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Memed llevaba poco rato dormido cuando le despertó el ruido de un relincho que hizo temblar cielo y tierra, seguido de tres disparos. El animal continuó relinchando sin parar, como lo haría una bestia enloquecida por el miedo. Memed bajó de la choza a toda prisa, sin vestirse siquiera, cogió el fusil, llegó hasta la orilla del Savrun, cruzó la corriente y se ocultó tras un terraplén. Halil lo siguió en ropa interior. Al verlo así, Memed se enfadó.

—Ven aquí —lo llamó.

Halil se acercó y se agachó a su lado. A lo lejos sonaron otros dos disparos y el relincho se hizo más frenético, más enloquecido, despertando ecos en la noche.

Memed apuntó a los fogonazos y lanzó cinco descargas. Le resultaba extraño disparar en plena noche al resplandor de un fusil desconocido.

Poco después vieron la esbelta figura del caballo, que pasó galopando muy cerca del ellos. Memed y Halil esperaron un rato. Aunque habían perdido de vista su sombra, aún seguían oyendo el rumor de los cascos a lo lejos. Escucharon aquel retumbar hasta que finalmente se hizo inaudible.

Pegaron la oreja al suelo. ¿Qué significaban aquellos disparos? ¿Acaso la policía había encontrado el lugar donde se ocultaba Memed? ¿Quién la habría avisado? Sólo la madre Kamer, el Gran Osman, el maestro Ferhat y Seyran conocían aquel lugar. Y Seyfali, el del largo cuello… Ninguno de ellos habría revelado el lugar a la policía ni bajo las peores amenazas. Aunque quizás hubieran torturado al maestro Ferhat en la cárcel.

¿Y Halil? Memed se volvió y miró al rostro del Barbilampiño largo rato a la luz de la luna. ¿Lo habría delatado Halil?

—¿Quién crees que puede haber revelado nuestro escondite, Halil?

—No lo sé. Sólo lo conocen unos pocos, y éstos no hablarían aunque los cortaran en pedacitos.

—¿Y Seyfali?

—No hagas caso de su cuello de ganso… Seyfali es un hombre muy valiente.

—Si nos rodean aquí no tendremos escapatoria, Halil. Esto no es como las montañas. Allí uno puede esconderse detrás de cada roca, de cada matorral. En cambio aquí estás al descubierto, es demasiado llano. Vamos, levántate, entremos en Akçasaz. O, si lo prefieres, espera aquí.

—Te acompaño. ¡Ojalá tuviera un arma!

—Coge mi pistola de debajo de la choza y vuelve.

Halil salió corriendo y volvió al momento, empuñando la pistola.

—Mira —le señaló Memed, inclinándose—. Mira allí… Se acerca una sombra.

—Lleva un fusil, pero no es un policía.

El hombre ya estaba llegando.

—Yo me meteré entre estas cañas y tú sal a su encuentro. ¿Quién podrá ser?

Cruzó el Savrun, se internó en el cañaveral y se sentó a esperar.

De repente, volvió a oírse desde más abajo el estruendo de los cascos del caballo. Al oírlo el desconocido se detuvo un momento y luego se tumbó tras un montículo. Se oyó el chasquido del cerrojo de un fusil.

El ruido de los cascos del caballo se iba acercando. Desde detrás del montículo estallaron tres fogonazos seguidos y el zumbido de las balas desgarró la noche. El caballo relinchó con todas sus fuerzas y poco después el sonido de los cascos se acalló.

El hombre estaba a unos doscientos pasos de Halil. Este vio cómo se incorporaba y, casi sin darse cuenta, se levantó él también. El desconocido lo vio, avanzó varios pasos en su dirección, luego se detuvo por alguna extraña razón, se dio la vuelta y echó a correr por donde había venido.

—¡Agá, Memed agá! —gritó Halil—. Se escapa, ¿qué hago?

Memed salió del cañaveral y se acercó corriendo a Halil. La sombra había desaparecido en la torrentera.

La luna descendía sobre los riscos de Anavarza, que bajo aquella luminosidad parecían un enorme y brillante barco plateado con las velas desplegadas. Daban la sensación de avanzar lentamente entre la bruma mientras que el pantano de Akçasaz, con sus matorrales, sus juncos y cañas, parecía un mar negrísimo, brumoso y rizado.

Faltaba poco para que se pusiera la luna. Sólo restaría entonces una sombra imprecisa que flotaría en medio de la noche.

—No hagas nada. ¿Has visto a qué disparaba? —preguntó Memed.

—Sí, se volvió hacia donde sonaban los cascos del caballo y disparó.

—¿Llevaba jinete el caballo? ¿No será el nuestro?

—Es el nuestro —afirmó Halil sin la menor sombra de duda.

Volvía a hacer un calor sofocante. De vez en cuando se oía el extraño canto de un pájaro de voz tan siniestra que ponía los pelos de punta. En la noche resonaban el zumbido de los insectos y el silbido de los mosquitos que se apiñaban en nubes sobre Memed y Halil.

—Estoy desconcertado —dijo Memed—. Çukurova es un lugar extraño. En la oscuridad de la noche aparece un tipo en la llanura y dispara sobre un caballo. Es absurdo. Además, ni siquiera le acierta, ¿qué está pasando?

—Es nuestro caballo —repitió Halil.

Regresaron charlando a la cabaña y se metieron en su refugio contra los mosquitos. La luna ya se había puesto. Las estrellas se multiplicaron y brillaron con más intensidad sobre el firmamento nocturno. El cielo estaba adornado por tantas estrellas que no cabía un alfiler. Ninguna era una estrella fugaz; era una noche tranquila, sin viento, limpia.

Hasta sus oídos llegaba el suave rumor del Savrun.

De pronto volvieron a oír los cascos del caballo. Debía de estar muy lejos, pero se iba acercando poco a poco.

Memed salió del refugio y de la choza.

—Hermano Halil, siento mucha curiosidad. ¿Crees que alguien está montando nuestro caballo?

—Voy contigo —replicó Halil, y salió de un salto de la cabaña. Llegaron al lugar donde se habían escondido antes y se ocultaron tras el terraplén.

El sonido de los cascos se acercaba en la noche, aumentaba de volumen. Cuando el caballo pasó justo por delante de ellos, los vio y se encabritó, asustado. La sombra del caballo se alargó varias veces hacia el cielo y luego desapareció. A lo lejos resonaban sus cascos.

—Es el nuestro —dijo Memed.

—El nuestro.

—Alguien quiere matarlo.

—Ali Safa bey.

—Es posible.

Volvieron a la choza. Durante toda la noche, hasta el amanecer, oyeron el sonido de los cascos, unas veces débiles y lejanos, otras próximos y cercanos.

Salió el lucero del alba y comenzó a refrescar. El lucero era muy brillante, cuatro o cinco veces más grande que cualquier estrella. A veces brillaba como un sol y otras su luz perdía intensidad. Su fulgor era a veces amarillísimo y otras blanco. Titilaba, crecía, parpadeaba o emitía un resplandor gélido.

Salieron de la choza, llegaron hasta los sauces y se escondieron en un cañaveral que había allí. El caballo avanzó lentamente a largos pasos, como de puntillas, y finalmente se situó en su lugar de siempre.

Poco a poco, a medida que llegaba la mañana, se fue perfilando la silueta del caballo. Había sudado y le quedaban restos de espuma en el cuello y en el lomo. El caballo zaino, oscurecido por la humedad, brillaba a las primeras luces del día. Agotado, dejó caer la cabeza como si quisiera dormir.

—¿Me acerco a él? —preguntó Halil—. Quizá venga. Los animales no me tienen miedo, ni siquiera los más salvajes. Incluso los chacales y los zorros permiten que me acerque a ellos.

Memed guardó silencio.

Halil se puso en pie, se quitó los zapatos y comenzó a avanzar hacia el caballo con suma cautela. Mientras se acercaba, iba haciendo ruiditos tranquilizadores. El caballo no cambió de postura. Las esperanzas de Halil aumentaron a medida que se iba aproximando. Memed seguía los acontecimientos con ojos atentos. Halil se fue acercando, hasta que sólo le separaron tres pasos del semental. Justo en el momento en que iba a saltar para agarrarlo, el caballo enderezó las orejas, se volvió hacia Halil, lo observó con una mirada casi humana, alzó la cabeza y retrocedió bruscamente. Memed vio que de un salto prodigioso huía del melonar y desaparecía. Sobre la huerta sólo quedó una larga sombra oscura que durante un rato osciló ante los ojos de Memed y Halil.