48

—Madre, madre —gemía Seyran—. Madre Kamer, ¿qué me pasa? Estoy ardiendo, me da vueltas la cabeza, las piernas no me sostienen. Tengo miedo, madre.

La madre Kamer sonrió comprensiva, pero una pena ensombreció su rostro. «¡Ah, la criatura más bella del mundo! No puedes conseguir lo que tanto deseas. De nuevo te has lanzado por un camino de espinas. No me extraña que tengas miedo. Ése que llaman Memed el Flaco es un bandolero, un hombre que hoy está aquí y mañana desaparece. Volverá a consumirse tu corazón, bella entre las bellas», pensaba. Sin embargo, no se atrevía a decírselo a Seyran. Después de Aziz, Memed… «La belleza nunca trae suerte, sino desdicha. Durante años no ha habido hombre en la aldea que no estuviera enamorado de Seyran, pero ella no hacía caso a ninguno y decía que nadie podría ocupar el lugar de Aziz… Y al final se enamora de Memed. Un amor así, sin esperanzas, es lo peor. Y el muchacho, Memed, ni siquiera se fija en ella. La chica lleva días consumiéndose, haga lo que haga siempre se las ingenia para verlo, para oír su voz, y a la menor oportunidad se queda sentada toda la noche contemplando su rostro. ¿Es que los hombres no pueden entenderlo? ¿Ni siquiera uno tan listo como Memed? O quizá se ha dado cuenta, sabe que ese amor no tendría un final feliz y aparenta indiferencia para no entristecerla aún más».

—No te preocupes, niña mía. Cualquier hombre que vea tu cara se prendará de ti, por fuerza. ¿No sabes que todos los del pueblo están enamorados de ti? ¿Queda algún hombre, joven o viejo, sano o enfermo, que no esté loco por ti? Hasta los pájaros del cielo, las hormigas y las serpientes de la tierra te adoran. Este Memed ha sufrido tanto que el pobre está desquiciado.

—Si es que ni me mira, madre, ni me mira a la cara —se lamentaba—. Ni siquiera se ha dado cuenta de que existo. Le da igual. Y cuando me mira siempre es para preguntarme: «Abdi se fue, llegó Hamza, ¿es que esto no tiene fin?». No piensa en otra cosa, no se lo quita de la cabeza. A lo mejor sigue pensando en Hatçe. ¿Era ella más hermosa que yo?

Daba vueltas sin cesar por la aldea y sólo cuando salía del pueblo para mirar en dirección al melonar, conseguía calmarse un poco. Se sentía dominada por sentimientos disparatados: «Si se diera cuenta y me rechazara, sería capaz de quitarme la vida». No podía olvidar ni por un momento su rostro y su cuerpo de adolescente.

Cuando la asaltaba el deseo de verlo, no podía estarse quieta e iba a la casa de la madre Kamer.

—Madre, me muero. Madre, tengo que llevarle algo —le imploraba.

—Loca —reía la madre Kamer—. Si no has dejado nada en la casa a fuerza de llevar cosas al melonar…

A pesar de ello, Seyran siempre encontraba algo.

—Niña loca, bella entre las bellas, desdichada mía, mi huérfana, mi desesperada, ¿cómo acabará todo esto?

Seyran no pensaba en cómo acabaría, sino sólo en Memed. Que no le ocurriera nada, que no le hicieran ni un rasguño porque Seyran se moriría. Se moriría de amor y de pena, de miedo de lo que pudiera ocurrirle…

Una mañana Seyran volvió a casa de la madre Kamer. No había pegado ojo en toda la noche.

—Madre, no puedo estarme quieta. Madre, dame algo para que yo se lo lleve.

Buscaron, pensaron, revolvieron, pero no encontraron nada. Ya habían llevado a la huerta de todo lo que había en la aldea y de lo que pudieran encontrar en la casa. Leche, mantequilla, miel, calcetines, camisas, rosarios… Seyran sólo podía ir al melonar amparándose en la excusa de llevar algo para Halil y Memed.

—En esta ocasión ve sin llevar nada. Será mejor. Si vas varios días sin llevar nada, empezará a fijarse y a preguntarse por qué lo haces.

Pero Seyran se veía incapaz. Ir a la huerta con las manos vacías, sin ninguna excusa, sería para ella algo parecido a la muerte. Sólo de pensarlo ya se sentía humillada. Habría sido como mostrarse desnuda ante Memed.

Continuaron buscando por la casa, revolviendo, pensando, pero no encontraron nada.

—¡Ya está! —gritó por fin la madre Kamer. Fue hasta el arcón de nogal, lo abrió a toda prisa, rebuscó en su interior y enseguida dio con lo que buscaba: una boquilla de ámbar amarillo—. Toma, con esto basta por hoy. Mañana Dios proveerá, ya encontraremos alguna otra cosa. Esta boquilla se la regaló Kerimoğlu, el agá nómada, a tu tío Osman cuando nos casamos.

Seyran abrazó a la madre Kamer y la besó.

—Muchísimas gracias, madre Kamer, madre bondadosa, corazón de oro. —De repente, antes de haber acabado, su cara se entristeció—. Pero si él no fuma —objetó, devolviéndole la boquilla.

—¡No seas tonta!, ¿qué sabemos nosotras si fuma o no? Llévasela igualmente.

Seyran asintió y enseguida se puso en camino. Avanzaba rápidamente, casi corriendo, en medio del calor y el polvo, sudorosa, jadeante, decidida a llegar lo antes posible a la huerta.

El segundo día Seyran y Kamer asaron un pollo. El tercero Seyran llevó nata.

Luego Seyran comenzó a sentir vergüenza de acudir a la madre Kamer. En cuanto llegaba la noche, Seyran salía sigilosamente de su casa, sin que nadie la viera, llegaba al melonar, fijaba la mirada en la choza donde dormía Memed y allí esperaba hasta que despuntaba el día.

Nubes de mosquitos la acosaban y a Seyran se le cansaban los brazos de tanto espantarlos. Los aguijones de los insectos llegaban a atravesar sus vestidos.

Una noche Seyran hizo acopio de todo su valor, se arrastró hasta la choza y, durante toda la noche, estuvo escuchando la respiración de Memed.

Un hombre armado andaba por los alrededores de la huerta hasta el amanecer. Era un hombre de baja estatura, de andar silencioso. De vez en cuando se acercaba a la choza, escuchaba y luego se alejaba rápidamente en dirección a Narlıkışla. Seyran no se atrevía a contárselo a Memed. Además, gracias a ese hombre armado, se podía considerar la protectora de Memed. «Que duerma mi héroe, mi león, que yo velaré por él».

Una noche el hombre armado llegó, se detuvo en la orilla del Savrun, justo delante de la choza, y se sentó en el terraplén extendiendo las piernas. Seyran apenas lo distinguía en la oscuridad. Se puso en pie y caminó hacia el desconocido, quien se incorporó de un salto, se dio la vuelta y se dispuso a huir.

—Quieto —le dijo Seyran—. ¿Quién eres?

Al oír la voz femenina, el hombre se detuvo y esperó. Seyran cruzó el arroyo, se acercó a la sombra y le preguntó con firmeza:

—¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí cada noche?

—Soy Adem. El jefe de cuadras de Ali Safa bey… Se nos escapó un caballo y el bey me pidió que… El bey me dijo que no volviera sin haberlo atrapado. No sé cuántos meses han pasado desde entonces.

Se acercó un poco a Seyran.

—Hermana, ¿sabes?, ese caballo no es un caballo… ¡Ah, no, ni mucho menos! Ese caballo es un genio, un espíritu, un hada, un ser invisible… Puedes tenerlo justo delante, y cuando vuelves a mirar ya ha desaparecido.

Seyran intentó disimular su sorpresa.

—¿Pero no te habían matado? Han metido en la cárcel al Hijo del Beato porque decían que te había matado.

—No sé. Yo no sé nada de eso. Ese caballo es un espíritu, un genio…

Se dio la vuelta y echó a correr a toda velocidad hacia la torrentera. A Memed le habían despertado sus voces y saltó de la choza.

—¿Quién va? —gritó.

Seyran se arrojó al suelo, temblando. Al oír la voz de Memed perdió el control de sus miembros.

Memed y Halil registraron la huerta de arriba abajo, llamando a gritos, pero no encontraron a nadie.

Seyran no pudo levantarse de donde estaba hasta que clarearon las cumbres de las montañas y apareció el lucero del alba. Se quedó allí, trémula, sin poder mover los brazos ni las piernas. La cálida tierra abrasó aún más su cuerpo ardiente y lleno de deseo.