36

Manchado de barro hasta la cintura, Memed aguardaba ante la puerta de Kerem el Kurdo. Aunque el sol apenas se veía tras las montañas de Gavur, el calor era tan penetrante como un cuchillo. Sombras moteadas caían entre las casas. Memed se alejó tambaleándose, hundido hasta el tobillo en el polvo del camino que cruzaba la aldea. Se dirigió a casa de Selver la Recién Casada, por un momento se detuvo allí y luego volvió atrás. Veía las casas como entre sueños. ¿Cómo podía haber encontrado aquello, la aldea de Vayvay, en la oscuridad de la noche y en semejante estado? ¿Por dónde, por qué caminos había llegado sin que le apresaran los gendarmes ni nadie lo viera? No lo sabía. ¿Podría ser que después de arrojarse al agua del molino y dejarse llevar por la corriente sus pies lo hubieran conducido hasta ahí sin que se diera cuenta? ¿Era el instinto el que lo había traído? ¿O Ümmet el Amarillo? Recordaba de manera confusa a Ümmet el Amarillo.

Se detuvo un instante ante la puerta de Seyfali. Todo lo miraba con ojos vacíos, miraba pero no veía. Luego se acercó al gran árbol. El barro del pantano le chorreaba por todo el cuerpo. Hasta la culata del fusil estaba manchada. Las sombras se retiraron y un sol furioso cayó como un montón de brasas candentes sobre la pálida hierba, sobre el camino polvoriento y sobre las casas, que parecían quemadas, de la aldea de Vayvay.

Con su fusil, con sus prismáticos, con sus cartucheras y con el raído fez en la cabeza, Memed parecía un niño grande que jugara a los bandoleros. Poco antes de que saliera el sol lo habían visto en la aldea algunos vecinos, pero no le hicieron caso ni le prestaron demasiada atención.

Tras detenerse junto al gran árbol, Memed echó a andar de nuevo. Daba vueltas por la aldea, aturdido.

El primero en fijarse en él fue el niño İbrahim. Luego lo vio Hüsam, que acudió al maestro Ferhat:

—¿Quién será ese tipo armado que parece un niño y que anda dando vueltas por la aldea? —le preguntó.

El maestro Ferhat estaba a la puerta de su casa, triste y malhumorado. La pérdida de la cosecha había sido un golpe terrible. No sabía qué hacer. Echó un vistazo al exterior y vio un hombrecillo que, cubierto de barro y armado hasta los dientes, caminaba encorvado y dando tumbos. El hombre arrastraba como un muerto sus pies polvorientos. Fue de inmediato a ver a Seyfali.

—Seyfali, Seyfali, sal enseguida. ¿Quién es ése? Mira ese tipo.

Hüsam había acompañado al maestro Ferhat.

—Sí, lleva mucho rato dando vueltas por la aldea. Llega ante una puerta, se detiene un momento y luego echa a andar. Nada más.

Seyfali torció su largo cuello y miró al hombre que caminaba tambaleándose como un sonámbulo entre el polvo de la aldea.

—¡Qué raro! ¡Qué extraño! Va totalmente armado. ¿Qué le pasará?

Los demás aldeanos lo oyeron y un momento después ya se habían congregado junto al gran árbol. Conteniendo el aliento miraban con miedo y curiosidad al hombre que paseaba por la aldea como un alma en pena. Iba y venía, se detenía y volvía a caminar. Hablaba solo y en varias ocasiones pasó cerca de la gente. No veía a nadie, no oía nada. En aquel momento el Gran Osman observó el tumulto y se acercó al árbol apoyándose en su bastón. Llegó al árbol, se llevó la mano sobre la ceja derecha y miró en la dirección en la que lo hacían los demás.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Es un sueño? ¿Es un sueño lo que ven mis ojos? ¿Un sueño? ¿O acaso estoy delirando?

Le temblaban las manos y las piernas. Se le cayó el bastón y volvió a llevarse la mano al rostro.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Mirad! ¿Ese hombre está armado?

—Lo está —gritaron todos, excitados.

Conteniendo el aliento, el Gran Osman corrió renqueando hacia Memed y cuando lo alcanzó, lo abrazó.

—Hijo mío, sé bienvenido. Has llegado justo a tiempo. Ya sabía yo que vendrías, que no nos dejarías solos en estos malos tiempos. Todo quemado —gimió el Gran Osman—. Lo han incendiado y lo han convertido en cenizas. Nuestra cosecha, nuestra comida, toda la llanura de Anavarza ha ardido como la yesca. ¡Mira cómo estamos!

En ese momento se acercó el maestro Ferhat. El Gran Osman lo agarró de una mano mientras con la otra mantenía abrazado a Memed.

—Ven. Es mi halcón. Ha vuelto. Ya te lo decía yo. Ya te decía que no nos dejaría solos en los malos tiempos.

La muchedumbre los rodeó. Durante un rato permanecieron entre hombres, mujeres, jovencitas, viejos y niños. No sabían qué hacer. Memed dirigía miradas vacías a la gente, con el rostro inexpresivo. En su cara no había el más mínimo movimiento.

Los campesinos guardaban silencio. Nadie hacía el menor ruido.

—Gran Osman, algo le ha ocurrido —dijo el maestro Ferhat—. Míralo, está lleno de barro y tiene la ropa destrozada.

Hasta entonces el Gran Osman no se había dado cuenta del estado en que se encontraba Memed. Lanzó un chillido y lo agarró del brazo.

—Mi halcón, hijo mío, ¿qué te ha pasado? ¿Cómo es que estás así? Mi valiente, mi halcón… Maestro, te lo ruego, míralo bien, no vaya a ser que mi halcón esté herido.

El maestro Ferhat cogió del otro brazo a Memed y entre ambos le condujeron a casa del Gran Osman.

Sólo entonces se desataron los comentarios entre el gentío. Todos comenzaron a hablar, pero nadie mencionaba el nombre de Memed el Flaco, todos decían «el Halcón» o bien «él». Hablaban, pero no por largo rato. Les había decepcionado enormemente aquella primera impresión de Memed. Lo miraban, lo miraban y se decían: «¿Este es Memed el Flaco? ¿Este niño pequeñajo, sucio, encorvado e indefenso es Memed el Flaco?».

La gente se apiñó ante la puerta del Gran Osman. Seguían en silencio. Tras permanecer de pie un rato, se sentaron al pie de los setos y apoyaron la espalda en ellos, silenciosos. Ni siquiera hablaban los niños, ni las criaturas de pecho lloraban.

En el interior, el maestro Ferhat desnudó con sus propias manos a Memed y le entregó a la madre Kamer los embarrados zaragüelles para que los lavara de inmediato. Le examinó el cuerpo atentamente. Tenía una herida de bala en la pantorrilla derecha, pero no era profunda. También tenía algunos arañazos en las piernas, pero nada más.

Le hacían continuas preguntas a Memed, pero no obtenían respuesta. El maestro Ferhat se dio cuenta de que Memed tenía los dientes apretados.

—Osman agá —repitió—, a este muchacho le ha ocurrido algo grave, porque ni siquiera puede abrir la boca. Algo le ha hecho caer en este estado, y no es el miedo a la muerte ni a los policías. Algo peor. Mira, parece ciego y sordo.

La madre Kamer le lavó bien las manos, los pies y la cara con agua caliente y jabón, como si cuidara a un niño. Enseguida le prepararon una cama y el maestro Ferhat lo acostó. En cuanto Memed posó la cabeza en la almohada, se durmió.

Llegó el mediodía y caía un sol de justicia, pero la muchedumbre seguía guardando un silencio absoluto. El polvo del patio del Gran Osman estaba tan caliente como la ceniza de un horno. De repente, Muslu el Loco se puso en pie. Era un hombre muy alto y moreno, de piernas tan largas como un galgo.

—¿Qué queréis decir? —gritó sacudiendo los brazos—. ¡Imbéciles! El halcón también es pequeño, pero no suelta la presa. Este hombre ha luchado contra un ejército en las montañas, viene de jugarse la vida. ¿Por qué os quedáis ahí parados? ¿Qué esperanza habéis perdido? Ha venido… Dijo que volvería a la aldea de Vayvay y ha cumplido su promesa. Ha llegado en nuestra ayuda. El halcón es pequeño, pero las águilas no se atreven con él. ¡Así se hundan vuestros hogares, agoreros!

La multitud se agitó y todos volvieron a hablar al mismo tiempo. Poco después se alzó un profundo clamor ante la casa del Gran Osman. Cada uno hablaba con los demás, y la esperanza y la alegría iban en aumento. Primero las mujeres y luego los hombres y los niños, todos se echaron a reír de entusiasmo. El aire de luto que flotaba sobre la aldea desapareció en un momento. El asfixiante nubarrón que se había cernido sobre ellos se había disipado.

—Está dormido —decían—. Ha tenido que soportar grandes cargas y ahora está dormido. En la montaña luchó con un ejército y tiene la pierna herida, pero no es grave. Nadie puede saber qué terribles desgracias ha pasado, por eso está así. Parecía un sonámbulo, pero ahora duerme.

Poco a poco todos fueron regresando a sus hogares y la vida volvió a la aldea. Se parecían al águila que saca las garras lenta e imperceptiblemente. Ese día en todas las casas hubo banquetes de celebración. Se gastaban bromas unos a otros, se contaban chistes y hasta soltaban palabrotas. Cuando al anochecer Abdal el Compadre se enteró de lo que había ocurrido, sacó el tambor y, en compañía de su hijo el Dulzainero, bajó a la aldea. Enseguida empezaron los bailes. Por la noche los campesinos bailaron alrededor del fuego. Quizá fuera la primera vez que en aquella aldea se bailaba semejante danza en el calor pegajoso de una noche de verano; los campesinos giraban sudorosos alrededor de una hoguera del tamaño de una era. En verano no se celebraban fiestas y, si en algún caso excepcional se organizaba alguna, desde luego no bailaban aquella danza. También en las aldeas de Narlıkışla, Yalnizdut, Öksüzlü, Akmaşat, Şihmemetli y Dedefakıli se enteraron de que Memed había llegado a Vayvay. Ese mismo día se montaron en sus carros y caballos y emprendieron el camino a Vayvay para unirse a los festejos. Los que no pudieron ir, lo celebraron en sus aldeas.

Pasados el jolgorio y los festejos, todos los aldeanos, desde los críos de siete años hasta los ancianos de setenta y siete empezaron a preocuparse, al igual que el resto de los campesinos que sabían que Memed estaba en Vayvay.

—¿No habría sido mejor que entrara de noche y sin que nadie lo viera? ¿Se cree acaso más valiente por venir a la aldea a plena luz del día? Más le valdría no presumir tanto.

—¿Y si se entera algún agá?

—¿O el secuaz de algún agá?

—¿Y si lo hubieran visto los policías?

—¿Cómo se puede ser tan imprudente?

—¿Cómo, cómo puede ser?

—¡En pleno día! Como si tal cosa.

—¿Cómo se le ocurre entrar así en la aldea?

—¿Acaso un bandolero puede llegar en pleno día a una aldea, por muy valiente que sea?

—Ni siquiera al pueblo de sus padres.

—Aunque sea inmune a las balas, ¿es que un bandolero puede andar así por la llanura de Çukurova?

—Aunque sea el Halcón.

—Aunque sea el Halcón, ¿cómo se atreve a buscarse problemas con las autoridades?

Así hablaban, pero en sus palabras se adivinaba cierta admiración. Por mucho que les preocupara que Memed hubiera entrado en el pueblo a plena luz del día, por mucho miedo que les diera, también se alegraban y se enorgullecían de su valor.

—Es un hombre menudo, pero no importa. Su corazón es como el yunque del herrero.

—Cuando uno se llama Memed el Flaco, tiene que entrar así en las aldeas —opinó Selver la Recién Casada.

Todos los aldeanos miraron a Selver con los ojos muy abiertos y llenos de reproches. Selver la Recién Casada comprendió que había quebrantado un acuerdo no expresado.

—Bueno, en fin, que así entra nuestro halcón.

Observó por sus miradas que los aldeanos no la habían perdonado.

—Maldita sea la vejez —se lamentó—. Soy una vieja estúpida. Disculpadme, no volveré a pronunciar ese nombre. Él, nuestro halcón, viene así a Çukurova, a plena luz del día y nadie se atreve a tocarle un pelo. Él es nuestro halcón.

De pronto apareció Muslu. Había ido de casa en casa preguntando:

—¿Adónde ha ido? ¿Adónde ha ido Zeynel? Vamos, ¿dónde está? ¿No lo vio llegar? ¿No estaba con nosotros bajo el árbol mientras todos lo mirábamos? ¿No estaba junto a nosotros mientras el Gran Osman lo abrazó? ¿No lo miraba alargando el cuello como si quisiera comérselo?

Muslu el Loco reunió a seis jóvenes que ni siquiera habían hecho el servicio militar y juntos se dirigieron hacia Akçasaz hablando entre ellos. Hora y media después llegaron a la orilla del pantano, se adentraron en la maleza y se sentaron junto a unas cañas. Hablaban sobre Zeynel. Seguro que iría a ver a Ali Safa bey para contarle que él estaba en la aldea. Y Ali Safa lanzaría sobre Vayvay a todos los campesinos y policías que tenía a sus órdenes y lo atraparían. Cuando hubieron tomado una decisión sobre Zeynel, se alejaron del pantano.

En efecto, en cuanto Zeynel vio a Memed echó a correr para contárselo a Ali Safa bey. El corazón le latía tan deprisa y estaba tan nervioso que se le enredaban los pies al caminar. Sin embargo, a medida que corría, una sensación parecida al arrepentimiento le corroía las entrañas. Ese tal Memed el Flaco era un hombre extraño. Parecía cansado de la vida, ajeno a este mundo. Habían matado a su madre y a Hatçe, y lo habían obligado a echarse al monte. Según decían, Asım lo protegía; de no ser por él seguro que lo habrían matado hacía ya mucho tiempo.

«Lo habrían matado hace mucho. Es un hombre tan pequeño que si le agarraras el cuello y apretaras un poco, seguro que lo matabas».

Llegó al patio del caserón y se detuvo, indeciso. Cada vez más arrepentido, comenzó a despreciarse y a hacerse reproches. La presencia de Memed el Flaco también había encendido en él una luz de esperanza, por pequeña que fuera. De vez en cuando algo parecido a la alegría ocupaba el lugar del arrepentimiento.

—¡Ay, gran Dios, líbrame de este dilema! —susurró—. ¿Qué me está pasando? ¿No me lo vas a decir?

¿Qué tenía aquel muchacho? ¿Estaba hechizado o tenía algún poder mágico? A Zeynel nunca le había ocurrido nada parecido. «¿Acaso me ha caído bien? —pensó—. ¿Acaso me ha caído bien ese enano?». No, no era eso. Entonces, ¿qué le estaba pasando? «¿Es que me da lástima ese muchacho que no levanta un palmo, ese bandido que tiene las manos manchadas de sangre?». No, tampoco se trataba de eso. Sin embargo, al recordar su nombre se sentía lleno de alegría y confianza. Dios, Dios, ¿qué era aquello? ¿Eh? ¿Qué era?

Mientras Zeynel dudaba entre volverse al pueblo o entrar en el caserón para hablar con Ali Safa, oyó desde arriba la voz del bey.

—¿Eres tú, Zeynel? —preguntó Ali Safa riendo—. ¿Qué haces ahí parado? Sí que te cuesta decidirte. Vamos, sube.

Zeynel levantó la cabeza y sonrió a Ali Safa con cierta expresión de incertidumbre. Ali Safa bey nunca había visto a Zeynel con esa cara y sintió un escalofrío. Su mano se posó en la pistola con cachas de nácar.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido, Zeynel? —preguntó saliendo a su encuentro al pie de la escalera.

Por última vez Zeynel calculó si debía contárselo. «Ahora rodeará la aldea, lo atrapará y así la gente se quitará de encima esa maldición de Memed el Flaco —pensó. Pero luego añadía en silencio, pero como si gritara—: ¡No, no y no! ¡No, no puede ser!».

Zeynel tomó asiento en el diván que había frente al bey. Sonriendo, empezó a hablar, intentando recobrarse.

—Después de que se quemara la cosecha los campesinos estaban hundidos, acabados. Una mañana vi que recogían todo lo que tenían, dispuestos a marcharse. Pensaban quemar las casas cuando salieran de la aldea, o al menos eso comentaban entre ellos. Yo también recogí la casa y dejé los fardos ante la puerta. Entonces apareció el maestro Ferhat, no sé de dónde, y comenzó a hablarles para convencerlos. Cerca del mediodía, la gente volvió a meter los fardos en las casas, los desataron y abandonaron la idea de marcharse. Ese maestro Ferhat es una maldición. Incluso el Gran Osman se había sentado sobre unos paquetes ante su puerta con la cabeza baja, rezando y diciendo que así lo quería el destino; esperaba que llegaran sus parientes de Narlıkışla con un carro para llevárselo. Ese hombre es de la piel del diablo. Todos hacen lo que él les dice.

Mientras Zeynel hablaba, Ali Safa bey iba enrojeciendo de furor, tenso como la cuerda de un arco. Por fin se puso en pie de un salto.

—Yo, yo, yo… —aulló y comenzó a andar dando patadas en el suelo. Las tablas temblaban como durante un terremoto—. Ya verá ése, me las pagará. ¡Esa especie de imán! Ese maestrillo que no se sabe de dónde ha venido, ni qué es… A mí, a mí… Haré que esos sucios campesinos se arrepientan de haber nacido. Escúchame bien lo que te digo, Zeynel: o se marchan todos de la aldea este mismo invierno o desataré tal desastre sobre sus cabezas como no se ha visto sobre la faz de la tierra. Esos miserables no pueden seguir ocupando mis tierras, unas tierras por las que sacrifiqué lo que yo más quería, mi caballo. No puedo permitirlo. Ya no queda derecho, ni ley, ni humanidad. Este Gobierno y este prefecto son muy débiles… Si no saben defender los derechos de la gente, que se dediquen a otra cosa. ¿O es que alguien los obliga a continuar?

Le rechinaban los dientes, tenía el rostro demudado y le temblaban la barbilla y los párpados. No paraba de golpearse las botas con la fusta de nervio de toro.

—Esos no me conocen, no se imaginan lo que soy capaz de hacerles. Y en cuanto a las autoridades, si no son capaces de defender mis derechos… ya sabré defenderlos yo mismo… Ya verán. No pienso dejar que nadie me pisotee. Yo no dejo que nadie me pise ni la sombra, ni la sombra. Esa aldea… Esa aldea… Ya verán.

Hablaba, rabiaba y no paraba de ir arriba y abajo maldiciendo al Gran Osman y al maestro Ferhat. Repitió mil y una veces cómo echaría a los campesinos de sus tierras en un abrir y cerrar de ojos. Cuando por fin volvió a sentarse, agotado y bañado en sudor, parecía estar agonizando.

—¡Les haré sudar sangre! Sangre, sangre… Les envenenaré la existencia. Tendrán que pagar muy caro todo el mal que me han hecho. ¡Qué se han creído! ¡Sangre, les haré sudar sangre!

Sacó del bolsillo un cigarrillo y lo colocó con cuidado en la boquilla de ámbar. Zeynel corrió a tomar una brasa del hogar con unas tenacillas y el bey encendió el cigarrillo chupando con fuerza.

—Bueno, Zeynel, hermano valiente, tú tampoco has podido con esos cretinos, ¿no? Sin embargo, si hubieran atendido tus consejos habrían abandonado la aldea y a estas horas se habrían ido y serían propietarios de tierras y hogares en otro lugar. En fin, ¿qué noticias me traes? Anoche oímos un fuerte retumbar de tambores en vuestra aldea. ¿Acaso celebraban esos sinvergüenzas que les hubieran quemado las cosechas? ¿Qué pasaba?

—Bueno, eran los montañeses de nuestra aldea. Su hijo ha vuelto del servicio y lo estaban celebrando; al menos eso dijeron. No es nada —contestó quitándole importancia.

—Yo, yo —insistió Ali Safa bey—, yo también les enseñaré lo que es bueno a esos montañeses. Les propuse que se unieran a mí para controlar juntos la llanura. Cabrones estúpidos, imbéciles insensatos… No quisieron escucharme. Ya les enseñaré yo, ya verán. Vuelve aquí dentro de cuatro o cinco días, Zeynel. Acabemos con este asunto de una vez por todas. No puedo pasarme toda la vida perdiendo el tiempo con esos imbéciles. Uno de estos días bajaré a Vayvay para darles el golpe definitivo.

—A tus órdenes, mi bey.

—Será un alivio para los dos, para ti y para mí.

—A tus órdenes, mi bey.

—Tú sigue en Vayvay, con los ojos y oídos bien abiertos. Me da la impresión de que está ocurriendo algo extraño. Deberían haberse ido después de que se quemaran las cosechas, y en cambio siguen resistiendo. No es sólo el maestro Ferhat… Tiene que haber algo más. Todo eso es muy raro. Los campesinos son cobardes, nunca resistirían de esa manera. Intenta averiguar qué es. Sé todo oídos. Si hubiera tomado estas precauciones hace dos o tres años, o si hubiera podido… Desde luego entonces el Gobierno no era como ahora, nos presionaba mucho más, nos ataba las manos, llamaba a esos animales «nuestros señores» y ellos no hacían más que envanecerse. El único que luchaba contra ellos era el difunto Hojalatero. El solo expulsó a la mitad de los campesinos de sus aldeas. Lo que más me extraña es que nada de lo que hago parece importarles. Les roban los caballos, disparan sobre la aldea, les queman las cosechas, la policía los golpea hasta casi matarlos y ellos siguen con lo suyo sin darle importancia. Sé todo oídos, Zeynel. ¿De dónde proviene tanta resistencia? ¿Qué secreto guardan esos cobardes?

—A tus órdenes, mi bey.

—He investigado mucho pero no he descubierto nada, Zeynel. ¿Quién los está soliviantando?

—Yo lo encontraré, mi bey.

Del interior de la casa llegaba el delicioso olor a carne de caza, a sopa de gachas y a cebolla frita.

—¿Nos tomamos un par de copas, Zeynel?

—A tus órdenes, mi bey.

Zeynel se consumía en un infierno de dudas. «¿Se lo digo o no se lo digo? ¿Y si viene otro y se lo cuenta? ¿Qué pensará entonces el bey? ¿No considerará que soy un desagradecido? Le diré que los aldeanos sospechan de mí, que me ocultan todo lo que ocurre en la aldea. Que también han ocultado a Memed el Flaco. Ay, ¿qué puedo hacer?».