29

El prefecto era un hombre gordo, con doble papada, ojos hinchados y saltones; labios gruesos, amoratados y fríos; grandes orejas y cejas pobladas que formaban una enorme curva en la frente. Era un hombre bajo y de trato extraordinariamente frío. Un otomano de pura cepa que parecía como si acabara de despojarse del fez y se hubiera puesto el sombrero de mala gana. Un auténtico otomano.

Le irritaba profundamente Mustafa Kemal, pero como no podía demostrar abiertamente su indignación, este sentimiento no hacía más que aumentar. También le irritaban los campesinos porque habían sido soldados de Mustafa Kemal, habían echado a los griegos al mar y expulsado al sultán. En ellos descargaba su rabia. A veces, cuando se encontraba con algún fanático como él, capaz de comprender su encono hacia Mustafa Kemal, se sinceraba y se pasaba horas hablándole de los otomanos, de los sultanes Abdülhamid y Vahüdettin, y expresaba su confianza en que algún día se librarían de aquel demonio de ojos azules.

—La bella patria del Magnífico, del Legislador, del Conquistador, no puede quedar en manos de estas gentes —gritaba—. En manos de estos inútiles… De estos bandoleros, estos bolcheviques… Esto tiene que acabar algún día; sólo Dios es imbatible… ¡No se quedarán con nuestra tierra! Esa serpiente de ojos azules y cabeza rubia será destruida. Llegarán los ingleses, los franceses, los americanos, e invadirán estas tierras. Ellos, esos bolcheviques, ese populacho, esos reptiles miserables, no gobernarán esta patria. ¡Infieles inmundos!

Daba esperanzas infinitas a los enemigos de Mustafa Kemal. Nunca olvidaba rezar sus cinco oraciones diarias.

Odiaba a los campesinos y, en la medida de lo posible, procuraba no ver sus sucias caras. Siempre que veía a un campesino, torcía el gesto, recitaba una oración que lo protegiera del diablo y escupía al suelo ostentosamente.

—En cuanto veo a un campesino es como si me encontrara ante el rubio ese, me da un escalofrío, señor mío, no puedo evitarlo.

Pero en presencia de Arif Saim bey no se atrevía ni a rechistar, era capaz hasta de hacer cabriolas, caminaba por lo menos cinco pasos por detrás de él y, en cuanto abría la boca, salía disparado a cumplir su menor deseo. Él era quien se ocupaba de todos los negocios turbios de Arif Saim bey.

«Son éstos, estos leones, estos sinvergüenzas, los que destruirán al rubio —se decía—. Arif Saim tiene a muchos hombres, todos ellos más crueles y sinvergüenzas que el propio Arif Saim. Ellos destruirán al rubio. En fin, esperemos que todo sea para bien. Uno solo de ellos podría acabar con él. Siendo mil, le harán polvo. Esperemos».

Cuando se acostaba por la noche, imaginaba que al día siguiente se despertaría con la noticia de que el rubio había sido derrocado y en su lugar había vuelto el sultán Vahüdettin; fantaseaba con la idea de que vestiría muy contento su uniforme con entorchados de plata, sus galones y medallas. Así se dormía tranquilo.

«Estos no podrán durar para siempre en el país de la dinastía de Osman. El chacal no puede entrar en la madriguera del león».

Todas las noches se dormía convencido de que al día siguiente se convertiría en bajá. Confiaba sobre todo en los ingleses. ¿Cómo era posible que los sublimes representantes de un imperio en el que no se ponía el sol dejaran Anatolia en manos de aquellos desgraciados bolcheviques? ¿Acaso no habían ocupado toda Arabia y restaurado en el trono a los descendientes del Profeta?

Cuando llegara el momento abandonaría aquel estercolero sin caminos, sin agua, sin casas, sin luz; aquella ciudad que se revolcaba en la porquería. El poder del rubio pendía de un delgado hilo de algodón.

El prefecto Ramiz bey reventaba de aburrimiento, se pasaba los días bebiendo, y se jugaba el dinero que quedaba de los señores feudales. Se hacía traer prostitutas de İskenderun y las juergas duraban toda la noche.

Desde su nombramiento no había visitado ningún pueblo, ni tenía la menor intención de hacerlo. Decía que no soportaba la simple visión de los campesinos que habían ayudado a los soldados del rubio. Pero todo aquello no eran más que excusas: en lo más hondo de su corazón se agazapaba el profundo temor que le inspiraban los campesinos.

Ali Safa bey le pedía favores a menudo. Aquel perro de Ali Safa era otro de los hombres del rubio. Cuando la guerra de Independencia se echó al Taurus, adoptó el nombre de «el Tifón» y anduvo por las montañas combatiendo contra los franceses; sólo por eso el rubio lo había recompensado con una medalla. El rubio tenía muchas medallas de latón. Le daba una a cualquiera que se presentara por allí. Ali Safa bey era un perro seguro servidor del rubio, un mentiroso y un inútil. Sin embargo, por otro lado hacía sudar sangre a los señores del rubio, a aquellos soldados sinvergüenzas, estúpidos, rastreros, o sea, a los campesinos. El día anterior había hecho que el agá Yağmur les robara todos los caballos. Cada noche atacaba sus aldeas, las sometía a una lluvia de balas y hasta les hacía desear la muerte. Todo estaba podrido, podrido, podrido. «¿Así expulsáis al sultán de su sagrada patria después de setecientos años? —pensaba—. Pues ya veis lo que os pasa». ¿Acaso se había visto en setecientos años a alguien parecido al agá Yağmur en las tierras de la estirpe de Osman?

—Observo inclinado, señor mío, las formas de la serpiente verde en las aguas profundas, querido amigo. Se ahoga, se está pudriendo en el agua. El rubio es un hombre extraño y ha perdido el control. Ya no es capaz de percibir el intenso olor de la putrefacción, señor mío.

—Aparecerán muchos hombres como Yağmur agá, como Arif Saim bey, como el Tifón. Al final conseguirán que se pudra, que se pudra.

—Es imprescindible que venga usted, prefecto —le dijo Ali Safa bey—. Han ocupado ilegalmente mis tierras y han construido sus casas en ellas, esas sucias chozas suyas de hierbajos y cañas. ¿Para esto hemos derramado nuestra sangre? Por Dios se lo juro, señor prefecto, he dejado un trozo de mí en cada roca del Taurus. He luchado en Haçin. En Antep estuve con Şahin bey y en Karaisali con Sinan bajá. Mientras nosotros luchábamos y moríamos, éstos aprovechaban para invadir mis campos. Eran desertores. Nos disparaban por la espalda y ahora se han convertido en nuestros señores, en los verdaderos amos de nuestra patria. Por favor, venga y vea con sus propios ojos, vea la tiranía a la que estamos sometidos. Sea testigo. Vea, vea a qué tipo de gente tenemos que enfrentarnos para servir a la patria. Era más fácil combatir con los franceses: nadie dudaba de que eran el enemigo. Ahora el enemigo ha clavado su cuchillo en el mismo vientre de la patria. Le he pedido su automóvil a Arif Saim bey para poder llevarle a la aldea. El chófer nos espera en la puerta.

El prefecto, que estaba sentado a la mesa, se puso en pie de un salto y comenzó a abotonarse.

—¿Que el automóvil de Arif Saim bey me está esperando? Vamos ya, salgamos ahora mismo. ¿Se lo ha pedido al bey para mí?

—Para usted.

—¿No le habremos hecho esperar demasiado?

—No, efendi.

—¿Y el secretario, y la policía, y el sargento primero?

—Fueron a la aldea ayer por la noche. Todo está listo.

Subió al coche. Estaba muy contento. Quién sabía, quizás ocurriera algo, todo era posible. Se arrellanó cómodamente en el interior y encendió un cigarrillo. Su papada abultaba más que nunca. Le señaló al chófer la dirección contraria a la que debían seguir:

—Conduce por ahí, hijo mío.

Se acomodó en el interior del coche manteniendo en la boca su larga y gruesa boquilla de ámbar.

El conductor avanzó por el camino opuesto. El automóvil cruzó el mercado. El chófer tocó tres veces el claxon, una actitud que encantó al prefecto. Todos los comerciantes salieron de sus tiendas para saludar al prefecto con una reverencia; Ali Safa bey estaba contentísimo. Que la gente lo viera en el automóvil de Arif Saim bey, sentado junto al prefecto, multiplicaría por diez su prestigio. Ali Safa había calculado mucho antes cuántos pájaros podía matar de un tiro, había hecho mil y una zalemas ante Arif Saim bey y había logrado su objetivo.

El chófer había comprendido lo que deseaba el prefecto y, al llegar al extremo del mercado, dio media vuelta y volvió a cruzarlo, suscitando la admiración de los comerciantes.

—¿Damos otra vuelta, señor prefecto?

—Muy bien, hijo mío.

Nunca más se le volvería a presentar una oportunidad como aquélla, la fortuna de subir al coche de Arif Saim bey. Si no le diera vergüenza, le pediría a Ali Safa que pasaran todo el día yendo y viniendo por el mercado, cómodamente sentados en el automóvil, entre las miradas maravilladas, admirativas y temerosas de los comerciantes. Todo el día.

Al dar la segunda vuelta saludó con la mano uno por uno a los comerciantes que los observaban de pie fuera de sus tiendas, con la chaqueta respetuosamente abrochada.

—Vámonos ya, hijo. Vamos a la aldea.

Llegaron a Vayvay a media mañana. Los aldeanos, mujeres y niños, viejos y jóvenes, recibieron al prefecto en las afueras de la aldea. Seyfali había hecho venir a un tambor y un dulzainero, que estaban tocando.

El prefecto echó una mirada sobre el gentío.

—¡Qué pobreza! Se la merecen, pero…

—Se la merecen —replicó Ali Safa bey—. Me han hundido. Por su culpa me he arruinado. No siembran mis campos, ni dejan que yo los trabaje. Si me los devolvieran y accedieran a ser jornaleros en mi finca, yo cuidaría de ellos. No habría pobreza ni nada semejante.

—Es que no lo entienden, querido. Ni siquiera son seres humanos… ¡Pero su excelencia Mustafa Kemal bajá dice que son nuestros señores!

—¡Nuestros señores!

—Que venga y vea el lamentable aspecto de agotamiento de nuestros señores.

—Nuestros señores son criaturas muy distintas a los seres humanos, superiores…

Aquella gente iba vestida con un montón de harapos. Todos ellos estaban delgados como palos, y sus rostros cadavéricos tenían un matiz amarillo verdoso.

El automóvil se detuvo bajo el enorme árbol que había en el centro de la aldea. Los campesinos esperaban en actitud respetuosa, con la cabeza inclinada.

—¿Están aquí los expertos? —preguntó el prefecto con voz seca y resonante.

—Aquí están —contestó Ali Safa bey.

—¡Silencio! —gritó el prefecto sin razón alguna.

No se oía ni el zumbido de una mosca. Todos contenían el aliento, temerosos.

—Secretario, lee el título de propiedad.

—A sus órdenes, señor.

—Ali Safa bey, ¿quiénes son sus expertos?

—Sürmelioğlu Mahmut, de la aldea de Çikçiklar.

Se adelantó un hombre encorvado, de larga barba blanca, ojos verdes, cara alargada y cabeza enorme, tan grande que no podía llevarla derecha y la tenía inclinada a un lado. Llevaba los desastrados pantalones sujetos a la cintura con una faja blanca. Sobre ella llevaba una pistolera y dentro una pistola de chispa.

—Durak el Peregrino, de la aldea de Çikçiklar.

Durak el Peregrino también era viejo. Muy alto y de barba escasa.

—El maestro Abdurrahman, de Topraktepe.

También éste era viejo. Era muy moreno y de barba redondeada.

—Kölemenoğlu de Çankaza.

Kölemenoğlu se adelantó, encorvado. Estaba en los huesos y temblaba sin parar.

—¿Y tus expertos, alcalde?

Salieron Kahya el Mayordomo, el Gran Osman, Mehmet el Mola y el cabo Ali.

—¡Lee, secretario!

—Propiedad de dos hectáreas perteneciente a Ali Safa bey… Limita al sur con el Camino Real.

—¿Dónde está?

Le indicaron un punto algo más abajo de la aldea. A lo lejos se perfilaba un camino blanco. Sürmelioğlu lo señalaba:

—Siempre hemos pasado por allí. Desde hace treinta años…

Kahya el Mayordomo, el Gran Osman, el cabo Ali y Mehmet el Mola señalaban un camino lejano a la izquierda de la aldea. En ese punto comenzó una áspera discusión entre los expertos. El prefecto la interrumpió al momento.

—Al este con el arroyo de Yalnizdut…

Los expertos de Ali Safa bey señalaron una torrentera que había sobre la aldea. Los de Vayvay, la lejana aldea de Yalnizdut…

—Al norte, Akçasaz…

Los expertos volvieron a señalar en diferentes direcciones.

—Al oeste, Yazilitaş.

Indicaron un lugar situado más abajo, más allá de Anavarza.

Volvió a comenzar una larga discusión entre ellos. El prefecto exigió que se callaran.

—¿Habéis terminado de hablar? —preguntó con dureza.

Todo el mundo guardó silencio.

—De las declaraciones de los expertos se desprende que el título de propiedad de Ali Safa bey comprende la aldea de Vayvay. Según el testimonio de dichos expertos, los campesinos de Vayvay llegaron hace poco tiempo a las tierras que poseía Ali Safa bey y construyeron sus chozas de adobe. Por lo tanto se infiere que los campesinos de Vayvay han ocupado ilegalmente las propiedades de Ali Safa bey. Se ha decidido concluir con la ocupación y derribar estas chozas inmundas a las que llaman casas.

Luego se volvió hacia los aldeanos y prosiguió:

—Os habéis puesto en contra del Gobierno. Habéis ocupado ilegalmente las tierras de este hombre y habéis construido esas basuras. No puedo permitir que os apropiéis de unas tierras ajenas. Os doy un mes de plazo. Si en un mes no os habéis marchado, haré que venga la policía y os tiraré encima esos montones de hierbajos. Habéis perdido el respeto, no reconocéis ni a vuestros mayores, ni al Gobierno, ni a Dios. Ni al derecho, ni a las leyes, ni a la justicia…

—Nadie sabe cuándo se fundó esta aldea —contestaron los campesinos—. Se construyó en tiempos de los abuelos de nuestros abuelos, allá en la época de las Reformas.

—¿Os atrevéis a desafiarme? ¿Protestáis contra mis decisiones? ¿Creéis que voy a tragármelo? ¿Cómo va a tener esta aldea cien años? ¿Acaso no construisteis estas casas hace un par de días para ocupar los campos de Ali Safa bey? ¿A quién queréis engañar? ¿Parece éste un pueblo que tuviera cien años, diez años, ni siquiera diez días? ¡Pero si son sólo unas casuchas! —vociferaba sin cesar.

Cada vez gritaba más, echando espumarajos por la boca. Estaba fuera de sí, rabioso. Los ojos le giraban en sus órbitas, pateaba el suelo, agitaba los brazos.

—¡Mentirosos, farsantes, miserables, ateos, infieles! Si dentro de un mes no os habéis ido de la aldea, sabréis lo que es bueno. Os aplastaré, os aplastaré como si fuerais gusanos.

Pegó un patadón en el suelo con todas sus fuerzas, como si machacara algo.

—Así, como se hace con la cabeza de una serpiente, plas… plas… plas… aplastaré vuestras cabezas, vuestras cabezas.

Los campesinos estaban aterrados, perplejos, amedrentados.

—Yo os haré apreciar las virtudes del Gobierno de la República —prosiguió, ciego de ira. Temblando, agitándose de furia, daba vueltas bajo el gran árbol, gritando. Se burlaba de ellos, maldecía, lanzaba un torrente de órdenes.

Por fin Ali Safa bey y Seyfali lograron acercársele.

—Señor —dijo Ali Safa—, los aldeanos han matado un carnero en su honor. El alcalde Seyfali dice que ya es mediodía, que pasemos a comer y que le disculpemos.

El prefecto se detuvo, reflexionó un instante y, luego, de repente, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Que se lo echen a los perros, el carnero, a los perros! El carnero de los mentirosos y los sinvergüenzas… ¡Pues no querían engañarme diciendo que sus antepasados fundaron esta aldea hace cien años! Este montón de hierbajos… Escuchadme, perros, decidme la verdad, ¿cuántos días hace que apilasteis este montón de hierbas? Si fuera cierto lo que decís y llevarais cien años viviendo aquí, habría que insultaros, que escupiros a la cara. ¡Qué se coman los perros vuestro carnero!

Cogió del brazo a Ali Safa bey, lo arrastró hasta el automóvil, lo metió dentro y luego subió él mismo.

—Arranca, podemos irnos —dijo dulcemente—. Se lo pido por favor, amigo mío, que Arif Saim bey no se entere de que me he enfadado tanto con los aldeanos. Ya sé que él estima mucho a los campesinos. Yo también los aprecio, pero sólo a los que no dicen mentiras, a los que no usurpan las propiedades ajenas.

No se le había pasado el enfado y seguía temblando y agitándose.

El conductor puso en marcha el motor con tres golpes de manivela, montó e hizo rodar el coche.

El prefecto alargó la mano y asió la de Ali Safa bey.

—Con éstos, con estos miserables hay que comportarse así, ¿verdad, querido amigo? —Le apretó la mano con todas sus fuerzas—. Tengo que pedirle un favor.

—Lo que usted ordene —contestó Ali Safa, súbitamente alerta.

El prefecto acercó su boca a su oído.

—Se lo pido por favor, por favor. Si al chófer se le escapa algo ante Arif Saim bey de mi actitud de hoy, de mi justa ira… Se lo pido por favor, por favor. ¿No podría encontrar alguna forma de cerrarle la boca?

—Usted no se preocupe por eso, Ramiz bey. No dirá nada.

El prefecto no acababa de convencerse y su preocupación iba en aumento. Si Arif Saim bey se enteraba de su actitud… ¿Y si el conductor fuera un espía de Arif Saim?

Volvió a pegar su boca al oído de Ali Safa.

—Querido Ali Safa bey, ¿y si este amigo ha sido enviado precisamente para controlar nuestro comportamiento, para saber cómo tratamos a los campesinos? ¿No podría ser?

—No —respondió Ali Safa con firmeza. Durante un rato aquello convenció a Ramiz bey, pero luego su miedo creció de nuevo.

«Si se enteraran de que he tratado así a los campesinos, me destituirían, seguro, seguro. Los he maldecido, los he insultado…», pensaba.

De nuevo se inclinó hacia Ali Safa bey.

—¿No podrían esos aldeanos…? ¿No podría ser que se quedaran en su aldea? Si encontráramos alguna forma… ¿Y si usted expulsara a los campesinos a su manera, por la fuerza, sin que yo interviniera en el asunto?

—No. La flecha ya ha salido del arco. Además, eso debilitaría la autoridad del Gobierno. Imposible. No puede hacerle eso al Gobierno de la República de Turquía. No puede pretender que un prefecto, su representante, se retracte de sus palabras.

El prefecto se decidió por fin:

—Yo haría que se las tragara, Ali Safa bey, que se las tragara. Y bien a gusto. Y no sólo el prefecto, también se las tragaría el gobernador, y el ministro y el primer… —Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos—. Bueno, al menos, yo estaría dispuesto a tragármelas —corrigió.

¿Cómo era posible que una persona como Arif Saim bey le prestara su propio automóvil a un agá insignificante, que ese agá montara en él al prefecto de una ciudad y fueran juntos a desalojar una aldea? Y con su chófer. ¿Cómo era posible? Aquello era rarísimo. Además, un chófer tan listo como un duende; a lo mejor incluso era inspector de la Dirección General de Seguridad.

—¿Ha estudiado usted en Europa?

El conductor le oyó, pero no se dio por aludido.

—Se lo pregunto a usted. ¿Ha estudiado en Europa?

El chófer se volvió a medias y sonrió.

—No he estado en Europa. No sé leer ni escribir —respondió con un fuerte acento del mar Negro.

Aquello hizo que el prefecto sospechara más aún. «Algo oculta. Seguro que es de la Dirección General de Seguridad». ¿Cómo iba a ser analfabeto el chófer de un hombre como Arif Saim bey? ¿Cómo era posible que no hubiera estado en Europa? «Te he pillado. ¡Qué bien imita el acento del mar Negro! Bravo, estos traidores educan bien a sus espías. Si el sultán Vahüdettin hubiera tenido gente tan capaz, ¿no habría sabido desde el principio las intenciones de Mustafa Kemal? Un ayudante tan astuto como éste habría averiguado sus verdaderas intenciones en dos días».

—Señor mío, conduce usted muy bien. Sólo una persona educada en Europa sería capaz de conducir un automóvil de forma tan gentil y delicada.

El chófer sonrió de oreja a oreja y lanzó una carcajada que sacudió el automóvil.

—Nuestro jefe, Halil de Erzurum, ha viajado mucho por Europa. Me dijo: «Cemal, ni siquiera en Europa hay conductores como tú. Eres el dios de los motores».

—Habla usted de maravilla el dialecto del mar Negro.

—Claro, es mi lengua materna.

¡Bravo por aquellos tíos! Magnífico… Estaban muy bien preparados.

—Señor Cemal, usted estima a los aldeanos, ¿no?

—Mucho, yo soy aldeano, es mi patria chica. El que no ama a su patria es un mal nacido.

—Hoy me he comportado de una forma un tanto brusca con los campesinos, ¿no?

—No, señor. ¡Qué va! Se ha comportado de forma muy suave, muy humanitaria. Nuestro bey, Arif Saim, los trata a patadas. Arif Saim bey dice que los campesinos sólo entienden los golpes. El bey está muy enfadado con los campesinos de Akmezar. A la mayoría les ha dado unas palizas de muerte.

—Muy apropiado.

El acento del mar Negro se hizo aún más marcado:

—Muy apropiado para ellos, es lo que se merecen.

«Se está burlando de mí —pensó el prefecto—. Estoy perdido. ¿Cómo no se me ocurrió antes que el chófer del bey podía ser un miembro de la Dirección General de Seguridad?».

—Señor Cemal, ¿y si esta noche bebemos juntos un par de copas? Se lo pido por favor. Me agradaría mucho, sería todo un honor.

—El honor sería mío, pero si el bey se enterara haría que me arrepintiera.

«Se burla de mí, se está burlando de mí el hijo de perra… Pero claro, si yo encontrara un bobo así, un tonto como yo… también me burlaría».

—Se lo pido por favor, señor. Arif Saim bey no se enterará —insistió.

—No vamos a decírselo, Cemal. No te preocupes —intervino Ali Safa.

El prefecto estaba furioso. «¡Burro, inconsciente, tutear a un inspector! ¡No se da cuenta de quién es! ¡Ya verá! Me retractaré de la decisión que he tomado. Sí, la aldea de Vayvay lleva cien años siendo un lugar de residencia entre aquel barro, aquel pantano, aquellos mosquitos, aquel infierno. Los historiadores lo saben. No usaré la autoridad del Gobierno a favor de un perro como Ali Safa bey. Que expulse a los aldeanos como quiera, pero yo no pienso intervenir en este asunto».

—Señor Cemal, yo también aprecio mucho a los campesinos. Mis antepasados eran aldeanos.

El automóvil se metió en un bache, se sacudió y salió de él. Los tejados rojos de la ciudad, sus edificios de adobe, los cristales que refulgían al sol de media tarde, le daban el aspecto de un lugar extraño, encantado. Una ciudad pegada a las faldas de la montaña, arriba, a lo lejos.