

—Y la luz que cae sobre la oscuridad. Y el pozo del desierto. Y la esperanza… Y… Verás cuando lleguemos a casa. Te volverás loco de alegría cuando lo veas. Verás que Elías, la paz sea con él, ha venido a nuestra casa. Sigue cabalgando.

El maestro Ferhat estaba sobre ascuas, se moría por saber lo que el Gran Osman quería pero no podía revelar, lo de la luz y Elías. Pero también sabía que si se presiona a una persona tan reacia a contar algo como el Gran Osman, al final acaba por encerrarse en sí misma. En situaciones así es mejor no insistir y dejar que sean ellas mismas las que descubran lo que ocultan.

—¡Cabalga, maestro Ferhat, aprisa! —dijo, al tiempo que espoleaba su propio caballo.

Casi no podía respirar por la excitación. Lanzó su caballo al galope y el maestro Ferhat lo imitó. Cabalgaban juntos.

—En casa verás a un muchacho que ha sufrido mucho. En casa verás un halcón que es la mayor belleza de Çukurova. Verás un león de corazón puro, un valiente, un hombre de verdad. Un hombre que es un amigo… más que eso, un hermano. Se parece al águila cazadora que vive en los riscos, maestro… Un hombre tan suave como el algodón. Sin embargo, hasta İsmet bajá, el comandante de nuestros ejércitos, İsmet el Feroz, se asustaría de él. İsmet el Feroz es un hombre valiente, nada lo asusta. Incluso Mustafa Kemal le pide consejo. La cabeza del ejército es İsmet, la espada, Mustafa Kemal. ¿Comprendes ya, maestro, quién está en nuestra casa?

—No lo comprendo, pero siento mucha curiosidad, Osman agá…

—¿Qué has dicho? ¿Qué has dicho?

—Siento mucha curiosidad, mucha. Siento mucha curiosidad por ver a ese hombre. Estoy loco de curiosidad.

—¿Loco? ¿De curiosidad? ¿De verdad?

—De curiosidad, Osman agá, de curiosidad —gritó el maestro.

—Entonces cabalga, fustiga el caballo para ver lo antes posible a mi halcón.

El maestro Ferhat fustigó su caballo. Cabalgaron juntos al galope hasta que llegaron a la aldea.

El primero en desmontar en el patio fue el Gran Osman. En cuanto puso los pies en el suelo, las piernas no lo sostuvieron y se desplomó. Estaba mareado pero se recuperó enseguida y se levantó.

—Madre Kamer, madre Kamer, somos nosotros —llamó. De la casa no llegó respuesta—. Madre Kamer, madre Kamer, bendita seas, hemos llegado el maestro Ferhat y yo.

El maestro también desmontó y ató el caballo a un arbusto que había algo más allá.

El Gran Osman avanzó hasta la puerta, que no estaba cerrada con llave, y entró.

—¡Madre Kamer, madre Kamer! ¿Dónde estás?

No llegaba respuesta de ninguna parte. Corrió hasta el lugar de Memed, hasta el armario, y dijo en voz baja:

—Memed mío, mi halcón, ¿dónde estás tú? Responde. —Se detuvo a escuchar, pero no oyó sonido alguno. Abrió la puerta del armario y palpó con las manos la cama de Memed: no halló a nadie. Supuso que habrían ido al establo y corrió hasta allí—. Memed mío, mi halcón, respóndeme. He venido con el maestro Ferhat, no es ningún extraño.

Prestó atención, pero no se oía el menor ruido.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?

El Gran Osman comenzó a dar vueltas. En ese momento entró el maestro y no supo explicarse el estado en que se encontraba el anciano. Cogió al Gran Osman del brazo, que seguía dando vueltas, y lo acompañó a la casa.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó.

El Gran Osman estaba tan compungido que no pudo responder. En un momento se había quedado bañado en sudor. El maestro Ferhat lo sentó en el diván del rincón, le trajo un cuenco de agua del barril e intentó que tomara un poco. Le temblaban tanto la barbilla y las manos que al beber derramó el agua por todas partes.

En ese momento entró la madre Kamer con expresión preocupada y afligida.

—Dime, rápido, ¿qué le ha pasado? —gimió el Gran Osman—. ¿Qué le ha pasado?

—No le ha pasado nada —respondió con una voz tan triste que parecía un lamento de plañidera.

—¿Dónde está? —exigió el Gran Osman, algo más tranquilo—. ¿Dónde está ahora?

La madre Kamer miró al maestro Ferhat, luego a su marido, y guardó silencio.

—Dime —insistió el Gran Osman—, el maestro Ferhat sabe que alguien ha desaparecido pero no sabe quién es ni a qué se dedica.

—Le entró nostalgia por su aldea. Se ha ido a su pueblo. Le rogué, le supliqué. «Espera a que regrese tu tío Osman», le pedí, pero no me hizo caso. Sólo decía: «Quiero volver a la aldea». A medianoche se vistió, recogió su equipo y sus cosas y se fue. Te envía muchos recuerdos. «Le beso las manos», dijo mientras se iba. «Volveré a verlo en este mundo. A lo mejor regreso dentro de un par de días».

—No volverá, no volverá —gimió el Gran Osman—. Se ha ido y me ha roto el corazón y las alas…

Cogió al maestro Ferhat de la mano.

—Me habría gustado que vieras a mi halcón. Pero el destino no lo ha querido.

Guardó silencio y al poco se quedó dormido.