18
Se cubría la cabeza con un pañuelo verde. Era alta, de piel trigueña y pelo negro, peinado siempre en dos gruesas trenzas que le llegaban a las caderas. Tenía el rostro más bien alargado, con hoyuelos, y sus ojos eran grandes y melancólicos. En las comisuras de los labios se le formaba un pliegue dulce, y las pestañas eran oscuras, largas y rizadas… Algo más abajo de una oreja tenía tres minúsculos lunares diseminados en cascada que daban a su rostro un aire extraño, fascinante. Seyran parecía una criatura incomparable, sagrada, llegada de otro mundo, intocable, solitaria. Durante mucho tiempo nadie se atrevió a mirarla a la cara, no había hombre ni mujer capaz de sostener su mirada. Tenía una expresión especial, tan conmovedora que arrastraban a una pena y un dolor insoportables. Se parecía a una canción muy antigua, triste, suave, pero a veces muy dura, embrujadora, que llegara de más allá de las noches y las montañas. Era muy reservada y apenas sonreía. Su voz era como una elegía, un lamento de mil años. Y cuando muy de vez en cuando se reía, los alrededores se iluminaban, el mundo se llenaba de esperanza y de luz. Cuando reía lo hacía con todo su corazón y embellecía aún más. Aparentaba entre veinticinco y treinta años. Nadie parecía saber cuánto tiempo llevaba en la aldea. Se había enraizado en aquel lugar como si hubiera nacido y crecido allí. En las tierras de Anavarza no había nadie que no la respetara por la enorme desventura, el gran desastre que le había ocurrido. En la aldea todos la consideraban su propia hija, y ella también se sentía en familia. La niña Seyran no podía irse de la aldea porque sin ella aquel pueblo no se tendría en pie, o al menos eso les parecía a los aldeanos. Después de la inconcebible desgracia acaecida a la joven, vinieron de las montañas de Pazarcik los hermanos de Seyran, sus primos y sus parientes, con la intención de llevarla de vuelta a su tierra, pero fue en vano: no lograron arrancarla de la aldea de Vayvay. Seyran no habló, guardó silencio. Guardó silencio durante años. Sus hermanos y sus parientes, que no habían logrado llevarla de vuelta a las montañas de Pazarcik, no pudieron resistir los lamentos de sus madres, bajaron de las montañas formando una gran tribu y se asentaron en las fértiles tierras de la aldea de Vayvay. Era gente rica. Gente muy valiente, fuerte, sana, que sabía usar bien las armas y montar a caballo. Generosos y llenos de cariño. Llegaron a querer a los turcomanos de Çukurova y éstos, en quienes es tradicional el afecto por los demás, también llegaron a querer a aquellos valientes montañeses. En pocos años los turcomanos y los montañeses se mezclaron, se entregaron y recibieron mutuamente a sus hijas y se convirtieron en hermanos. Eran gente distinta en temperamento y naturaleza pero les unía la belleza de sus tradiciones de afecto, generosidad y respeto. A pesar de ello, la niña Seyran no hablaba con sus hermanos, ni con sus parientes, ni siquiera con su madre: no los perdonaba.
—Si al menos Seyran quisiera hablarme y llamarme madre, aunque sólo fuera una vez, ya me daría por satisfecha y moriría gustosa —decía su madre.
Pero la niña Seyran no les hacía caso y seguía impasible. La primera persona a quien dirigió la palabra fue la madre Kamer. El afecto que las unía superaba al amor que existe entre madre e hija.
Seyran supo por İbrahim, el hijo de un vecino, que el Gran Osman había caído enfermo.
—El Gran Osman llegó a su casa y no pudo encontrar algo que guardaba en ella. Se puso enfermo del disgusto, cayó al suelo desmayado. Se encuentra bastante mal. Y el maestro Ferhat está muy preocupado, mucho. Un espíritu maligno ha atacado al Gran Osman. Está muy enfadado con el Hijo del Beato y con los campesinos que huyeron. Está indignado… Sí…
La niña Seyran echó a correr hacia la casa del Gran Osman sin esperar a que İbrahim acabara. La madre Kamer estaba sentada junto a Osman, sosteniéndole las manos y acariciándoselas entre lágrimas.
—Tío Osman se muere, hija mía —dijo al ver a Seyran—. Y si no se muere, después de este disgusto ya no será el mismo. Le han herido en su orgullo. Le han herido en su amor propio. ¿Por qué había de ocurrirle esto al pobrecillo en su vejez?
En ese momento el Gran Osman abrió los ojos y la barba le tembló.
—¿Ha venido la niña Seyran? ¿Ha venido mi hija? —preguntó.
—Sí, ha venido Seyran. Sí, ha venido tu hija. ¿Cómo no iba a visitarte al saber que habías caído enfermo, Osman?
Seyran se arrodilló junto a la madre Kamer y tomó entre las suyas la mano de Osman.
—Ponte bueno pronto, tío Osman, ponte bueno —dijo con su voz más cálida, más afectuosa, más sincera.
El Gran Osman se incorporó un poco y la miró largamente levantando sus blancas y espesas cejas.
—No me pondré bueno, niña bonita, no me pondré bueno. Lo he resistido todo. No han conseguido matarme las guerras, ni el Yemen, ni la malaria, pero este disgusto podrá conmigo.
Volvió a recostarse lentamente y comenzó a llorar en silencio.
—Soy un halcón. Un halcón viejo y desplumado, con las alas rotas y las garras desgastadas, un halcón que ya no puede volar, hija mía. Además, soy un halcón al que le han arrebatado su cría del nido, me lo han robado, un halcón que ha perdido su esperanza y su luz. Matarán a mi halcón, a mi cría, la esperanza del mundo, la luz de mis ojos; lo matarán, Seyran, hija mía.
La mano que sostenía Seyran tiritaba de fiebre. Las lágrimas se deslizaban sin cesar hacia las sienes. Seyran lloraba con él.
—Id y encontrad a mi halcón —suplicó el Gran Osman, como en un delirio—. Id y encontrad a lo más bello del mundo, la luz de mis ojos, el centro de nuestras esperanzas, que no lo maten esos monstruos. No dejéis que los lobos, los infieles, despedacen a mi halcón. Ferhat, tú eres maestro entre los maestros, hombre entre los hombres, valiente entre los valientes… Te confío a mi halcón, cuida de él si muero. No permitas que esos lobos ataquen a mi halcón. ¿Acaso estaba enfadado por algo que dije?
—Te lo he repetido mil veces, Niño Osman —gritó la madre Kamer—. No estaba enfadado, simplemente tenía que irse.
—Entonces ¿por qué no me esperó? Tuvo miedo. Tuvo miedo de que lo entregara. No confiaba en mí, ¿verdad?
—No, no es eso. El muchacho confiaba mucho en nosotros, por eso se quedó aquí tanto tiempo. Pero ojalá no lo hubieras ido proclamando por ahí a todo el mundo.
—¿A quién se lo conté, Kamer, a quién? —preguntó en voz baja, confuso.
—¡A quién va a ser, a toda la aldea!
—¿Pero qué dices? ¿Cuándo he abierto yo la boca?
La madre Kamer perdió la paciencia.
—No has abierto la boca —gritó—, pero a ver, ¿no te pusiste tus mejores galas, te metiste la cachimba en la boca y la pistola en la cintura, y te paseaste tres días por la aldea con la cadena de plata colgando y las botas brillantes como si fueras el mismo Kozanoğlu? ¿No comprendes que los vecinos habían de preguntarse por qué paseabas así? ¿No se iba a asustar el muchacho de ese loco comportamiento tuyo?
—¡Calla, Kamer, calla, te lo ruego! ¡No me hagas sufrir! ¡No me tortures! Seyran, hija, dile que me deje morir tranquilo —suplicó Osman.
—No me callaré, Niño Osman. ¿No fuiste tú quien ayer mismo quería mostrarle al maestro Ferhat el muchacho que había venido a refugiarse en tu casa? Pero si el pobre precisamente había acudido a tu casa, a tu aldea, buscando refugio.
—¡Calla, Kamer, calla, te lo ruego! Seyran, hija, esta mala bruja me está matando. Me está torturando, por favor, que se calle.
—Ya me he callado.
La madre Kamer se puso en pie indignada.
—Ferhat, hermano, maestro, haz algo, encuentra a mi halcón —dijo Osman revolviéndose inquieto en el lecho.
El maestro Ferhat, el de la barba negra y rizada, parecía nervioso.
—No te preocupes, Osman agá —aseguró con firmeza—, no le pasará nada. Ha sabido salir con bien de muchas situaciones difíciles. No se meterá en la boca del lobo. No te preocupes, si ha dicho que volverá, lo hará. No se buscará enredos. Será que aquí se aburría o bien que tenía algún asunto que resolver. Si no, no se habría ido a ningún sitio sin despedirse de ti, volverá.
—¿Lo dices en serio? —El Gran Osman se incorporó—. Maestro Ferhat, el santo, el buen hombre de Dios, el de la barba brillante. Mira, si hasta tu barba se vuelve verde, el santo color del islam. No le pasará nada, ¿verdad?
—No —respondió Ferhat, convencido.
—¿Y si está enfadado conmigo?
—No lo está —contestó Ferhat con la misma voz.
—¿Volverá?
—Volverá.
—Si le hubieras visto la cara no lo habrías reconocido. Es un hombre que ni siquiera se parece a sí mismo. ¡Ojalá lo hubieras visto!
—Lo veré. Antes o después lo veré —declaró el maestro con gran fe y confianza.
La convicción y la seguridad de aquella voz hicieron que el Gran Osman se recobrara poco a poco.
—Ojalá le hubieras visto los ojos, maestro. Son como un pedazo de acero. No habrías podido mirarlos. Sus ojos se parecen a él.
—Estoy seguro de ello.
Llegaron los hijos y las nueras del Gran Osman, Seyfali, Sefçe el Mayordomo y también los demás aldeanos, los hermanos, parientes, la madre de Seyran, Zeynel y Selver la Recién Casada. Fueron todos los que sabían que Memed el Flaco había estado escondido durante días en casa del Gran Osman y que el anciano había caído enfermo cuando regresó el día anterior y vio que se había marchado.
En el patio de la casa del Gran Osman reinaba una gran agitación.
—Así que nuestro amigo no chocheaba —decía Sefçe el Mayordomo, alegre, riendo y paseándose tranquilamente con las manos a la espalda—. Así que ocultaba algo y no podía contárselo a nadie. ¡Gracias a Dios!
Los aldeanos, al principio se alegraron al oír el nombre de Memed el Flaco, luego se quedaron perplejos, y finalmente pasaron de la perplejidad a la alegría y de la alegría al temor.
Cuando Zeynel se enteró de aquello, permaneció un momento junto a la cabecera del Gran Osman, le estrechó la mano y luego, sin llamar la atención, abandonó el lugar. El maestro Ferhat le siguió, le dio alcance frente a la casa de Kerem el Kurdo y le apoyó la mano en el hombro con firmeza.
—Mírame, Zeynel —dijo con su voz más profunda, severa y lenta—. No le dirás a nadie, ni siquiera a Ali Safa bey, que Memed ha estado en el pueblo.
Zeynel se detuvo. Los labios le temblaban y su cara adquirió una expresión implorante. Pensó un rato.
—Mira, maestro —respondió alargando un poco más su ya largo cuello—. Yo no se lo diré a nadie, pero de todas formas lo sabe toda la aldea. La noticia ya habrá llegado a los pueblos de los alrededores y seguramente a toda la llanura. Si Ali Safa bey o los demás agás se enteran, yo no quiero saber nada de ello. No acepto esa responsabilidad. Ahora mismo, para que lo veas con tus propios ojos, vuelvo atrás, no me voy.
Y regresó al patio del Gran Osman. El maestro Ferhat le siguió los pasos.
Aquel día los aldeanos sólo hablaron de Memed el Flaco, esperanzados, desolados, irritados, alegres. Algunos muchachos y muchachas tarareaban canciones sobre las andanzas de Memed el Flaco.
Después, los aldeanos empezaron a enfadarse con el Gran Osman. Memed el Flaco había llegado a su casa, y él no dijo ni una palabra a sus vecinos. Sólo se le ocurrió pavonearse por el pueblo, fumando en pipa tan orgulloso. ¡Viejo chocho! Demasiado celoso para contárselo a los demás. Tenía que habérselo dicho a todos sus vecinos para que pudieran alegrarse los ojos viendo a Memed el Flaco. Toda su ira, su resentimiento, su irritación, sus miedos se volvieron hacia el Gran Osman.
Al menos veinte personas aseguraron que habían visto a Memed entrando en la aldea, en la ribera de Akçasaz, paseando de noche por la aldea, dirigiéndose a los riscos de Anavarza cabalgando como el viento sobre un caballo gris. También había sido Memed el Flaco el que había herido al sargento Remzi. Se inventaron y se contaron todo tipo de cosas sobre Memed el Flaco.
Aquella noche sólo permanecieron junto al Gran Osman la madre Kamer y la niña Seyran. El anciano no quiso que se quedara nadie más y envió a todos los demás a sus casas, incluidos sus hijos y sus nueras. El maestro Ferhat se fue por propia iniciativa.
El Gran Osman le contó a Seyran cómo era Memed el Flaco. Le habló de su valor, sus ojos, su pelo, su voz, su forma de hablar, su ternura, su fidelidad, su bondad.
—No creáis que temo por él —añadió con entusiasmo—. Podría enfrentarse a todo un ejército él solo. Es igual que un halcón. Tan rápido que en la lucha ni siquiera se le ve la cara. Si ahora estuviera aquí, en un abrir y cerrar de ojos se plantaría en aquel rincón. Por eso ha sabido burlar a sus enemigos. Para los bandoleros como él, todo cuanto los rodea esconde un enemigo: los lobos y los pájaros, los árboles, las rocas y la tierra, los arbustos, las serpientes y los ciempiés, todas las criaturas, todas. Ya lo creo…
Luego se detuvo un momento, como si meditara.
—¿Y si rodean a mi muchacho en la montaña de Akarca? Un regimiento de policías, mil asquerosos campesinos armados de palos, İbrahim el Negro, el perro de los agás, con sus quince hombres. ¿Cómo podría un hombre solo, y además tan menudo, enfrentarse a ellos, a tantos perros? —se lamentó.
Luego se volvió hacia la madre Kamer y le preguntó por milésima vez:
—¿Comió bien antes de irse? ¿Le diste bastantes provisiones? ¿Al menos serán suficientes para tres días?
—Comió muy bien —respondió la madre Kamer con paciencia—. Le preparé una bolsa enorme con nueces, queso cremoso, huevos cocidos, un pan de azúcar, hojaldre y cebolletas, y luego se la até al cinturón. Con eso tendrá suficiente para tres días, y hasta para cinco.
El Gran Osman se agitaba como hacen los que han perdido toda esperanza. Antes del amanecer quedó sumido en un profundo sueño.
Por toda la llanura de Anavarza se extendió la noticia de que Memed había ido a casa del Gran Osman, que allí había permanecido oculto seis meses y que el día anterior se había retirado a las montañas debido a un enfrentamiento con el anciano. La nueva corrió de Vayvay a Kesikkeli, de Kesikkeli a Hemite, a Bozkuyu, a Akmaşat, Narlıkışla, Öksüzlü, Çiyanlı y de allí a Hacılar.
Nadie nombraba a Memed el Flaco, todos decían «él» o «el Halcón».
Toda la llanura de Anavarza, las aldeas de Çukurova y seis de Kozan se agitaron durante días con su nombre, con su valor, con su leyenda, a pesar de lo cual ningún agá, ningún representante del Gobierno, se enteró de la noticia. Las gentes de la llanura ocultaban como su secreto más sagrado el nombre de Memed el Flaco. Si el Gran Osman lo hubiera sabido, se habría vuelto loco de alegría.