37
Muslu, Süleyman el Rubio y Ahmet estaban sentados bajo el árbol que había en la parte superior de la torrentera del espinar, hablando en voz baja. Muslu había llegado a ser sargento en el servicio militar. Tenía veintiocho años. Tenía los hombros anchos, las piernas largas, delgadas y torcidas; los ojos alargados y oblicuos. Parecía un galgo. Llevaba unos pantalones de pana y botas altas. Antes de que les robaran los caballos, poseía un hermoso bayo árabe cruzado. Era el hijo único de un matrimonio acomodado. Montado en su caballo árabe, solía pasear por la llanura de Anavarza recorriendo las aldeas. No se había casado y era el único soltero de su edad en Vayvay. Hombre adusto y de mal talante, se había ganado fama de temerario en toda la llanura. Hasta ese momento no se había mezclado en los asuntos de Ali Safa bey y se limitaba a chasquear los labios con expresión de desagrado ante todas las crueldades que cometía. Cuando le robaron el bayo anduvo enfadado varios días, jurando y protestando, pero luego lo dejó pasar. Muslu estaba descorazonado. Al final Ali Safa se saldría con la suya y conseguiría que abandonaran la aldea. Era inútil resistirse. Por esa razón no se metía en nada y se limitaba a observar los acontecimientos desde cierta distancia, pero sin perderse ni un detalle.
Süleyman el Rubio y Ahmet tendrían unos veinte años. Tampoco ellos se habían mezclado en nada hasta ese momento y esperaban el día que tuvieran que abandonar la aldea. Opinaban lo mismo que Muslu. Ali Safa bey contaba con el respaldo del Gobierno, la policía y un montón de matones armados. También lo apoyaban los habitantes de Çikçiklar, que se ganaban la vida robando y eran parientes suyos. ¿Cómo iban a enfrentarse a todo aquello? Tarde o temprano tendrían que abandonar la aldea. La actitud pasiva de aquellos tres hombres duró hasta que Memed llegó a la aldea. En cuanto lo vio, Muslu se avergonzó de sí mismo y, en el patio del Gran Osman, se recriminó su derrotismo.
—Hermano Rubio, hermano Rubio —le dijo a Süleyman—. Ahora tenemos nuestra fortaleza, algo en lo que apoyarnos. Él ha venido. Ha caído en medio de Çukurova desde las altas montañas. Que espere donde está, ya llegará su hora.
—Que espere.
—Que espere donde está.
—Lo primero es velar por su seguridad. Ni los agás ni las autoridades deben saber que está en nuestra aldea.
—¿Cómo no van a saberlo, si llegó en pleno día? —preguntó Ahmet.
—Sí, en pleno día —repitió Süleyman.
—Hizo bien. ¿Quién podrá sacarle ni una sola palabra a cualquier aldeano, ya sea niño, mujer o viejo de cien años? ¿Quién podrá hacerles hablar, aunque sea con torturas?
—Imposible.
—Aunque los hicieran picadillo, no soltarían prenda.
—Excepto una persona —lo interrumpió Muslu.
—Excepto Zeynel.
—Zeynel… —asintió Ahmet.
—Ahora estamos aquí nosotros tres. Lo primero que hemos de hacer es salvarlo. Le necesitamos.
—Ya lo creo —convino Ahmet.
—¡Es valiente como un león! —exclamó Süleyman.
—Sí, un león —se rió Muslu—. Y hay que salvarlo. ¿Lo vio Zeynel?
—Mientras él daba vueltas por la aldea, Zeynel estaba a mi lado —contestó Süleyman—. Y cuando el Gran Osman proclamó a los cuatro vientos quién era… Zeynel se quedó pálido como un muerto. Cuando volví a mirar ya no estaba: se había esfumado.
—¿Creéis que se lo habrá contado a Ali Safa? —preguntó Muslu.
—¿Cómo no iba a contárselo?
—Ese es su trabajo.
—Quizá no se lo haya contado aún, pero al final acabará haciéndolo.
—Quizá no haya encontrado a Ali Safa, pero al final dará con él.
—Si se lo hubiera contado, la policía ya habría rodeado la aldea.
—Ali Safa debe de estar en la ciudad.
—Pero volverá.
—Antes de que la policía rodee la aldea, antes de que lo descubran… —sugirió Muslu.
—Antes de que lo descubran.
—Tenemos que encontrar a Zeynel.
A Muslu le apodaban el Loco por su mal genio, porque a pesar de hablar poco todo lo decía sin rodeos y porque era capaz de soltarle en la cara a cualquiera lo que opinaba de él. Muslu el Loco, con sus piernas largas y delgadas, parecía un galgo. Su cara también era larga como la de un galgo, al igual que su rápida forma de correr.
Tomaron una decisión inamovible. Desenfundaron una daga y prestaron juramento poniendo las manos sobre ella. Luego se levantaron y se dirigieron hacia el extremo del arroyo de Çikçiklar que desciende hacia la llanura. Allí interceptarían a Zeynel. Tanto si iba a casa de Ali Safa bey como si regresaba de ella, no le quedaba más remedio que pasar por allí.
En aquel extremo del arroyo había un amplio cañaveral, una extensión enorme. Las cañas eran muy altas. Aquello era como un bosque.
Entraron en el cañaveral poco después de mediodía y se ocultaron en una hondonada situada a unos pasos del sendero.
Seyfali fue a ver al maestro Ferhat.
—Zeynel no está en la aldea. Se ha ido.
—Mal asunto —suspiró el maestro—. Y el Halcón no se ha recuperado todavía. El pobre está enfermo, como herido por un rayo. Si no tiene fuerzas ni para apretar el gatillo, ¿cómo va a enfrentarse a la policía?
—¿Dónde podemos esconderlo?
—Ha escogido una mala época para venir. No es el mejor momento para bajar a Çukurova. Pero el pobre ni siquiera se tiene en pie. No podía abrir la boca y aunque empieza a mejorar, sigue sin comer ni beber. ¿Dónde podemos esconderlo?
El Gran Osman le oyó, y también Seyran… Al momento todo el pueblo estuvo al corriente de que Zeynel había desaparecido y la gente se alarmó: todos sabían adonde había ido.
—¿Dónde lo escondemos?
—¿Dónde?
—La policía estará a punto de llegar.
—Tomarán la aldea por asalto.
—¡Ay, mi halcón, ay!
—¡Ay, nuestra mala suerte, ay!
—Si apenas hemos podido disfrutar de su bello rostro…
—¿Quién sabe cómo habla…?
—Si ni siquiera hemos oído su dulce voz…
—Días negros nos aguardan.
—Llegó un pajarito que se refugió en un arbusto.
—Un polluelo al que no hemos conseguido proteger de las aves de presa.
—Si ni siquiera hemos podido reír juntos, ni llorar con él.
—¿Dónde lo esconderemos?
—¿Dónde?
—¿Dónde, que no lo descubran?
—¿Dónde?
—¡Ah, Zeynel! ¿Es que no tienes corazón?
—¿Ni compasión?
Toda la aldea, como un solo hombre, pensaba, se entristecía, maldecía, y se inquietaba esperando la llegada de la policía. Le buscaban un refugio, no lo encontraban, se desesperaban, se descorazonaban, recobraban el valor e insistían, sentían miedo y se acobardaban.
—¿Dónde podemos ocultarlo, dónde?
—¿Dónde?
—Callaos ya, malditos, así os lleven los diablos. Callaos ya —repetía el Gran Osman, gritando.
—¿Cómo puede saber la policía en qué casa está?
—Si registran ésta nos lo llevaremos a otra.
—Esta casa…
—Callaos ya, malditos, silencio.
—Aunque nos rompan los huesos.
—Aunque nos hagan picadillo.
—Aunque nos golpeen hasta matarnos.
—Nadie dirá dónde se encuentra.
—Todos seremos mudos.
—Caballos y perros, lobos y pájaros.
—No hay caballos.
—Pájaros y hormigas.
—Callaos ya, malditos, silencio.
—Ocultárnoslo en Akçasaz.
—Llevémoslo al castillo de Anavarza.
—Los habitantes de Öksüzlü son buenas personas.
—Amigos fieles.
—Detrás de la fortaleza de Anavarza está Hacılar.
—Detrás de la fortaleza de Anavarza está la tierra de los kurdos de Lek.
—Los kurdos de Lek son como águilas.
—Ya no quedan kurdos de Lek, sólo en las canciones.
—¿Dónde lo esconderemos?
—¿Dónde?
—¿Os acordáis del bandolero Reşit el Kurdo? Cuando se metía entre los roquedales de Anavarza no había quien lo encontrara.
—Antiguamente esta región era un bosque tan espeso que un ejército podía perderse en él.
—¿Qué podemos hacer?
—¡Para una vez que hemos tenido suerte!
—Todo está perdido.
—Callaos ya, malditos, silencio. Callaos, todos los días sale el sol. Esperad y tened un poco de paciencia.
Se reunían en grupos y hablaban sobre Zeynel. Las mujeres rodearon a su esposa y la interrogaban sin cesar. ¿Se lo contaría a Ali Safa bey o sabría guardar el secreto?
Memed dormía acurrucado en la cama junto al hogar. Dormía sin mover ni un músculo, con los labios apretados.
Había correrías entre las casas. Los niños y los ancianos esperaban inquietos, tristes. Todos estaban nerviosos, sobre ascuas.
Aquella noche no hubo quien pegara ojo en la aldea, mientras esperaban con nerviosismo a la policía que había de llegar y las detonaciones de los disparos. Nadie se movió de su casa. Por la mañana salieron a la calle, cansados pero felices.
Esperaron todo el día y toda la noche siguiente. No se oía el menor ruido. Trataron de averiguar dónde se había metido Zeynel, pero no encontraron ni rastro. Si la policía no había llegado, ¿dónde estaba Zeynel?
—Tenemos que hallar un buen escondite.
Buscaron por toda Çukurova y por toda la llanura de Anavarza un sitio donde refugiarlo, pero aquella lisa planicie no ofrecía el menor refugio. Y, si lo hallaban, no se fiaban. No se fiaban de sus hermanos, ni de sus padres, ni de sus propios ojos.
Con sus largas y delgadas piernas, Muslu el Loco parecía un galgo. Con su cara alargada, la nariz aguileña y los ojos oblicuos, parecía un galgo que husmeara el suelo. Por el camino habían pasado cinco personas a caballo y siete a pie. Un pastor había cruzado el cañaveral con su rebaño, pero ni rastro de Zeynel. Se puso el sol, las sombras se alargaron, y Zeynel seguía sin pasar. Cuando se echaron a dormir dispusieron que uno de ellos se quedara de guardia, pero al despertar, Zeynel aún no había aparecido. Fue entonces cuando oyeron el sonido de unos pasos en el sendero y se levantaron de un salto.
—¡Alto, viajero! —gritaron, plantándose en medio del camino. El hombre se detuvo.
—¡Hola, Zeynel! —saludó Muslu.
—¡Hola! —contestó Zeynel.
—Te estábamos esperando, Zeynel, llegas tarde.
—¿Qué?
—Llegas tarde.
Zeynel se desplomó en el suelo.
—Levántate y acompáñanos.
Zeynel no pudo recobrarse y ponerse en pie hasta que el sol comenzó a despuntar.
—Levántate, Zeynel, levántate —repitió Muslu cuando el sol ya hubo salido—. No te haremos nada. Levántate, Zeynel, levántate.
Süleyman y Ahmet lo cogieron de los brazos y lo incorporaron. A Zeynel se le enredaban los pies y caminaba con dificultad.
—No tengas miedo, hay que tomar las cosas como vienen. Cada uno encuentra lo que se merece. No tengas ningún miedo. ¿De acuerdo? El miedo no sirve de nada.
Hacia mediodía llegaron a Akçasaz y se metieron entre unos zarzales tan espesos que no se veía el cielo.
—Siéntate, Zeynel; estarás cansado. —Muslu lió un cigarrillo y se lo colocó en la boca.
Los labios dé Zeynel temblaban. Se sentó en el suelo.
—No me matéis. Yo sé muchas cosas que pueden seros útiles. Sé que me habéis traído aquí para matarme. ¡Por favor, no me matéis!
Todo aparecía confuso a su vista: las zarzas, el cielo, el pantano, Muslu y los otros. Una enorme mariposa naranja se posó en una rama, plegó las alas y comenzó a frotarse la gran cabeza azul y las antenas con las patas. Zeynel sólo veía la mariposa naranja que se acicalaba con sus escuálidas patas. La mariposa no volaba. Estaba allí, tranquilamente. De repente desapareció. Todo se confundía. Sobre una flor rosada había una mosca parecida a una abeja, larga, tornasolada, de las que pican. El brillo azul de la mosca cada vez resultaba más intenso.
—No me matéis.
Muslu sacó su pistola y disparó dos veces a la cabeza de Zeynel, quien cayó rodando. También Süleyman y Ahmet realizaron dos disparos cada uno.
La mariposa salió volando, asustada por el estruendo de los disparos. Se posó sobre un gordolobo y reemprendió el vuelo. Volaba y se posaba, volaba y se posaba. Por fin se remontó por encima del zarzal y se alejó hacia poniente subiendo y bajando.
—Se acabó —dijo Muslu.
—Él se lo buscó —afirmó Ahmet.
—Y ahora, en marcha —concluyó Süleyman.
Cavaron una profunda fosa en un extremo del pantano, poco más allá de donde hervía el agua mezclada con barro, arrojaron a Zeynel al fondo tal cual estaba y lo cubrieron con tierra.
—La primavera próxima ni nosotros podremos encontrar a Zeynel —comentó Muslu—. El agua hirviente lo cubrirá.
Cuando llegaron a la aldea estaban tan cansados que apenas se tenían en pie.
Muslu parecía un galgo flaco y larguirucho. Sus hombros se encorvaban bajo un peso invisible.
Süleyman despertó a Muslu.
—Sopla un fuerte viento de poniente. Vamos, se hace tarde.
—¿Dónde está Ahmet?
—Nos espera ahí, bajo esa choza.
Muslu se despejó de inmediato, se vistió y se pusieron en marcha.
Aún no habían retirado la cosecha de los campos de Ali Safa bey. Desde el día anterior trabajaba en uno de ellos una trilladora.
—Tú quemarás los campos de arriba, Süleyman —dispuso Muslu—. Primero prenderás fuego a las gavillas y luego a los rastrojos. Tú, Ahmet, bajarás hasta Mistikölen para incendiar los campos. Yo quemaré la trilladora.
Poco antes de medianoche los campos de la finca de Ali Safa bey estallaron en llamas. El fuerte viento de poniente que había comenzado a soplar aquella tarde no amainó, extendiendo el fuego. Todos los campos de Ali Safa bey siguieron ardiendo hasta el amanecer. Por la llanura ondeaba un mar de fuego.
Los habitantes de Vayvay y de las aldeas vecinas saltaron de sus camas.
—Las cosechas de Ali Safa bey están ardiendo.
Todos salieron de sus chozas y sus casas, algunos incluso se subieron a los árboles para observar el fuego hasta que despuntó el alba.
El Gran Osman estaba que no cabía en sí de nervios. Entraba en casa, salía, cargaba la pistola, se la metía en la cintura y la volvía a sacar.
—Ya tenías tú razón, maestro Ferhat, buen hombre de Dios, toda la razón: el que la hace, la paga. Ya ves, maestro Ferhat; llegó mi halcón y ya ves qué ha sucedido. Mi rayo de luz, maestro, mi santo… Y quién sabe lo que puede ocurrir todavía mientras mi halcón está aquí dormido. Basta con que su sombra esté presente sobre la llanura de Çukurova. Podría seguir ahí, durmiendo a pierna suelta, hasta el Día del Juicio. Nos basta con su sombra. El que la hace, la paga. Basta con que se derrame sobre nuestras tierras la sombra de mi halcón. Una sombra… Es suficiente con que la gente sepa que su pie ha hollado la llanura de Çukurova. Suficiente. Perforará las montañas y abrirá en ellas un camino. Cuanto más miedo tienen los campesinos, más valientes se vuelven. Basta con que encuentren algo en que apoyarse, aunque sea un tallo de centeno. El que la hace, la paga.
A media mañana otra noticia se difundió por las aldeas. Aquella noche, mientras ardían las cosechas, alguien había atacado la mansión de Ali Safa bey y había robado cuantos caballos había en el establo. Era cierto. Todo aquello tomó a Ali Safa por sorpresa.
—Yo, yo, yo… —balbucía, loco de rabia—. Mujer, ¿qué le he hecho yo a esta gente? —gemía, tirándose del pelo—. ¿Qué les he hecho yo a estos desagradecidos, sino favores?
—¡Sólo bondades! ¡No les hemos hecho más que bondades! —le contestaba su esposa llorosa, y maldecía a los campesinos.
—Me las pagarán. Esos aldeanos de Vayvay, esos perros rabiosos. Como que me llamo Ali Safa que me las tienen que pagar todas juntas.