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Los endrinos crecen en las mejores y más fértiles tierras. Aunque no superan la altura de un hombre, de una sola raíz pueden nacer muchos arbustos. Los endrinos jóvenes son del color de la miel, pero con el paso del tiempo el suave dorado se convierte en negro. En primavera son los primeros en echar brotes y hojas de un verde pálido, y sus flores amarillas son las primeras en abrirse. Al principio sus colores tienen un matiz neblinoso, lechoso, pero luego las hojas se oscurecen y hacia el verano las flores cobran una tonalidad anaranjada.
En Çukurova, en la llanura de Anavarza, hay decenas de hectáreas de matorral, una extensión en la que no ha entrado el hacha, por la que no vuelan los pájaros, ni cruzan las caravanas.
El endrino es el arbusto de espinas más fuertes. Todo el tallo, hasta las ramitas más delgadas, está envuelto por cortas espinas triangulares que, según va creciendo la planta, se endurecen como clavos de hierro. Las raíces del arbusto son extrañas, retorcidas y profundas. Es difícil arrancar un endrino: se aferra a la tierra hasta quedar casi adherido a ella.
Por el matorral de endrinos no pasan caballos, asnos, bueyes, jabalíes ni lobos. Tampoco los perros se abren paso entre ellos. Y los animales que por error se internan en la espesura salen cubiertos de heridas y sangrando. Este tipo de vegetación sólo alberga conejos, tejones, pequeños chacales y, de vez en cuando, algunos zorros del color del fuego con las colas peladas por las espinas.
En los meses de primavera esta zona es un pandemonio de abejas, avispas, tábanos y toda clase de insectos que cuelgan sus nidos de las duras espinas. Y miles, millones de abejas brillan y se derraman fuera de sus colmenas, sobre los endrinos, como si los devoraran.
También las arañas extienden sus telas entre las ramas. Por las mañanas, al salir el sol, parece como si el bosque estuviera cubierto por un blanco y tenue mantel que, extendido entre los arbustos, se estremece con el soplo del viento del alba.
Caía una lluvia suave, indefinida, casi una neblina húmeda. No soplaba el menor viento. La llanura de Anavarza estaba sumergida en vapor, pero a medida que salía el sol, al este se vislumbraba de vez en cuando una tenue luz tras la niebla. El hombre, envuelto en su capa bordada de oro, dormía encogido con las rodillas pegadas al pecho y la cabeza apoyada sobre el fusil, que descansaba en una raíz de endrino. Por encima de él, justo en la linde del matorral, pasó una ruidosa bandada de pájaros lanzando unos chillidos endiablados; el hombre abrió los ojos y los volvió a cerrar. Poco después se incorporó, se frotó los párpados y miró a derecha e izquierda como aturdido. Tenía el cuerpo entumecido y le dolían las rodillas. Se puso en pie desperezándose, notó un sabor amargo en la boca y escupió. El salivazo perforó una telaraña y quedó pegado al nudo de un tallo. Se inclinó, cogió el fusil del suelo y se lo colgó del hombro. De su cadera izquierda pendía una larga daga circasiana con incrustaciones de plata que casi le llegaba hasta la rodilla. Junto al puñal, sobre la ingle, tenía una pistola. Por encima de la camisa a rayas, de tosca seda tejida a mano, llevaba tres cananas. Los enormes y negros prismáticos que le colgaban del cuello parecían tan flamantes como las sandalias, confeccionadas con lana gruesa. Los calcetines de lana bordada le llegaban hasta las rodillas y llevaba unos zaragüelles de lana marrón, teñidos con cáscara de nuez, como los que usan los campesinos del Taurus.
Se oían cantos de gallos y ladridos de perros procedentes de tres direcciones distintas. El hombre se volvió hacia el sur pero no distinguió nada. El prolongado canto de un gallo le llegó desde allí. Del oeste procedían extraños zumbidos a los que se sumaba el ocasional croar de alguna rana nocturna. También de levante venía un sonido raro que luego se cortó repentinamente. De muy lejos, más allá del matorral, llegó a sus oídos un silbido. El aire era cálido y denso. El sol había salido y se había levantado a la altura de un alminar, pero aún no se veía tras la niebla; a través de la llovizna sólo se distinguía una luminosidad espectral.
Echó a andar hacia el este. Estaba tan agotado que le flaqueaban las piernas. Llevaba cuatro días viajando y las provisiones se habían terminado la jornada anterior a mediodía, pero no tenía hambre; ni siquiera pensaba en la comida. Cuatro días antes los soldados lo habían sorprendido en el manantial del Savrun, un gran número de soldados que lo había atacado con una lluvia de balas. Afortunadamente, cuando lo rodearon ya atardecía y había empezado a llover. Casi a medianoche rompió el cerco de soldados sigiloso como un gato, sin hacer el menor ruido. Ya no se podía vivir en las montañas. Habían sido ocupadas por la tropa a la que se había unido una multitud de campesinos armados con piedras y palos que perseguían a los bandoleros matorral por matorral, hasta la última hondonada. La semana anterior el Gran Ali se había refugiado en la cumbre de una alta y escarpada montaña y había caído en manos de una horda de campesinos que la habían escalado.
Sólo le quedaba un refugio, un único rayo de esperanza, un camino de salvación: la aldea de Vayvay, donde vivía el Gran Osman. Pero dudaba, temía que en cuanto llegara los de la aldea lo entregaran al Gobierno de inmediato. Por otra parte, igual lo recibían como a un hermano, como a un hijo. Además, el Gran Osman ya era muy viejo, tenía un pie en la tumba… Hacía mucho que no recibía noticias suyas. Si Osman había muerto, ¿quién lo conocería en la aldea de Vayvay? Durante la marcha se había hospedado una noche en casa de Ümmet el Amarillo, que sin embargo estaba muerto de miedo. ¿Y si el Gran Osman también se asustaba? El Gran Osman ya había visto mucho, era un viejo valiente con el corazón de un joven, pero así es la gente, nunca se sabe…
No servía de nada pensar, ni elucubrar; a pesar de todo iría a la aldea de Vayvay. Aunque hubiera tenido otro camino abierto, otro refugio, deseaba ir a Vayvay. Sentía mucha curiosidad. ¿Cómo se comportarían ahora con él el Gran Osman y sus vecinos, que tan amistosos y amables se habían mostrado con anterioridad? Recordó el caso del Gran Ali el Huérfano, azote de los ricos y amigo de los pobres, que nunca les había hecho daño alguno y tanto los había ayudado. Después de capturarlo en el monte, los campesinos lo habían llevado a golpes, escupiéndole en la cara, hasta el comandante del puesto y le habían dicho: «Que todos vuestros enemigos vivan tanto como éste, comandante», y luego lo celebraron tres días y tres noches.
Temió que el Gran Osman le hiciera prisionero en cuanto entrara en la aldea y luego lo condujera hasta Ali Safa bey. ¿Qué tipo de hombre sería Ali Safa bey?
La noche anterior se había adentrado en el matorral de endrinos y se había herido las piernas con las espinas. Ahora estas heridas le dolían. Seguía cayendo una llovizna apenas perceptible. Las abejas se acurrucaban en sus colmenas, amontonadas unas sobre otras.
Las zarzas crecían tan juntas que casi le impedían avanzar. Siguió andando trabajosamente hasta mediodía, cuando llegó a una torrentera que dividía el matorral en dos mitades. En la ladera de un túmulo donde confluían cuatro torrenteras vio tres árboles enormes. El de en medio tenía un agujero en el tronco capaz de dar cabida a dos hombres. Entró en la cavidad y apoyó la espalda. El agua no había calado su capa y sólo se había mojado los pies y las piernas. La ornada capa, amplia y gruesa, le llegaba hasta las rodillas. Se desembarazó del fusil y lo dejó apoyado a su lado. Al lado dejó los prismáticos, la daga y el revólver. Cerró los ojos. Tenía bastante hambre, pero no le importaba. Al indicarle dónde se hallaba Vayvay, Ümmet el Amarillo le había dicho: «Cruza el Savrun por Narlıkışla y llegarás al matorral de endrinos. Ve todo recto hacia arriba y encontrarás un túmulo. En la ladera verás tres árboles. Desde allí hasta Vayvay tardarás justo dos horas. En medio de la aldea hallarás un gran árbol y, a sus pies, una losa de mármol con unas inscripciones que brilla con un fulgor blanquecino incluso de noche. Al llegar al árbol, apoya la espalda en él, vuélvete hacia mediodía y camina. Camina aunque esté tan oscuro que no veas más allá de tus narices. Llegarás a una puerta. Llama al Gran Osman y enseguida se abrirá la puerta».
«¿Y si la puerta no se abre? —se le ocurrió—. ¿Y si la puerta se abre y resulta que me encuentro a todos los hombres de la aldea reunidos?».
Pasó toda la tarde en el agujero del árbol en un duermevela inquieto y salió al anochecer. Aunque seguía lloviznando, había refrescado un poco. La noche brumosa había caído sobre los endrinos, cuyas flores desprendían un aroma dulce y embriagador.
Metió bajo la capa el fusil, los prismáticos, la daga, todas sus pertenencias, para mantenerlas ocultas. La capa sólo tenía un defecto y es que en Çukurova nadie las llevaba. La capa era una prenda de los campesinos de las montañas. Pero nadie lo vería si entraba en la aldea de noche.
Más allá se distinguía una lucecita brillante. Estaba tan cansado que avanzaba arrastrando los pies. La llovizna no remitía. Cuando percibió el olor a estiércol se puso alerta, pues comprendió que ya salía del matorral y llegaba a las primeras casas de la aldea. Un perro ladró roncamente con todas sus fuerzas. Estaba muy oscuro. Ya no pensaba en nada, pero el corazón le latía con violencia por alguna razón que no atinaba a explicarse. Cuando entró en la aldea, un hombre apareció frente a él. Siguió avanzando y saludó al desconocido. El hombre respondió al saludo.
—Salud, viajero, ¿de dónde vienes y adónde vas a estas horas de la noche? —preguntó al no reconocer la voz.
—De las montañas. Me dirijo a Narlıkışla.
—¡Adiós, que te vaya bien! —se despidió el desconocido, sin darle mayor importancia.
—Gracias —respondió, y no pudo contener un escalofrío.
El camino transcurría por el centro del pueblo. A la derecha destacaba la silueta de un árbol grande. Se detuvo junto al tronco y algo más allá distinguió la losa de mármol blanco con inscripciones. La noche era oscura como boca de lobo. Sólo de una casa salía luz. Reinaba un silencio de muerte… Se apoyó en el árbol, tan agotado que permaneció un rato descansando. El corazón le latía desbocado y se encontraba completamente desorientado, casi mareado. Seguía lloviendo y sobre él crujían las ramas del gran árbol. Se enderezó, pensó: «Que pase lo que tenga que pasar», y echó a andar. Poco después tropezó con la cerca de una casa y, a tientas, encontró la puerta.
—Osman agá, Osman agá, ¡eh!, Osman agá.
—¿Quién es? —gritó una profunda y soñolienta voz de hombre.
—Un huésped de Dios.
La puerta se abrió de inmediato.
—Pasa, hermano —dijo un hombre en ropa interior—. Pasa y encenderé la luz.
—Busco la casa del Gran Osman. ¿Es ésta?
—Pasa y espera a que me vista, hermano; yo mismo te acompañaré. Pasa. ¿Está lloviendo?
—Sólo llovizna.
El hombre no tardó en volver, se puso delante y le condujo en silencio a la casa del Gran Osman.
—Osman agá, Osman agá, te traigo un huésped.
La puerta se abrió de inmediato.
—¡Bienvenido sea el huésped que trae la paz a esta casa! —dijo una voz de mujer—. Un huésped de Dios. Entra tú también, Veli, que todavía es temprano. Osman está arreglando unas alforjas, venid.
—Tengo sueño —respondió el hombre y se fue.
—Gracias, Veli —gritó la mujer y se volvió hacia el invitado—. Pasa, hermano.
—¿Quién ha venido? —preguntó el Gran Osman desde el hogar, con su voz profunda.
—No sé, no lo conozco. Un huésped de Dios. Lleva una capa. Debe de ser un montañés.
—¿Montañés? Así que montañés, ¿eh? Bueno, bienvenido, nos honras con tu presencia. Ven, ven aquí junto al hogar. Ven, ven, siéntate aquí. ¿Está lloviendo?
—Sólo llovizna.
El Gran Osman dejó las alforjas y miró de arriba abajo al viajero, que permanecía inmóvil.
—¿Por qué te quedas ahí de pie? Siéntate, hermano. Por Dios, siéntate, hombre. ¿Qué te pasa?
No podía tomar asiento. Si lo hacía, se le verían las armas.
El Gran Osman se puso en pie y apoyó la mano sobre el hombro de su invitado.
—Siéntate, muchacho.
No se sentó.
—Kamer, trae un colchón y extiéndelo en el suelo para nuestro respetable huésped.
—Ahora mismo lo llevo —respondió la mujer desde el otro extremo de la casa.
—Hijo mío, tu capa está muy mojada. ¿De dónde vienes y adónde vas?
—Vengo de las montañas y voy a casa del Gran Osman —respondió con un tono alegre.
—Así que vas a casa del Gran Osman. Qué raro.
—Sí, un poco raro —admitió el invitado.
Kamer trajo el colchón y lo puso a la izquierda del hogar.
—Aquí tienes, hermano.
—Siéntate, hijo —gruñó el Gran Osman—. Quítate esa capa y siéntate. En mi vida había visto un huésped que se negara a tomar asiento.
Se sentía indeciso, por alguna razón no se atrevía a quitarse la capa.
Kamer se inclinó junto al Gran Osman y le habló al oído.
—A este muchacho le pasa algo.
—¿Qué ocurre? —preguntó el Gran Osman con pena y desprecio a la vez—. ¿Te pasa algo?
El forastero sonrió.
—¿No te acuerdas de mí, tío Osman? —preguntó con voz afectuosa.
El Gran Osman se acercó mucho a él, le agarró los hombros y examinó la cara.
—¡Memed el Flaco, mi halcón, hijo mío! ¡Te pareces a mi hijo, a mi halcón! —Temblando de la cabeza a los pies, abrazó a Memed el Flaco—. ¿Eres tú, forastero, eres mi halcón? —exclamó contentísimo.
Memed no podía pronunciar palabra. Se había quedado mudo, sumido en un dulce éxtasis.
—¡Maldita seas, Kamer, ven aquí! ¡Mira quién es el que ha venido! ¡Ven, Kamer, ven!
—¿Qué estás diciendo, Osman? —gritó la mujer desde el otro extremo de la casa.
—Ven, rápido. ¡Ven a ver quién ha llegado!
—¿Quién es, Osman?
—¡Mi halcón! —gritó el Gran Osman—. ¡Mi halcón, mi halcón!
—No grites, viejo chillón. ¿Te has vuelto loco? El chico es un fugitivo. ¿Eres tú Memed el Flaco, hijo?
—Soy yo, madre.
—Bienvenido seas, hijo. Cuando este loco quiera soltarte, sería mejor que te sentaras. ¡A saber de qué lejanas montañas habrás venido!
—Calla, mujer. No pienso soltarlo. No puedo dejar a mi halcón sin antes estrecharlo entre mis brazos.
Le dio afectuosas palmadas, en el cuello, los hombros, la espalda…
—El muchacho estará cansado. El muchacho está cansado. No puede con su alma —observó la mujer.
Kamer agarró el brazo de su marido y lo separó de Memed. El Gran Osman permaneció un rato contemplando con admiración a Memed el Flaco mientras Kamer intentaba quitarle la capa a su huésped. Por fin éste volvió en sí y se desprendió de ella, se desembarazó del fusil, el revólver, los prismáticos y la daga, los dejó apoyados contra la pared y se sentó en el colchón que poco antes le había preparado la madre Kamer.
El Gran Osman se sentó delante sin dejar de contemplarlo. No podía apartar los ojos de su cara, lo admiraba. Memed sonreía, la madre Kamer hablaba y el Gran Osman seguía embelesado en la contemplación de Memed.
—Mis ojos no me engañan, ¿verdad? Mis oídos no me engañan, ¿no? Así que eres tú, mi halcón. Te he vuelto a ver en este mundo, con mis propios ojos… Te he visto, te he visto… Bienvenido, hijo mío.
El Gran Osman se iba recuperando poco a poco.
—¡Así que has venido! ¡Así que estaba de Dios que volviera a ver a Memed el Flaco! Eres un hombre afortunado, Gran Osman. Tu madre te parió en la noche de Kadir. Ya puedes morir contento. ¡Ah, Gran Osman…!
Se levantó y acarició el pelo de Memed sin dejar de mirarle.
—¡Por Dios que tú eres Memed el Flaco, mi halcón! —exclamó.
—¡Cálmate, cálmate, loco! —le interrumpió la madre Kamer—. El muchacho es un fugitivo, no vuelvas a nombrar a Memed el Flaco. No des tantas voces.
—¡Dios mío! —gritaba el Gran Osman—. ¡Dios mío, Dios mío!
Kamer y Memed se inquietaron.
—El muchacho tiene hambre. Mi halcón se muere de hambre. Rápido, Kamer, muévete.
—Casi me matas del susto. Ahora mismo pongo a cocer el arroz.
—No te preocupes, tío Osman —se rió Memed—. Tampoco tengo tanta hambre.
—Rápido, mi halcón se muere de hambre. Primero trae queso y yogur, también había miel, ¿no? También había manteca. ¿Era fresca?
—Madre Kamer, no hay necesidad de preparar arroz a estas horas de la noche. Dame cualquier cosa que tengas por ahí.
—¿No te he dicho que mi halcón se moría de hambre? Calienta esa sopa de gachas —ordenó Osman, señalando la sartén que había en el hogar.
La madre Kamer puso enseguida el anafre y colocó la sartén en el fuego.
—Este marido mío me va a volver loca. No sé lo que me hago.
—Espera un poco, halcón mío, ahora se calienta. Ya verás qué buena está la sopa.
La mujer atizó el fuego y echó más leños. Las llamas restallaron en el hogar.
—Te lo ruego, Osman —suplicó la madre Kamer—, estate quieto, por favor… Tranquilízate.
Puso la mesa para Memed. Poco después la sopa se había calentado; Kamer la sirvió en un gran cuenco y lo colocó ante Memed. La sopa humeó larga, imperturbablemente. Además, olía de maravilla. Memed se tomó la sopa sin detenerse, sin hablar. La madre Kamer también le ofreció yogur con miel y Memed también se lo acabó con rapidez.
La madre Kamer fue llevándole todo lo que había en la casa: mantequilla, azúcar, queso, nueces, manzanas, ciruelas, moras secas…
Por fin Memed dijo:
—Muchas gracias, muchas gracias, que Abraham, el querido por Dios, bendiga vuestra casa.
—Come, hijo, tú come —siguió insistiendo la madre Kamer—. Vienes de muy lejos, de las altas montañas, y además…
—Gracias, madre, muchas gracias, pero ya estoy que reviento. Tengo la barriga como un tambor, mira —dijo el joven al tiempo que se reía.
Una oleada de felicidad envolvió a Memed. Aquella cálida bienvenida en casa del Gran Osman le había hecho olvidarse de todos sus sufrimientos y volvía a sentirse como un niño.
—En tu casa me siento ligero como un pájaro, tío Osman.
La madre Kamer retiró la mesa y puso junto al fuego su vieja cafetera turcomana de cobre con el asa rota.
—¿Cómo quieres el café, hijo?
Memed se sorprendió. Había tomado muy poco café en su vida, le dio vergüenza y se sonrojó. Luego levantó la palma derecha hacia el cielo.
—Me da igual, madre.
—Que sea como el mío. Haz los dos a la vez —intervino el Gran Osman.
Esperaron en silencio a que se hiciera el café. Memed sólo sonreía con los ojos enormemente abiertos. El café recién hecho olía bien mientras la madre Kamer lo servía en las tazas. A Memed le gustó el aroma. Al coger el asa de la taza, la mano le tembló y derramó un poco de líquido en el plato. Observó al Gran Osman para ver cómo debía sostener la taza para tomar el café. Al viejo también le temblaban las manos, mucho más que a Memed, pero no derramaba ni una gota en el platito. Con aquellas manos trémulas se llevó de repente la taza a los labios y sorbió ruidosamente su café. Memed lo imitó en todo pero sin aspirar el aire y el líquido le quemó la boca. El café tenía un extraño sabor amargo. Esperó a que se enfriara un poco y lo tomó despacio, como hacía el Gran Osman. Nunca más volvería a tomar un café como aquél. Cuando alguna vez bebiera de nuevo café, recordaría el de la madre Kamer, pero jamás volvería a disfrutar de aquel sabor y aquel aroma incomparables. Tomaría todos los demás cafés para intentar hallar el sabor de aquél.
—¿Hace frío fuera? Me he enfriado —dijo el Gran Osman después de terminar su taza y de depositarla junto al hogar.
—Está lloviznando —respondió la madre Kamer.
—Has llegado a tiempo, has llegado a tiempo. Dios te ha enviado, nos has traído la vida. No tenemos paz ni tranquilidad a causa de ese perro de Ali Safa. Está claro que no piensa dejarnos en paz. Eso me hiere en mi orgullo, ofende mi hombría. Mi Memed, hijo mío, mi halcón. He criado diez hijos, diez conejos miedosos. Yo estoy ya muy viejo y la gente del pueblo tiene miedo de Ali Safa. El hombre asustado es poco hombre. ¡Dios maldiga mil veces al hombre miedoso!
Le temblaba la larga y rala barba. La pena se reflejaba en su rostro surcado de profundas arrugas, que a la luz del fuego cobraba un color cobrizo. Sus rasgados ojos verdes, casi invisibles bajo las espesas cejas blancas, brillaron fugazmente y luego se apagaron, casi desaparecieron entre las arrugas. En los gestos del Gran Osman había un algo infantil: en su amplia sonrisa de sorpresa por cualquier cosa, en sus miradas de admiración levantando las cejas, en su afecto sincero por la gente, por los animales, por los insectos, por los lobos y los pájaros; en cada uno de sus gestos había un algo infantil. De joven, e incluso siendo ya un hombre maduro, en la aldea le llamaban Niño Osman a causa de su temperamento. ¿Quién sabía cuándo se había convertido de Niño en Grande? Eso no lo sabía ni el Gran Osman ni nadie. En la aldea sólo una persona recordaba que se le había llamado Niño Osman: la madre Kamer. Cuando se enfadaba siempre le llamaba Niño Osman.
La mujer llegó airada desde el otro lado de la casa.
—¿Qué? ¿Qué le estás diciendo al muchacho? ¡Pero si todavía no se ha quitado las sandalias, si no se ha tomado un respiro, si no se ha limpiado el polvo de los pies! ¡Niño Osman, Niño Osman! ¡Llegarás a los cien años, o a los mil, y no habrás aprendido a comportarte, Niño Osman! El muchacho acaba de salir del fuego, de un incendio, ha llegado aquí a duras penas, ha salvado la vida por poco, y tú ni siquiera le dejas que tome aliento… ¿No ves que está agotado? Ha llegado como un pájaro herido que se refugia en la espesura. Quizás lo estén persiguiendo mil soldados, mil agás. A los agás todavía se les revuelven las tripas cuando oyen el nombre de Memed el Flaco. ¿Crees que no sabrán que ha bajado a Çukurova? ¿No descubrirán que ha venido a tu casa? Y tú, sin dejar que el pobre recupere el resuello, ya empiezas a contarle nuestros problemas, a hablarle de nuestra paz y nuestra tranquilidad… Te voy a decir una cosa, Niño Osman, métetelo en la cabeza, al final lograrás que los agás encuentren a Memed el Flaco. ¡Como si no te conociera! Ellos lo cogerán y se lo llevarán a las autoridades, y colgarán a nuestro Flaco. Luego llorarás bajo la soga y rezarás por él, Niño Osman.
Aquí el Gran Osman aprovechó la oportunidad para intervenir:
—Tienes razón, Kamer, tienes toda la razón. ¡Cálmate! ¡Calla, mujer, calla!
—Vergüenza debería darte. ¡Así se desplome todo el pueblo! Que Ali Safa bey se vaya al infierno. Ya no quedan humanidad ni buenas costumbres… Sin darle un respiro… Si Ali Safa bey nos destierra, que nos destierre. La culpa es vuestra, sois unos cobardes.
—¡Silencio! —gritó el Gran Osman con voz ronca—. ¡Cállate ya, vieja!
Sonriendo, Memed observaba la disputa de aquellos ancianos a los que tanto amaba.
—Calla, vieja, calla. Memed es nuestro hijo, nuestro halcón. ¡Ah, Kamer! ¿No es mejor que mi Memed conozca la situación de nuestro pueblo?
Kamer se fue calmando.
—Está bien. Entonces cuéntale lo de Zeynel. El principal problema de la aldea es Zeynel, Zeynel el Calvo.
—Mi halcón, las cosas están muy mal —empezó el Gran Osman con los labios fruncidos en un gesto triste—. Hoy en día ya nadie puede ocultarse en los montes. Los montañeses siempre han sido unos salvajes, pero ahora están rabiosos. No conocen a Memed el Flaco ni a Duran el Escondido. Persiguen a sus propios padres para entregarlos a las autoridades. Si vas a Anavarza te capturarán en un par de días. Por ahora tienes que quedarte aquí, con nosotros. Nadie, aparte de esta vieja, debe saber que has venido, ni siquiera mis hijos. Sólo Veli te ha visto llegar, ¿verdad?
—Sí.
—Bien. Ni siquiera nuestros hijos deben saberlo. Sólo mi mujer, tú, yo y Dios.
La madre Kamer sacudió la cabeza y sobre su frente tintinearon las monedas que colgaban de su pañuelo blanco.
—¡Ay, como si yo no te conociera, Niño Osman! Mañana por la mañana lo sabrá todo el pueblo. ¡Como si yo no te conociera!
El Gran Osman se puso en pie de un salto, irritado.
—No te rías de mí, vieja bruja. No te rías de mí. ¿Estoy yo loco? ¿Acaso estoy loco? Si voy y se lo digo a alguien, éste irá y se lo repetirá a otro. Y éste al de más allá. Hasta que al final llegará a los oídos de Zeynel. De hecho, en la aldea no vuela un pájaro sin que Zeynel se entere. Y Zeynel iría a su señor y le diría al perro de Ali Safa que Memed el Flaco está en casa del Gran Osman en la aldea de Vayvay… Y que cuelguen a Memed, ¿no? Y cuando Memed muera, que los agás sean sultanes, que se destierre a los campesinos y que se hundan las aldeas.
—Así ocurrirá, Niño Osman.
—Memed, mi halcón, dile una cosa a esta vieja. Que no me fastidie a estas horas de la noche, que no me lleve la contraria.
Al ver que el Gran Osman montaba en cólera, Kamer decidió guardar silencio. El marido se encerró también en un profundo mutismo.
—Ahora vamos a prepararle a este muchacho un refugio —dijo Kamer.
—A prepararlo de forma que nadie le vea, que no lo encuentren. Que mi halcón pueda comer, beber y dormir allí. Que engorde. Que crezca. No te rías, Kamer, no tengas en cuenta que es Memed el Flaco, todavía es un niño.
—Que el Señor Dios tenga misericordia… —suspiró Kamer. Iba a decir de su padre y de su madre pero enseguida recordó que el joven no tenía padres—. Que el Señor Dios tenga misericordia de su nación y de su gente. —Aquello tampoco le gustó. El Gobierno y los agás eran sus enemigos. Si lo encontraban le harían trizas—. Que a través de él el Señor Dios se apiade de los pobres que están sometidos a la tiranía —dijo por fin.
El Gran Osman tomó una tea del hogar y pasó a la otra parte de la casa.
—Memed, ven conmigo —le llamó—. Ven, te prepararemos un escondite y luego charlaremos hasta que se haga de día, halcón mío.
Memed y la madre Kamer se acercaron y se detuvieron ante el armario donde se guardaban los colchones durante el día. El enorme armario ocupaba toda la pared y llegaba hasta el techo. El hollín había ennegrecido la pintura. El Gran Osman abrió el portón; el interior estaba repleto de sacos hechos de kilim dispuestos en hileras. Por encima de los sacos, el armario se hallaba dividido por una ancha tabla. La parte superior estaba llena de colchones y edredones de pluma y seda.
—Mira, Memed, ésta será tu casa. En cuanto a tus tierras… Esta vieja no le deja a uno tranquilo… Ya sabes, esas tierras que te compraron los del pueblo… Vamos a prepararte tu escondite y ya hablaremos luego. O la vieja volverá a refunfuñar. Saquemos estos sacos, halcón mío. Agarra tú esto, mujer.
Alargó la tea a la madre Kamer, que estaba junto a ellos observándolos. Ella la asió como si no quisiera soltarla.
En poco tiempo ya habían sacado cinco sacos llenos de trigo y los habían apoyado contra la pared.
—Parad un poco —dijo la madre Kamer—. Ahora me toca a mí. Memed, hijo, baja ese colchón, que yo ya no puedo.
—Ya no es la de antes —intervino de inmediato el Gran Osman.
—Los años no pasan en balde. Tú baja ese colchón, hijo.
Memed lo hizo y Kamer lo extendió en el interior del armario.
—Esa almohada y también el edredón…
La cama olía maravillosamente a jabón, blanca y limpia como el malvavisco. Memed se metió en ella, pensó que si le dejaban, sería capaz de dormir allí tres días de un tirón. Se moría de sueño.
—Vamos, vente junto al hogar —dijo el Gran Osman.
—Deja al chico tranquilo, te lo ruego, Osman. ¿No lo ves? El pobre no se tiene en pie.
—Muy bien, halcón mío. Duerme, pues. Ya hablaremos mañana.