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Seyran era de Harmanca, el pueblo de los riscos bermejos, una de las aldeas de la región de Pazarcik. La aldea se alzaba sobre un extraño afloramiento de rocas de pedernal blanco, verde, morado y rojo, puntiagudas y cortantes como cuchillos que adquirían la forma de un peculiar bosque. Allí se criaban buenos caballos. El agua fluía entre el roquedal y descendía hacia la llanura clara como el cristal, brillando con mil y un reflejos. Cuatro veces al año, sobre la aldea de Harmanca pasaban bandadas de grullas volando a muy baja altura. Entre los peñascos de pedernal crecían grandes flores brillantes, de tallo largo e intenso aroma. El trigo que crecía diseminado entre las rocas era resistente, abundante y nutritivo. Las vacas, los caballos, los bueyes, todas las criaturas que se criaban en Harmanca eran altas, esbeltas, fuertes y hermosas. Sobre todo las personas eran extraordinariamente hermosas. Las gentes de las comarcas de Maraş y los de la llanura reconocían a los habitantes de Harmanca simplemente por su belleza y apostura. También los pájaros y los insectos de Harmanca eran grandes y de vivos colores. Cantaban y brillaban más que los de otros lugares.

Los habitantes de este pueblo quizá no fueran muy ricos, pero sí ahorradores. No aparentaban pobreza. Ellos mismos tejían y teñían las telas, que luego cortaban y cosían para confeccionar sus ropas. Nadie vio a un habitante de Harmanca con la ropa sucia o rota. Eran gente muy susceptible en cuestiones de honor, duros. En Harmanca se derramaba mucha sangre. Este comportamiento formaba parte de la tradición, de ahí que pocos sintieran miedo. Quizá por el aire, el agua o la dureza de la tierra, todo allí era seco y duro. Prácticamente no había nada blando ni flexible. Las caras de la gente eran del color del cobre. Tanto hombres como mujeres tenían los ojos grandes.

Seyran era la hija del juez Halil y la menor de cinco hermanos. El juez Halil era considerado el hombre más noble de aquellas montañas. Según su árbol genealógico, su estirpe se remontaba a siglos atrás. Y el hogar del juez Halil estaba abierto a cualquier huésped. En su casa existían unas costumbres especiales, una tradición singular.

Un buen día apareció por la aldea de Harmanca un niño de corta edad. No debía de tener más de cinco o seis años. Nadie sabía de dónde había venido ni adonde iba, ni de qué aldea procedía. El niño sólo les dio una pista: en cuanto veía una gota de sangre, huía gritando. Sobre todo, si veía sangrar a una persona, sus gritos y lloros duraban un largo rato. El niño creció en casa de Veli el Barbilampiño, quien era vecino de la familia de Seyran. En una ocasión el niño tuvo la tiña y la madre de Seyran lo cuidó y le aplicó toda clase de remedios y ungüentos. Los vecinos pusieron al niño de nombre Aziz. Seyran era dos años mayor que Aziz y se convirtió en una especie de madre para el huérfano. Como eran vecinos, siempre estaban juntos. No permitía que nadie tocara al pequeño, lo protegía de todos… Cuando alguien pretendía molestar a Aziz o hacerle daño, Seyran se ponía hecha una fiera. Parecía una de las hembras de leopardo que vivían en los riscos de pedernal de Harmanca y atacaban salvajemente a cualquiera que pretendiera hacer el menor daño a sus crías. Aziz parecía el hijo echado al mundo por una Seyran salvaje. Si en su mesa había cualquier comida de la que careciera Aziz, ella se la llevaba al muchacho. Con los años, su amistad no hizo más que aumentar. Eran carne y uña; inseparables.

Los dos llegaron a la adolescencia. Seyran era alta y esbelta; y Aziz, bajo, pequeñito. Tenía unas facciones dulces y tristes, con una bella sonrisa. Una cicatriz en la mejilla izquierda que le descendía hasta la barbilla daba a su cara una belleza extraña. A pesar de su pequeñez, Aziz se crió fuerte como los habitantes de Harmanca. Montaba a caballo y usaba las armas tan bien como ellos, era capaz de caminar durante días por los escarpados riscos, como ellos. Y era tan valiente y temerario como ellos…

Pero cuando llegaron a la juventud empezaron los chismorreos en la aldea. No estaba bien que un muchacho y una joven de su edad anduvieran juntos noche y día.

Las habladurías se extendieron más allá de Harmanca hasta otras aldeas, cercanas y lejanas. Mientras la belleza de Seyran corría de boca en boca, su amor por Aziz fue acrecentándose, extendiéndose, haciéndose legendario.

Un buen día el padre de Seyran comentó el problema a su esposa.

—¿Has oído lo que se dice?

—Sí —reconoció la mujer—, me he enterado, pero Aziz es como un hijo para Seyran. Están más unidos que si fueran hermanos.

—Lo sé, lo sé muy bien. Pero ¿cómo se le puede explicar a los forasteros? Dile a la niña que se mantenga lejos de Aziz.

La madre le contó a Seyran lo que ocurría y ella se quedó muy sorprendida. Nunca había pensado que pudiera sucederle algo así. Una vez recobrada de su sorpresa inicial, la cosa le hizo gracia, pero luego empezó a preocuparse. Discutió largamente con sus padres. En una ocasión estuvo tres días sin ver a Aziz, pero la pena, el dolor y la preocupación estuvieron a punto de acabar con ella.

Sus padres, sus hermanos, sus parientes y amigos, toda la aldea la reprendió durante días. Pero Seyran no sabía estar sin Aziz y dejó de comer y beber, de reír y llorar.

Enviaron a Aziz a otros lugares, a otros pueblos, pero Seyran lo encontraba siempre y lo traía de vuelta. La prometieron a un joven muy apuesto de otra aldea. El muchacho era el hijo de Hürşit bey, dueño de muchos caballos, rebaños y tierras. Una noche Seyran estuvo a punto de pegarle un tiro porque el joven quiso besarla.

Durante dos años Seyran se enfrentó a su familia y a los vecinos. Aquella lucha le causó muchos sufrimientos.

Un día Aziz desapareció. Dijeron que se había marchado a Çukurova, muy lejos, a una tierra extraña y desconocida. Cuando Seyran perdió la esperanza de que Aziz volviera, tomó un caballo del establo de su padre y se puso en camino. Buscó y registró, preguntó e interrogó por todas partes. Los que la veían se quedaban boquiabiertos ante su belleza. Finalmente encontró a Aziz en la aldea de Vayvay, refugiado en casa del alcalde Seyfali. El juez Halil era amigo del padre de Seyfali y por eso le había enviado a Aziz. Tanto Seyfali como su padre lo acogieron cordialmente. Todos los turcomanos de Çukurova comentaban el infinito amor que unía a Seyran y Aziz. Fieles a sus tradiciones, los turcomanos prestaron toda la ayuda posible a los enamorados. Así los jóvenes se convirtieron en los amantes más felices del mundo. La belleza de Seyran llegó a ser legendaria. Fue entonces cuando les sobrevino una catástrofe inesperada.

El hermano mayor de Ali Safa bey tenía tres hijos. Aunque vivían en la finca de su tío, eran personas instruidas, acostumbradas a la vida de la ciudad. Por eso habían renegado de las tradiciones turcomanas y se habían vuelto unos seres crueles e inhumanos. Se aficionaron al juego y a la bebida, traían prostitutas al pueblo, y lo peor de todo es que hasta robaban y mataban. Hasta entonces los turcomanos no habían visto a nadie así y se sorprendían de que pudieran existir tales seres.

Aquellos hombres oyeron hablar de la belleza de una tal Seyran que vivía en casa de Seyfali, en la aldea de Vayvay, y así fue que empezaron a visitar asiduamente el lugar. Se pasaban allí todo el día. Los aldeanos se enfurecieron con aquellos malvados que habían puesto sus ojos en Seyran y en varias ocasiones se produjeron peleas. A esos tres hermanos se les unió el sargento Zülfo. Daban vueltas por la aldea sin poder acercarse a Seyran, a pesar de que la hermosa joven no tenía a nadie y de que Aziz era pequeño como un niño. Ella no sólo no los animaba: ni siquiera les dirigía una triste mirada. Al final no pudieron resistirlo y una noche asaltaron a tiros la casa de Seyfali. El ataque duró toda la noche y hubo varios heridos, tanto por parte de los aldeanos como por la de los asaltantes, que a pesar de todo lograron secuestrar a Seyran. Después del rapto empezaron a circular muchos rumores sobre Seyran. Hubo quien dijo que el sobrino mayor de Ali Safa se había enamorado de la joven, que se moría de amor, pero que ella se negaba a entregarse. Hubo quien dijo que todos, primero Zülfo y luego los demás, la violaban todas las noches. Sin embargo, a pesar de todos los rumores, no se supo la verdad de lo ocurrido ni se sabrá jamás.

Aziz se puso loco de rabia cuando secuestraron a su Seyran. Sin que se sepa cómo, consiguió una magnífica carabina alemana y muchísima munición. Tantas balas reunió que apenas podía andar con el peso de las cananas.

Un día, poco después de amanecer, Aziz sorprendió al sargento Zülfo, a los tres hermanos y a otros en una casa de adobe en la plaza de Bozkuyu. Abrió la puerta, se agazapó en el umbral y comenzó a matarlos uno por uno. En el interior no quedó nadie con vida, excepto Seyran. Cuando todo hubo terminado se acercó a ella tranquilamente, la cogió de la mano, la ayudó a levantarse y la miró largamente a los ojos. Luego se puso de puntillas para darle un beso en la frente, se dio la vuelta y se marchó del pueblo. Cuando llegó al puesto de policía ya era mediodía. Disparó al primer agente que le salió al paso. Los otros cerraron la puerta del cuartelillo y abrieron fuego contra Aziz. La lucha duró tres horas. Luego Aziz se levantó impertérrito y pidió cerillas, gasolina y unos trapos a un campesino que observaba desde lejos; el hombre se vio incapaz de negarse y poco después le trajo lo que le había pedido, como si estuviera hechizado. Con la misma sangre fría Aziz prendió fuego a la puerta del cuartelillo, que empezó a arder. Al poco, los policías se lanzaron al exterior y Aziz los fue abatiendo según salían. Cuando hubo terminado con todos ellos, se vio rodeado por un destacamento de la policía que había recibido noticias de lo que ocurría desde la ciudad. Se inició un largo combate en el que muchos agentes resultaron heridos. Cuando al final se le agotaron las municiones, Aziz se levantó de la trinchera en que se refugiaba, echó a caminar hacia ellos y cayó muerto cuando le dispararon. Su cuerpo quedó completamente acribillado. Nadie supo cuántas balas lo habían alcanzado.

Llevaron el cadáver de Aziz a la ciudad y lo tuvieron expuesto delante de la Jefatura de Policía durante dos días. La gente observaba con admiración y afecto aquel cadáver tan menudo. Miraban su cuerpo, que la muerte había encogido aún más, como se miran las reliquias de un santo.

A Seyran la encarcelaron y nadie pudo reclamar el cadáver de Aziz. Los policías lo arrojaron en un hoyo en las afueras de la ciudad y lo cubrieron de tan mala gana con unas cuantas paletadas de tierra que la cabeza y los pies quedaron al descubierto. Cuando se fueron los policías, llegó la gente. Entre todos sacaron el cadáver del hoyo, lo llevaron a la mezquita, lo lavaron y luego lo condujeron al cementerio, donde lo enterraron con todos los honores.

El juez Halil se enteró de la terrible noticia unos días después de los hechos. Tanto le afectó lo ocurrido que cayó enfermo y al cabo de poco tiempo murió.

La madre, los hermanos y los parientes de Seyran bajaron a Çukurova para visitarla en la cárcel. Seyran no abrió la boca para decir una palabra ni a su madre ni a sus hermanos.

En cuanto salió de la cárcel, Seyran fue en busca de la tumba de Aziz, que estaba en la colina más alta de las que circundaban la ciudad, en un lugar poblado de mirtos. Junto a la tumba entonó sus plegarias, tan bellas, cálidas y sinceras que hechizaban a quienes las oyeron. Seyran permaneció algunos días en la ciudad y luego se fue a Vayvay, a casa de Seyfali. Su madre, sus hermanos y sus parientes quisieron llevársela a Harmanca, pero ella no les hizo caso, no los escuchó, ni siquiera se dignó mirarlos. Su madre, sus hermanos y sus parientes tuvieron que regresar a su tierra sin ella. A partir de entonces iban a Vayvay una vez cada tres meses para llevarse a Seyran. Un buen día su madre, comprendiendo que Seyran nunca regresaría a las montañas, recogió todas sus pertenencias y se trasladó a Vayvay. Tras ella se asentaron en la aldea sus hermanos y sus parientes. Tenían dinero. Además, vendieron sus caballos y rebaños y les compraron tierras a los turcomanos en las riberas de Akçasaz. Eran hombres fuertes y así, aunque eran pocos, nadie se atrevía a meterse con ellos.

Seyran no iba a sus casas, no aceptaba nada de ellos; nunca les dirigía la palabra; ni siquiera a su madre. Jamás se volvía para mirar las casas donde vivía su familia.

A los montañeses les costó adaptarse al aire y al agua de Çukurova. El primer año, tanto Seyran como los demás padecieron de malaria, pero con el tiempo se fueron acostumbrando al calor y los mosquitos.

Seyran iba a la ciudad el primer viernes de cada mes para visitar la tumba de Aziz, y junto a la tumba recitaba sus plegarias con su voz más bella, como un pájaro que canta por la noche.

Seyran vivía sola en una casa aparte, trabajaba en el campo, se ganaba la vida, no aceptaba nada de nadie.

Tras la muerte de Aziz nadie le propuso matrimonio. Era tan bella que los campesinos de Çukurova la consideraban una criatura sagrada. A nadie se le ocurría ver en ella una mujer.

Después de la muerte del Hojalatero y la desaparición de Memed los aldeanos amueblaron y decoraron la casa de este último y se la ofrecieron a Seyran. Ella aceptó sin remilgos hipócritas la casa vacía que habían destinado a Memed. En aquella casa entonó sus más bellos lamentos por Aziz, cantando hasta la mañana como los pájaros. Las jovencitas de la aldea se pasaban las noches sin dormir rondando por las esquinas de la casa para memorizar esos lamentos. Toda Çukurova los recitaba.

Seyran sólo sonrió en una ocasión tras la muerte de Aziz y fue cuando oyó que Memed el Flaco había matado al Hojalatero. Desde que llegó a Vayvay no había querido ver nada ni a nadie, ni se había interesado por nada. Pero después de la muerte del Hojalatero, empezó a desear de todo corazón ver a Memed el Flaco.

Ahora que Memed se había ido, la consumía la oportunidad perdida y meditaba muchas horas. «Lo sabía, ya había notado que en casa del Gran Osman ocurría algo. La madre Kamer estaba muy nerviosa, no podía estarse quieta, continuamente miraba hacia su casa, a la puerta cerrada. ¡Ojalá me hubiera atrevido a entrar!». Estuvo a punto de hacerlo en varias ocasiones, pero al final, por un motivo o por otro, acabó descartando la idea. Y eso era lo que la consumía. ¿Qué tipo de hombre sería? ¿Cómo era Memed el Flaco?

Y el Gran Osman, como si adivinara su curiosidad, en cuanto se despertó comenzó a hablarle de nuevo de Memed el Flaco:

—Tiene los ojos grandes, enormes. Cuando lo miras a la cara no ves más que esos grandes ojos brillantes, chispeantes. Son tan duros que no puedes mirarlos mucho rato sin que se te acelere el corazón. Nadie puede matarlo, si lo hicieran yo no lo resistiría. No podría vivir, me moriría. ¡Y qué rápido es con el gatillo! Tanto que ni se le ve mover el dedo. Las balas no pueden tocarlo. Volverá.

Mientras decía aquello dirigió una mirada suplicante al maestro Ferhat y esperó.

—Volverá —asintió el maestro, procurando reflejar en su voz toda la fe de su corazón.