7

El rocío caía sobre los aldeanos cabizbajos sentados frente a las ruinas calcinadas de la casa del Hijo del Beato. Estaban ateridos y entumecidos. Nadie hacía el menor movimiento. Parecían congelados, esculpidos en hielo.

Despuntó la mañana de un día brillante y alegre. Todos los pájaros de la llanura se pusieron a cantar a la vez. Las abejas comenzaron a zumbar, a revolotear con sus alas relucientes. De las casas más alejadas de la aldea llegaron los gimoteos de algunos bebés. Al oírlo los niños pequeños de la multitud se unieron a su llanto. En ese preciso instante se vieron las alargadas sombras de dos policías proyectándose entre las columnas de humo que surgían de donde había estado la casa. Se acercaron y saludaron a los silenciosos aldeanos.

—Nuestro sargento quiere ver a Hasan el Hijo del Beato. Ahora mismo.

El delgado Seyfali, de cara consumida y siempre lloroso, se puso en pie, erguido al máximo.

—La casa del pobre hombre ha ardido. Todavía echa humo. Ya sólo quedan las cenizas. —Inclinó la cabeza como una joven recién casada—. ¿Es justo? ¿Hay derecho? ¡Mirad eso, hermanos, miradlo! También se han quemado sus animales. Incluso le han disparado al pobre hombre. Se quemaban sus hijos, su mujer, su caballo, ese bello semental árabe. Que vaya y le cuente al sargento lo que le ha ocurrido. Quizás el sargento encuentre alguna solución. Se le han quemado la harina, el trigo cocido, la manteca. Y sus gallinas y sus camas. Mirad, todavía sale humo. Que le pregunte el sargento quién ordenó quemar su casa. Aquí nadie lo sabe. Coged al Hijo del Beato y lleváoslo. Me alegro de que hayáis venido. El semental árabe se quemaba vivo y el Hijo del Beato se lanzó al fuego y lo salvó. El caballo salió huyendo. Se escapó…

El Hijo del Beato se recuperó de su inmovilidad y se levantó. De su espalda salía un ligero vapor. Caminó directamente hacia los policías. Uno de ellos sacó unas esposas de su mochila y se las puso.

—¿A qué viene eso? —preguntó Seyfali.

—Tú no te metas en esto, alcalde —le contestó con rudeza el policía.

—Puedo acompañaros, ¿no?

—No —gritó el agente—. No vamos a una fiesta.

Echaron a andar con el Hijo del Beato delante de ellos. Salieron al camino de tierra cruzando por los campos que comenzaban a verdear.

Al sol de la mañana, que ya calentaba bastante, se elevaba un vapor amargo y acre que recordaba el sudor. Se quedaron observando al Hijo del Beato hasta que desapareció de la vista. Sin hablar.

El sargento recibió al Hijo del Beato de un humor de perros. Su boca espumeaba y gritaba a pleno pulmón:

—¡No tenéis respeto ni agradecimiento! ¡No sabéis lo que es la humanidad ni la hermandad! ¡No distinguís a mayores ni a pequeños! ¡No reconocéis agás ni beys! ¡No reconocéis Dios ni Profeta! ¡Os traen sin cuidado la policía y las autoridades!…

Se agitaba, poseído por una furia infinita. Estaba fuera de sí.

Se acercó a Hasan y empezó a propinarle patadas en el vientre. El Hijo del Beato se retorció de dolor. Luego lo agarró del cuello con sus enormes manos y lo arrastró hasta una habitación vacía de la comisaría. Los policías le trajeron de inmediato su vara de cerezo y se la pusieron en las manos. El sargento azotó al campesino, que se retorcía gimiendo en el suelo, sin mirar siquiera dónde le daba, en la cabeza o los ojos, el vientre o la espalda. Le pegaba con todas sus fuerzas mientras le hablaba rabioso:

—Has incendiado tu casa, ¿no? Has quemado tu casa con tus propias manos, ¿no? ¿Creías que me lo iba a tragar? ¿Cuándo se ha visto que un hombre pegue fuego a su propia casa? ¿Has perdido la cabeza? ¿Tengo que enviarte directamente al manicomio? Y pasando por todas las comisarías… ¿Y si se hubieran quemado dentro de la casa tus hijos y tu mujer? ¿No te habrían colgado? ¿Qué dices? ¿Por qué no hablas? ¿Por qué has quemado tu casa? Si todos los campesinos empiezan a hacer lo mismo, ¿adónde va a ir a parar este país? Dime, ¿adónde vamos a ir a parar? Eres un mal ejemplo para el pueblo, quemando tu casa…

El sargento golpeó al Hijo del Beato hasta que se cansó; tenía la cara y el cuello rojísimos y estaba bañado en sudor. Luego le alargó la vara al policía que permanecía junto a él en posición de firmes.

—Rómpele los huesos. Esta gente da mal ejemplo. Cualquier día se levantarán contra los beys, contra Dios, contra la policía y contra el Gobierno. ¡Pégale! ¡Dale fuerte, por Dios! ¡Dale, por la espada del Profeta! ¡Dale, dale, dale fuerte! Hay que enseñarles bien para que no quemen sus casas, además, con los niños dentro, para que no sean un mal ejemplo para el pueblo. ¡Dale, dale!

Y el gendarme comenzó a golpearlo igual que el sargento, imitándolo en todo.

—¡Perro! —dijo apretando los dientes con acento del mar Negro, con el rostro desencajado, los ojos fuera de sus órbitas—. ¡Perro! ¿Quema uno su casa con sus propias manos? ¿Y su establo? ¿Y a su caballo árabe que está dentro, gentil como una gacela? ¿Y a sus hijos, unos niños como rosas? Perro, hijo de perra…

El Hijo del Beato no abría la boca. Aquello era como golpear a un muerto. También el policía del mar Negro acabó cansándose. Un tercero cogió la vara. El Hijo del Beato perdió el sentido. Todo él estaba entumecido. Le salía sangre de la boca. También le sangraban la espalda, las manos y los pies. Le chorreaba sangre por todas partes.

—Llevaos a ese perro y dejadlo tirado a la entrada del camino —ordenó el sargento—. Si se muere diréis que intentó fugarse y disparasteis, que murió en el tiroteo. El bey nos apoyará. Si vuelve en sí decidle que abandone la aldea de Vayvay y que se vaya. Ali Safa bey le ha proporcionado una casa y un campo en otra aldea, en otro lugar. Si se queda en Vayvay y vuelve a enfrentarse al bey, la próxima vez saldrá muerto de esta comisaría. Decidle que no haga más locuras como esa de incendiar su casa.

El sargento sorbía su café.

—El Hijo del Beato ha vuelto en sí —le dijeron—. ¿Le pegamos más?

—No, traedlo aquí.

Un mantel verde medio roto y quemado aquí y allá cubría la destartalada mesa de tosca madera sin desbastar. Tras ella colgaba de la pared un trapo rojo al que habían pegado seis flechas de latón. Las puntas de las flechas se habían oscurecido. Las moscas habían ensuciado las flechas que todavía relucían, formando sobre ellas una extraña decoración. Sobre las flechas doradas colgaba una fotografía en color de Mustafa Kemal en uniforme de mariscal, de pie y con una mirada melancólica en sus ojos azules. Llevaba una fusta en la mano. En el retrato también se veía la cabeza de un caballo alazán y, tras ella, se alcanzaba a distinguir vagamente un lago.

—¡Ven aquí, frente a mí! ¡Cuádrate! ¡Ajá, así! Ahora vete al pueblo, toma a tu mujer y tus hijos, y múdate a Narlıkışla. El señor te ha concedido una casa y un campo en esa aldea. Tu padre y el bey eran amigos, por eso te ha dado una casa. Si te quedas en Vayvay, la próxima vez saldrás muerto de esta comisaría. Así lo ha dicho el señor. Y si vuelves a quemar tu casa, ya sabes qué pasará. Según la ley, la pena por quemar casas es la muerte. Por esta vez te dejo libre porque Ali Safa bey lo ha pedido, pero la próxima serás ajusticiado. Sí, esta vez te he perdonado tu crimen de quemar casas; la próxima te mataré. ¡Vamos, andando, y que tengas un buen viaje, Hasan Hijo del Beato!

Sangrando por la cara y las manos, Hasan no podía ni abrir los ojos. Sus ropas estaban destrozadas, hechas jirones. Hasan parecía un montón de harapos sanguinolentos. Salió dando traspiés, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el dolor. Si no le hubiera dado vergüenza, se habría lamentado de sí mismo chillando como una plañidera. Pasó la aldea de Yalnizdut y bajó al arroyo. Allí lo esperaban dos jinetes. Se acercaron a él.

—Ali Safa bey te envía saludos —le dijo una voz conocida, pero Hasan no pudo recordar quién era su dueño.

Abrió los ojos y le dijo al propietario de aquella voz, como si le suplicara:

—No me peguéis más. Estoy a las órdenes del bey para lo que mande.

—Ali Safa bey dice que te vayas a la aldea de Narlıkışla y te asientes allí. Allí tienes preparada una casa que te espera. El bey también te aconseja que no vuelvas a montar ese caballo árabe y que no pegues fuego a tu casa nunca más. Según las leyes, este delito está penado con la muerte. Ya sabes que el Gobierno nunca permitirá que se quemen casas. Y tus hijos han estado a punto de morir dentro de la tuya. El señor cree que perdiste la cabeza, porque quisiste quemar también el caballo que te regaló. En cuanto llegues al pueblo, llévate a tu familia a Narlıkışla. Y reza por el bey cada mañana y cada tarde porque él te ha dado la casa. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo! —gimió Hasan—. ¡De acuerdo, hermano, no me habéis pegado, así que os obedeceré! No volveré a montar el caballo árabe ni a quemar mi casa.

—Si no, el bey hará que te maten.

—Rogadle que no me maten.

Al entrar a la aldea cantaban los gallos de medianoche. Los campesinos, incapaces de dormir, se habían reunido en casa del alcalde Seyfali y lo esperaban ansiosos. El Hijo del Beato vio luz en la casa de Seyfali y se encaminó directamente allí. Sin decir nada se desplomó a los pies de dos jóvenes que se habían levantado para recibirlo. Cuando volvió en sí ya era de mañana y se encontraba en una cama. Los campesinos no habían pegado ojo en toda la noche y habían permanecido junto a su lecho. La madre Kamer le aplicó ungüento en las heridas y rezó por él. El Gran Osman iba y venía entre su casa y la de Seyfali, e informaba a Memed el Flaco de todo lo que ocurría.

Durante una semana el Hijo del Beato no pudo levantarse de la cama. Estaba contento de haber escapado de la muerte.

Un día visitó todas las casas de la aldea para despedirse de sus vecinos. A todos los que veía, viejos o jóvenes, les decía:

—Me marcho ya, hermanos. El Gobierno me ha desterrado. ¿Quién puede oponerse a la fuerza del Gobierno? Me han ordenado que me vaya a Narlıkışla y me quede a vivir allí. El Gobierno me ha aplastado. Me ha matado. Decidme, ¿puede alguien enfrentarse a las autoridades? No. Durante diez años hemos salido de todas las guerras con la cabeza bien alta. Pero ¿puede alguien enfrentarse al Gobierno? Nunca más volveré a montar mi caballo árabe ni a incendiar mi casa. Me voy ya, hermanos; perdonadme.

El Hijo del Beato salió de la aldea como una canción de tristeza y temor. Lo seguían su mujer y sus hijos, hasta que se perdieron de vista a lo lejos.

Era ya casi mediodía.