3
El Gran Osman no pudo pegar ojo en toda la noche. Saltó de la cama con el alba, encendió la lumbre y puso la cafetera sobre las llamas. Algo extraño le ocurría: no podía estarse quieto, se sentía muy excitado… En dos ocasiones fue hasta el armario, abrió la puerta y observó al dormido Memed, pero en la oscuridad sus ojos apenas lo distinguían. Después de tomar el café, cada vez que volvía a acudir junto a Memed el corazón le latía con fuerza y sentía una fresca y dulce emoción que no experimentaba desde hacía mucho.
De un baúl de nogal primorosamente pintado sacó la ropa que sólo se ponía en las bodas y las fiestas, vieja pero en muy buen estado. Era de color azul muy oscuro, casi azul marino. Los bolsillos y las costuras de los pantalones tenían bordados en hilo de plata. La chaqueta se adecuaba perfectamente a su viejo y enjuto cuerpo. Era evidente que era obra de un sastre maestro en su oficio. Se vistió. La chaqueta, los zaragüelles, la camisa rayada de seda pura, el chaleco sobre el que se colgó la pesada cadena del reloj, de plata grabada. En lugar de faja se ciñó a la cintura la pistolera con incrustaciones de plata y repujada en oro, herencia de su abuelo, y junto a ella la bolsa de pólvora, de piel pero también repujada en oro, y la pistola de chispa con incrustaciones de nácar. Después de abrillantarlas largo rato, se calzó sus botas negras. Finalmente se puso el gorro de delgado fieltro envuelto con un pañuelo de seda. Recorrió la estancia varias veces a grandes zancadas. En cuanto despuntaron los primeros rayos, abrió el armario donde Memed dormía acurrucado, hecho un ovillo, con el fusil junto a la cabeza.
«Este pillastre no tiene un pelo de tonto —pensó—. ¿Cuándo habrá ido a buscar el fusil? Ni siquiera en mi casa se fía de nadie. Un chaval tan pequeñajo… si le diera un abrazo, lo mataba. —Sonrió—. Pequeño de tamaño pero grande en valor, el muchacho. Es toda nuestra esperanza y nuestra luz. En las montañas el pobre no encontraba comida suficiente para crecer… Pero a lo mejor, si se queda aquí lo suficiente y lo alimentamos bien, engordará, crecerá y se hará fuerte. —Volvió a sonreír mirando la cara del joven con admiración, con ternura, con cariño—. Bueno, que no crezca, que no engorde. Eso no es ningún defecto… El halcón también es pequeño, pero cuando atrapa una presa no la suelta por nada. —Esta vez se rió en voz alta—. ¿Cómo cree la gente que es Memed el Flaco? Todo el mundo, tanto quien lo conoce como quien no lo ha visto nunca, piensa que es un hombre enorme, grande como un castillo. Mejor así. Nadie creería que este pobre muchacho es Memed el Flaco. Nadie lo creería aunque lo jurásemos. Y así él se ocultará y, cuando llegue el momento, matará a los agás y caminará hacia la reluciente montaña de Ali, hasta la cumbre de Düldül, moteada de nieve. Está bien que sea menudo como las aves de presa».
Desbordado de cálido afecto, se inclinó con cuidado y besó el cabello de Memed. Cerró la puerta del armario y una vez más reanudó sus paseos por la casa. En ese momento se despertó la madre Kamer, quien tomó el aguamanil y salió al exterior. La mujer también había sacado del baúl su amplia toca blanca, la de los bordados, y se cubrió la cabeza. Al ver al Gran Osman se detuvo y rió.
—Osman, Osman, estas ropas no son las de cada día —señaló alarmada—. ¿No notarán los vecinos que te ocurre algo especial?
—Que se pudran los vecinos —respondió con ira pero también preocupado—. Si la gente fuera un poco más lista no se habría convertido en juguete de un par o tres de agás. Mira, ven, acércate y mira. Duerme como un bebé en su cuna… Como un niño, apenas un hombre… Pero tiene valor, inteligencia y hombría. Tiene hombría y por eso le temen los agás y hasta el mismo Gobierno. Le tienen miedo, miedo. En las montañas había quinientos bandoleros y el Gobierno no se preocupaba, más de quinientos. ¿Por qué? Porque a aquellos bandoleros les faltaba hombría. Ahora sólo por Memed el Flaco los soldados han tomado las montañas y andan rebuscando hasta debajo de las piedras. Los grandes agás, el poderoso Gobierno con sus innumerables soldados se le han echado encima a este pobre… ¡Mira, mira!
Caminó con rapidez haciendo resonar las botas y abrió la puerta del armario.
—Mira, como un bebé… Si los del Gobierno lo vieran así, se morirían de vergüenza.
Cerró el armario con gesto grave y apoyó la mano sobre el hombro de Kamer.
—Kamer —dijo con su voz más cordial—, querida Kamer, si los del Gobierno vieran así a mi pequeño halcón, si los agás vieran así a mi Memed, tal vez tendrían aún más miedo. ¿No dirían que es la piedra inesperada la que nos hiere en la cabeza? ¿No dirían que si este muchacho ha sido capaz de rebelarse, lo mismo harían los demás si tuvieran un poco de valor y hombría? Desde luego, querida Kamer. Ser un hombre es otra cosa. Tener hombría es otra cosa.
Reanudó sus paseos.
—Ser un hombre. Ser un hombre —repetía mientras andaba—. Ser un hombre, Kamer, ser un hombre… Mira, tengo ya un pie en la tumba. Como mucho, como mucho, duraré otros diez años. Luego el último suspiro y el pájaro de la vida se escapará. Hay que ser un hombre, Kamer, ser un hombre. Ésa es la base de todo. Es el miedo lo que nos rebaja, lo que nos quita la hombría. Créeme, yo sé lo que me digo.
La madre Kamer trajo un trozo de pan y un cuenco de leche y los depositó en sus manos. El Gran Osman masticó el pan con su boca desdentada y se llevó el cuenco a los labios. En poco tiempo se lo acabó todo.
—Kamer, voy a darme una vuelta por el pueblo. Si mi halcón se despierta, no le dejes salir de casa y llévale sopa al armario. Y ponle una lata para que haga en ella sus necesidades. Luego sácala y vacíala sin que nadie te vea. Mañana abriré una puerta que dé al establo.
Había dejado de llover y en el cielo no se veía ni una nube. Una suave brisa, cálida e indefinida, que venía de la llanura de Akçasaz, traía oleadas de aromas: a soleados narcisos, a brezo, a hierba, a ciénaga, a abejas, a mariposas, a juncos, a la vegetación putrefacta de la marisma.
El Gran Osman se dejó caer en el umbral de su casa, sacó la pipa, la llenó de tabaco de contrabando, amarillo como el ámbar, le prendió fuego y aspiró. Tosió tres veces, tan fuerte que se le oyó hasta en el otro extremo del pueblo.
—El Gran Osman vuelve a tener uno de sus días buenos —comentaron los que le oyeron.
Se puso en pie, afirmó la pipa en la parte derecha de su boca sin dientes, cruzó las manos a la espalda y caminó, con la cintura doblada y algo encorvado, aunque intentaba mantenerse lo más erguido posible. Adoptó la postura de quien monta un brioso corcel árabe. Mirando el mundo desde arriba, sabiendo un gran secreto y sin decirlo… Fue desde su casa hasta la de Selver la Recién Casada, en el otro extremo de la aldea, con esa actitud arrogante, feliz, pomposa, sonriendo con displicencia, como si dijera: «Eh, vecino, soy yo el que creó las montañas; no me costó mucho, por cierto». Todos pensaron que iba a casa de Selver la Recién Casada para hablar con ella. Pero, al llegar allí, volvió sobre sus pasos con los mismos aires de importancia. Al ver que se iba, Selver salió de su casa.
—Osman agá, Osman agá, ¿llegas hasta mi puerta para volverte sin entrar?
Selver la Recién Casada era de la misma edad que el Gran Osman. Su marido y sus hijos se habían alistado en el ejército y no habían vuelto nunca más. No tenía parientes y vivía sola en una choza en un extremo de la aldea. Muy lejos, en otra aldea, le quedaba un único nieto.
—Tómate un café y luego te vas, Osman agá.
El Gran Osman se detuvo y sonrió.
—Selver la Recién Casada, no es momento de tomar café, pero gracias de todos modos —replicó Osman, con ese aire pomposo de quien sabe un secreto que los demás ignoran.
Y echó a andar dándose aún más humos, con una sonrisa de oreja a oreja.
Los que vieron así al Gran Osman, tan satisfecho, con su muda de fiesta y una sonrisa en los labios, comprendieron que algo le ocurría. Sentados en los umbrales, mujeres, niños, enfermos y ancianos le vieron pasear por el centro del pueblo hecho un pincel y fumando en pipa. ¿Qué habría pasado para que el Gran Osman estuviera tan contento? En la aldea no había ocurrido nada extraordinario.
El Gran Osman anduvo zangoloteando hasta mediodía sin decir nada a nadie. Los que se acercaron a preguntarle se toparon con una dulce sonrisa de superioridad, de displicencia y una brillante mirada de pícaro. Caminaba con las manos a la espalda y esparcía sin cesar el humo de su pipa.
Hüsam, el hijo mayor del Gran Osman, corrió rápidamente a casa de su padre para preguntarle a su madre:
—Madre, ¿qué le pasa a padre? ¿Qué ocurre, madre?
—No lo sé. Cómo voy a saber yo lo que hace ese viejo medio chalado. Le ha dado un aire y no hace más que pasear así. Chochea.
También la madre Kamer parecía rara. A Hüsam esto le hizo sospechar aún más.
—Aquí está pasando algo, madre. Tú sabes mantener la boca cerrada mejor que padre y no soltarás prenda; pero al final padre acabará hablando. Míralo, si es que está que revienta… Si no lo dice en dos días, se muere. Así que dile que no nos tenga sobre ascuas. En los últimos años padre no se había vestido tan elegante ni se había paseado de ese modo por la aldea, sólo cuando se marchó Memed.
Al oír nombrar al Flaco, la cara de la madre Kamer se puso como la ceniza y le temblaron las manos y los labios. Aquello tampoco se le escapó a Hüsam.
Hüsam se dirigió hacia el gran árbol que había en el centro de la aldea, donde sus convecinos se habían reunido y esperaban impacientes las noticias que pudiera traerles. Hüsam les dijo de lejos:
—No he podido enterarme de nada. Si no lo suelta mi padre, ¿va a decirlo ella? No os preocupéis, que mi padre no aguantará más de dos o tres días. La mejor estrategia es no hacerle caso. Que parezca que no nos damos cuenta de nada, así la rabia le soltará la lengua… Hala, todos a casa…
El Gran Osman volvió a la suya a mediodía, fue hasta la despensa, saludó a Memed, se sentó y comió con rapidez. Luego se apresuró a salir de nuevo, encendió la pipa, y empezó a echar humo mientras paseaba, observando por el rabillo del ojo a los campesinos. Al no ver a nadie por allí, sonrió y se dijo: «Ya os conozco, pillastres. Os conozco muy bien. Sé que me estáis mirando a escondidas para que estalle y os lo diga cuanto antes. Pero no os canséis, éste es un asunto del que no hablaré aunque reviente».
Durante tres días Osman estuvo paseando de esa manera desde la salida del sol hasta el ocaso. Al atardecer del tercer día regresó a casa pálido y las manos le temblaban más de lo acostumbrado mientras sostenía su pipa.
—Estoy cansado, estoy deshecho. ¡Tres días llevo así! ¿Acaso pueden aguantarse tres días desde la mañana a la noche, Kamer? No se ve a nadie por ahí pero yo los conozco, los conozco. Ahora están que se mueren de curiosidad.
Ni siquiera miró a Memed el Flaco, ni siquiera se tomó el café. En cuanto se sentó junto al hogar, suspiró y se quedó dormido y empezó a roncar. Su boca abierta parecía un agujero oscuro.