8
—Hoy no abras la puerta a nadie —le ordenó el Gran Osman a la madre Kamer en el tono del militar que imparte órdenes—. Hoy no estamos en casa. Voy a abrir una puerta en el establo para que mi halcón pueda cagar tranquilamente. Sé por experiencia que lo peor de ser un fugitivo es aliviarse. Si no puedes hacerlo con comodidad, el mundo entero se convierte en un calabozo y, lo que es peor, se te viene encima. Voy a abrir una puerta en el establo, madre Kamer, para que mi halcón pueda cagar tranquilamente.
La madre Kamer cerró la puerta con llave y luego la atrancó bien.
—Ven, Memed —dijo el Gran Osman—, ayúdame. Ayúdame a abrir esa puerta para que puedas cagar sin problemas, para que no tengas que gruñir agachado en el armario, o en la casa, o sobre las latas.
Rayos de sol se introducían como flechas en la penumbra de la casa por los intersticios de las ventanas y las maderas de la puerta. En la luz bailaban dando vueltas miles de motas brillantes de polvo.
—Abriremos la puerta aquí —indicó el Gran Osman cuando se le acercó Memed. Señaló la pared de madera que había junto al hogar.
—¿Tenéis una sierra? —preguntó Memed.
—Sí —intervino la madre Kamer—. Sí, querido.
—Bien, entonces será cosa fácil.
Memed colocó en el suelo, junto a la pared, la sierra, la hoz y el hacha que le iba dando la madre Kamer.
En la penumbra, el Gran Osman lo observaba con los brazos en jarras.
—Procura no hacer ruido, halcón mío, o se darán cuenta de que estamos en casa. De hecho ya han notado algo raro. Mi hijo mayor ha venido a preguntarle a su madre: «Padre se lleva algo entre manos, ¿qué es?».
Memed rió y agarró el hacha.
—¿Aquí, tío Osman? —Señaló un punto a la altura de un hombre.
—Corta ahí. Yo repararé esa puerta de ahí. Si quieres, mídela primero y luego haces la abertura igual.
Memed se inclinó y, después de medir la vieja puerta cuarteada y estropeada por el sol que había a su lado, abrió un boquete lo más exacto posible. Luego cogió la sierra y siguió trabajando con ella. Poco después había abierto un agujero cuadrado en la pared. Memed era hábil con las manos. Acercó la puerta que había reparado el Gran Osman, la encajó en la abertura, la cerró y la abrió un par de veces y con ello dio por concluido el trabajo.
Era ya mediodía y algunos gallos cantaban aquí y allá. En el entretanto habían llamado dos veces a la puerta pero ellos no habían abierto. Memed sudaba. Le devolvió a la madre Kamer el hacha, la hoz, la sierra y el bote llenos de clavos.
—¡Te felicito! Está muy bien, halcón mío —dijo el Gran Osman acariciándole suavemente la espalda. Las manos le temblaban, se estremecían. Luego se inclinó a su oído y le susurró—: Ahora ve y haz lo que tengas que hacer en el establo. Madre Kamer, dale el aguamanil a mi muchacho. En cuanto te hayas desahogado tomaremos tranquilamente una buena comida. Así, uno frente al otro. Te echaba de menos, querido muchacho.
Memed cogió el aguamanil de manos de la madre Kamer, se fue a un rincón en el otro extremo del establo, se acuclilló y se alivió tranquilamente. Lo que había dicho el Gran Osman era cierto. Tener que hacer sus necesidades en una lata le resultaba incómodo. Algunos días no había podido hacerlo y había tenido que esperar a la noche. Eso también resultaba una incomodidad.
Después de volver del establo, Memed se lavó las manos sobre el hogar. La madre Kamer se ofreció a echarle el agua, pero Memed no quiso y ella no insistió.
—No he podido encender el fuego —se excusó la madre Kamer—. Pero tenemos calostro de la vaca parda. Le echaré azúcar por encima. Si queréis, también hay miel.
—Trae la miel y el calostro —dijo el Gran Osman—. Le vendrá bien a mi muchacho. El calostro con miel le dará fuerzas.
El Gran Osman estaba decidido a convertir a aquel muchacho delgado y debilucho en un hombre imponente a fuerza de hacerle comer y beber. Si engordara, si creciera un poco, si ensanchara los hombros, si se le endureciera el cuello hasta parecer un luchador, si el que lo mirara a la cara sintiera miedo… Daba un poco de vergüenza decir que ése, que aquel muchacho escuálido era Memed el Flaco. Aunque lo jurara por Dios, con la mano sobre El Corán, nadie lo creería. «Y en cuanto a mí —pensó—, escondo temeroso a este hombrecillo. Si lo dejara salir por la aldea y asegurara que es Memed el Flaco, nadie me creería. Pero si hasta la madre Kamer duda a veces de que lo sea. Cada dos por tres me mira como diciendo: “¡No me lo puedo creer, Gran Osman, no me puedo creer que sea el Halcón! ¡Ojalá no te hayas equivocado!”. Hay sospecha en los ojos de la madre Kamer. Si yo mismo no lo hubiera visto tampoco me lo creería. Este no puede ser el Memed el Flaco del que tanto se habla… Afortunadamente nadie le ha visto la cara. Y los que lo conocen no lo han visto así, durmiendo como un niño pequeño, apretando los labios y sorbiéndose los mocos, gracias a Dios. La madre Kamer lo vio un día llorando en sueños, como un bebé.
»—El muchacho llora, Osman. En sueños.
»—Pues que llore.
»—Como los bebés.
»—¿Y qué, madre Kamer?
»—Un chiquillo así no debería llevar armas.
»—¿Qué quieres decir, madre Kamer?
»—No quiero decir nada. Tan sólo que es un niño. Sólo los niños lloran así en sueños.
»Madre Kamer no puede creérselo y si yo no lo hubiera visto con mis propios ojos tampoco me lo creería. ¿Es éste el que mató a Abdi agá y en medio de la ciudad, delante de los funcionarios del Gobierno? ¿Este el que le arrebató la vida al Hojalatero, el que tantos conflictos causó al sargento Asım? ¿El que hacía temblar todo el Taurus…?».
—Come mucho, cómetelo todo, traga bocados grandes, mi halcón. El calostro con miel te sentará bien. Durante tres días comerás calostro con miel sin parar… y luego comerás cosas con mucha grasa. Tú nunca has comido… La madre Kamer te hará…
Memed sonreía y se preparaba bocados el doble o el triple de grandes para que el Gran Osman estuviera contento.
—Mira, halcón mío, hasta ahora no he tenido ocasión de decírtelo. El campo que te compraron los aldeanos ha pasado a manos de Ali Safa. No tienes otra tierra aparte de ésa. En cuanto a la casa, ahí está. En ella vive la niña Seyran. Tiene muy mal genio y no habla con nadie, sólo con la madre Kamer. Seyran la quiere mucho. Todas las noches, cuando todos se han retirado y hasta los lobos y los pájaros se han acostado, comienza a lanzar lamentos. Tiene una voz que ablanda a las piedras… Los campesinos saben cuándo va a cantar y no duermen, esperan. Escuchan, Memed mío, mi halcón. La niña Seyran es bella entre las bellas. Nadie ha sufrido como ella… ¡Que Dios no envíe a nuestros enemigos las tribulaciones por las que pasó ella! Pero Seyran aguanta, se la ve pálida y triste, pero mantiene la cabeza alta… La ira es como un fuego interior que aún la embellece más. Su hermosura resulta casi insoportable.
Como toda Çukurova, Memed sabía lo que le había ocurrido a Seyran. Suspiró.
—¿Tú también sabes quién es Seyran, querido muchacho?
—Lo sé, tío Osman —respondió con los ojos llenos de lágrimas, la cara tensa, triste—. Lo sé.
—No hubo cosa que no nos hiciera Ali Safa porque te habíamos comprado un terreno y hecho una casa. Hiciste bien en no bajar, querido; si hubieras bajado de las montañas cuando proclamaron la amnistía, los agás de Çukurova se habrían confabulado contra ti. No te habrían dejado vivir. Eres como una enorme y aguzada espina de acero. Bajes a la llanura, vayas por las montañas, estés en la cárcel o desaparezcas, aunque te mueras, sigues siendo una espina que tienen clavada. Aunque fueras hasta sus puertas a ofrecerte como esclavo, seguirían sin perdonarte. Da grandes bocados, come mucho calostro con miel…
Memed levantó la cabeza, muy serio, y tomó un enorme bocado. Un brillo acerado apareció en sus ojos.
—¿Qué ha sido del Hijo del Beato? —preguntó con una voz terrible, cortante como un cuchillo.
La madre Kamer pensó: «Así que éste es el Memed el Flaco del que hablan. ¡Qué voz! El muchacho sentado junto al hogar. ¡Qué voz tan colérica! ¡Qué voz!».
—El Hijo del Beato arregló sus cuentas con todos, se despidió y se fue —contestó el Gran Osman—. Vejado, acobardado, acabado. Se fue. Parecía un muerto.
—¡Ojalá no hubiera abandonado la aldea! —se lamentó Memed.
El Gran Osman inclinó la cabeza.
—¡Ojalá! Come, come más.
Luego se puso en pie, fue hasta el lugar por el que se filtraba la luz, sacó la pistola de su funda y comenzó a engrasarla. Tras un largo rato de engrasarla en silencio, comenzó a hablar:
—Saliste de la aldea de Değirmenoluk como un fogonazo. Te fuiste volando. Desapareciste de la vista. Cuando te fuiste, surgió una luz alta como un alminar en la cumbre de la montaña de Ali que duró tres días con sus noches. Todos los de la aldea estaban admirados y contemplaron la luz sin dormir durante aquellas tres noches. Yo también la miré. Desde entonces la luz se encendió todos los años en la noche del aniversario del día que desapareciste. Los alrededores estuvieron iluminados como si fuera de día durante aquellas tres noches. ¿Y después?
—Después… —A Memed se le quebró la voz—. Bueno, tío Osman, yo montaba el caballo que me habías traído… Cabalgué sin parar. Una noche me dormí a los pies de una montaña inmensa, y al día siguiente me encontré con un campamento turcomano de tiendas de piel. Enseguida supieron que yo era Memed el Flaco y me recibieron tan bien, me trataron tan bien que… Les pregunté por Kerimoğlu…
—Kerimoğlu era todo un hombre, un valiente —dijo el Gran Osman, introduciendo la pistola en la funda.
—El señor del campamento turcomano era un hombre venerable como Kerimoğlu… Cuando llegué a su tienda disparó tres veces al aire y luego sacrificó un carnero en aquel mismo lugar…