52

En Çukurova el calor de julio es terrible. Los cielos y la tierra se inflaman, el suelo se resquebraja, las plantas se marchitan y el mundo entero cobra una tonalidad pardusca, calcinada. Los caracoles se pegan a los tallos resecos y agostados. Los escarabajos pierden la capa multicolor de su duro caparazón y brillan como llamaradas blancas. Las abejas, las moscas y las escasas mariposas que han logrado sobrevivir desde la primavera crecen y envejecen hasta llegar a tener varias veces el tamaño de cualquier otro insecto de su clase. Ni siquiera los pájaros vuelan con su facilidad habitual en el calor de julio. De hecho, a mediodía no se ve ni una sola ave en el cielo. Se dice que ese calor puede rendir a cualquier pájaro en pleno vuelo.

Las montañas y las colinas se funden en una bruma caliente y luminosa. Del cielo gris caen miles, millones de hilos tan delgados que resultan casi invisibles. El Taurus, que se eleva envolviendo la llanura, los montes Hemite, Nurhak y Gavur, las fortalezas de Yilan, Dumlu y Anavarza y cientos de colinas y altozanos, grandes y pequeños, sólo se distinguen vagamente a lo lejos entre la ardorosa y brillante calima.

Desde la mañana hasta bien avanzada la tarde, la llanura entera está encendida y no se ve rastro de ningún ser vivo. Uno suda sin parar con ese calor, y la transpiración se seca de inmediato.

La tierra, las rocas, las piedras sueltan vapor como si se fundieran. Sólo el agua no lo despide. Bajo ese calor sofocante y pesado, los arroyos se quedan inmóviles en sus lechos y el agua se filtra en la tierra.

Era la primera vez que Memed sufría semejante calor y a veces se sentía como si estuviera a punto de ahogarse. En cambio, Halil el Barbilampiño ya estaba acostumbrado y no le daba la menor importancia.

—No es tan difícil, hermano Memed, no es tan difícil. Ya te acostumbrarás.

Sólo a última hora de la tarde revivía la llanura de Anavarza. A lo lejos, sobre el Mediterráneo, se elevaban blancas masas de nubes, y con ellas se levantaba el refrescante viento de poniente; primero a rachas y luego con toda su fuerza desatada. Desde la costa, por caminos y collados, remolinos de polvo cruzaban la llanura girando como altos sauces. Estallaban allá y se paraban acá, vagaban por la llanura creciendo y menguando, alargándose y disminuyendo. De repente, una nube de polvo cubría el paisaje, colinas y altozanos, cielo y tierra, y toda la inmensa llanura quedaba oculta, hasta el punto de que no se veía nada a un paso. En cambio, a veces el viento de poniente soplaba de tal manera que no levantaba ni una mota de polvo, como cuando sopla la brisa después de una tempestad.

A veces hacía tanto calor que las abejas morían en sus colmenas, los polluelos en sus nidos, las tortugas en sus caparazones, las flores en sus capullos y las hormigas en sus agujeros. Entonces la tierra calcinada tenía un olor distinto, un sabor distinto, seco, amargo, acre. El aroma de los espinos, el seco y agrio olor de los cadillos, el del brezo que se marchitaba agostado eran los únicos que se difundían por la reseca Çukurova, esencias casi desagradables.

En julio también hervía el pantano de Akçasaz, casi como bulle el agua en un caldero, tan caliente que no se podía sumergir un dedo sin quemarse. Día y noche el agua del pantano se agitaba en un hervir continuo y burbujeante. Aquel estruendo intenso que llegaba de las profundidades atemorizaba a los que no conocían la región, sobre todo de noche, en la oscuridad.

Si Memed no hubiera tenido junto a él a alguien tan conocedor de la comarca como Halil, no habría resistido demasiado en las tierras de Anavarza, en el pantano de Akçasaz.

Memed se levantó temprano, como siempre, y fue hasta el arroyo para lavarse. No dio crédito a sus ojos. ¿Estaba soñando? No quedaba ni rastro de la corriente de agua. Se inclinó y tocó el lecho del arroyo, pero sólo halló arena y piedras. Caminó rápidamente a izquierda y derecha, arriba y abajo, porque pensó que se había equivocado de lugar. Miró en los parajes que conocía, en los puntos donde se bañaba, sólo para descubrir que no se había equivocado. El agua había desaparecido. Pero ¿adónde podía haber ido todo un arroyo de tanto caudal? «Quién sabe, quizá sea otro misterio de Çukurova», pensó. Luego se le ocurrió despertar a Halil para preguntárselo.

—¡Halil, Halil! —gritó—. El arroyo se ha secado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Halil, medio dormido.

—El arroyo se ha secado.

Halil llegó corriendo al arroyo y comprobó que no había ni rastro de agua.

—¿Siempre se seca así? —preguntó Memed.

—A veces, sí —contestó el Barbilampiño, pensativo—. Cuando siembran arroz. Pero nunca lo había visto tan seco como ahora.

Se sentaron en el borde del cauce, con las piernas colgando sobre la orilla. Allí permanecieron cavilantes, el uno junto al otro, en silencio.

El sol se levantó pesado, como un montón de brasas. Secó al momento las gotas de rocío y comenzó a quemar la tierra. Hasta la ligera humedad del lecho del Savrun se secó antes del mediodía. En los lugares más expuestos la tierra se resquebrajó hasta parecer cubierta por pequeñas telarañas.

Poco antes de media tarde llegó Seyran. Estaba muy nerviosa, sofocada, completamente cubierta de polvo. Sólo los dientes conservaban su blancura. Había recorrido todo el camino corriendo y estaba sin aliento.

—La ha cortado. ¿Qué vamos a hacer ahora? Ali Safa nos ha cortado el agua. Hemos soportado todo lo demás, pero esto es demasiado.

Memed no acababa de entenderlo. ¿Cómo podía cortarse un arroyo como aquél? Seyran se lo explicó. Años antes había llegado a la llanura un hombre procedente de Maraş: Mustafa el Hijo del Arrepentido. Había abierto acequias en el Savrun y construido presas para que pudieran inundar la llanura y cultivar arroz. Sin embargo, nunca había cortado el agua por completo, siempre había corrido la suficiente como para que funcionara un molino, aunque estuviera fangosa después de pasar por los arrozales.

—Ayer llegaron a la aldea tres jinetes al galope. Al frente iba Dursun el Rancio, que reunió a todos los aldeanos a su alrededor. «Os traigo noticias del bey», dijo. «Safa bey os saluda y os ordena que salgáis de sus tierras y abandonéis la aldea. Me ha dado este mensaje: “Si no abandonáis mi aldea, si confiáis en ese miserable de Memed el Flaco y no salís de mis tierras, si no he conseguido doblegaros por el hambre y la deshonra, lo haré por la sed. Vayvay y las otras aldeas serán otras tantas Kerbelas. Por vuestra culpa han pagado los demás; pero ¡qué vamos a hacerle!, que se fastidien. Yo no tengo la culpa, sino vosotros. Si salís de mis tierras habrá agua de nuevo. No os obstinéis, todo puede aguantarse menos la sed. Y no deis de beber a vuestros hijos agua del pantano si no queréis que caigan como moscas. Yo ya os he avisado, la culpa no será mía”». Eso fue lo que dijo Dursun el Rancio. Luego montó y se fue.

Seyran no era capaz de mirar a la cara a Memed, como si ella tuviera la culpa de todo.

Varios días después acabaron de comprender el asunto. Ali Safa bey había ido a ver al Hijo del Arrepentido.

—Mustafa bey, si cortas por completo el arroyo Savrun y haces que los de Vayvay abandonen mis tierras, te cederé éstas por un período de tres años para que cultives en ellas tu arroz.

¡Qué más podía esperar el Hijo del Arrepentido! Rápidamente ensanchó las presas de forma que no dejaran pasar ni una sola gota de agua.

Ali Safa bey reía.

—Yo, yo, yo, yo… cuando me propongo algo, lo consigo —se jactaba—. Que sigan confiando en su imaginario Memed el Flaco.

Como el capitán Faruk había registrado a conciencia la llanura sin hallar el menor rastro de Memed, se convenció de que los campesinos habían creado un Memed el Flaco imaginario. Incluso envió un informe al Ministerio exponiendo esta conclusión.

Ali Safa bey también creyó al capitán, pero aun así prefirió no arriesgarse. Por este motivo, mientras no se resolviera aquel misterio de Memed el Flaco, dejó la administración de la finca en manos de Dursun el Rancio y se retiró a su casa en la ciudad. Fuera imaginario o no, lo cierto era que un peligro amenazaba su vida y le atormentaba incesantemente.

La idea de cortar el agua le pareció la mejor de cuantas se le habían ocurrido hasta entonces para atemorizar a los campesinos. Por eso estaba tan orgulloso. Además, en pleno mes de julio, era imposible que lo soportaran.

El primero, el segundo y hasta el tercer día, bebieron el agua de las charcas que quedaban. Al cabo de una semana también éstas se habían secado. Abrieron fuentes y hacían cola ante ellas de la mañana a la noche, de la noche a la mañana, esperando. Poco después también las fuentes se secaron. Los agujeros que habían abierto en el lecho y las orillas del arroyo no daban una gota más de agua.

Excavaron pozos. Pero, en cuanto llegaban a una vara de profundidad, aparecía arena pedregosa y, por mucho que cavaran, siempre se hundían antes de que pudieran sacar un par de cubos de agua. Los campesinos tenían las manos cubiertas de ampollas y en carne viva de tanto cavar. En un solo día murieron ocho niños en la aldea de Vayvay.

Sobre las aldeas se asentó un polvo amarillo y ardiente que se metió en el interior de las casas, en los lugares más recónditos, bajo la piel de la gente.

En la aldea de Aşağıçiyanlı un hombre disparó y mató a su mejor amigo por una gota de agua.

Memed se despertaba al amanecer, iba al lecho del arroyo, lo remontaba durante horas hasta llegar a los límites de la ciudad y luego volvía sobre sus pasos. El fondo de arroyo cada día estaba más agrietado. En algunos lugares el lecho se había convertido en un polvo ardiente parecido a la ceniza. En otros se formaban charcas verdosas y pestilentes, había cuerpos de tortugas y peces muertos sobre la tierra sedienta.

En una de aquellas charcas verdosas, sucias y pestilentes a causa de los peces putrefactos, una desesperada tortuga luchaba para no morir de sed, sacaba la cabeza del agua fangosa y miraba alrededor. El barro se iba secando sobre su cabeza.

Memed sufría por la muerte de aquel arroyo como lo hubiera hecho por la pérdida de cualquier otro ser querido. Un arroyo ahora sucio y maloliente, muerto, roto por millones de grietas. Memed paseaba cada día por el cauce como si entonara un lamento fúnebre. Prefería no pensar en la situación de los campesinos, intentaba arrancarlo de su mente.

—No he provocado más que desastres —musitaba para sí—. Desastres.

Los aldeanos de Aşağıçiyanlı, Kümbet y Amberinarkı se reunieron para intentar encontrar alguna solución, pero todo esfuerzo fue en vano.

Si Ali Safa bey no hubiera sentido miedo de Memed y no se hubiera retirado a la ciudad, quizá los habitantes de Vayvay se hubiesen puesto en pie acuciados por la sed en el calor de cualquier mediodía, en un momento de flaqueza, y habrían abandonado la aldea.

Nadie de las otras aldeas, ni de Çiyanlı, ni de Dedefakıli, ni de Narlıkışla, se lo reprochó. Ni una sola persona fue a decirles: «Amigos, dejad ya esa aldea y libradnos de la maldición de la sed. Salvaos vosotros y nos salvaremos nosotros también. Mirad, vuestros hijos se mueren».

En cada aldea escogieron a un hombre que los representara y juntos acudieron varias veces a las autoridades para explicar minuciosamente su situación y para decirles que se les morían los hijos.

En cada ocasión el prefecto se frotaba las manos complacido, aunque mostraba un falso dolor.

—No saben ustedes cuánto lo siento. Espero que todo pase pronto y la situación se resuelva. Mi más sincero pésame… Lo siento de verdad. Pero ¿qué podemos hacer? El señor Mustafa el Hijo del Arrepentido ha sembrado arroz. Es parte de la riqueza de la nación, no podemos permitir que se seque…

—Bien, ¿y qué podemos hacer?

—Lo siento mucho, no saben ustedes cuánto lo lamento. Deben buscar una solución, señores. Encuentren ustedes la solución. ¿Acaso quieren que les lleve el agua personalmente? —El prefecto comenzaba a gritar a los campesinos—. Pero bueno, ¿qué soy yo, prefecto o aguador?

—Ali Safa bey lo ha hecho con el propósito de expulsarnos y asentarse en nuestras tierras, sólo por eso. No hay arroz por donde corre el arroyo… Además, las aldeas de esa zona se han inundado, están llenas de barro…

—Yo no tengo nada que ver con eso. No señor, yo no tengo nada que ver con los asuntos de Ali Safa bey. ¿Qué soy yo, su mayordomo o un funcionario del Estado? Vayan a entenderse con Ali Safa bey y luego acudan a mí. ¿Por qué han venido a verme a mí, si lo que deberían hacer es entenderse con Ali Safa bey? Vayan a verlo, allí, a su casa. Además, ¿acaso son ustedes los abogados de esas aldeas llenas de barro? Si tienen alguna queja que vengan ellos mismos. Además, tampoco queda tanto, agosto, septiembre… Aguanten un poco, señores. El sufrimiento fortalece el organismo. Lo mejor para la salud es beber poca agua. Lo siento mucho, siento mucho que padezcan sed. Esa tierra suya es muy calurosa, muy calurosa, en un momento se queda uno bañado en sudor, amigos míos. Me sudan hasta los huesos. Mucho calor, mucho calor.

Enviaron telegramas a Ankara y Adana, pero no sirvió de nada, porque no recibieron respuesta alguna.

Memed y Halil no padecieron tanto por la falta de agua, porque el Barbilampiño había encontrado un manantial en el pantano y tenían el agua fresca que necesitaban.

Seyran aprovechaba todas las oportunidades para ir a ver a Memed y por las noches volvían a amarse fogosamente sobre el lecho seco del Savrun.

Los aldeanos empezaban a estar molestos con Memed. Se sentían tan derrotados, tan deshechos, que de vez en cuando se les escapaba alguna recriminación a Memed, lo cual hería profundamente a Seyran. No soportaba que criticaran a Memed. Hacía lo imposible para que su amado no se enterara de lo que se decía en la aldea. El Gran Osman montaba en cólera ante aquellas palabras punzantes introducidas en la conversación y hacía que el que las había pronunciado se arrepintiera mil veces de haber nacido. Pero a la larga resulta imposible contener las maledicencias.

—¿Y de qué nos ha servido que Memed el Flaco bajara a Çukurova?

—Ali Safa nos ha hundido.

—Volvimos a la aldea porque oímos su nombre.

—Maldito sea su nombre.

—Creíamos que podía ser una esperanza.

—Maldita sea su esperanza.

—Hemos perdido nuestros caballos.

—Hemos perdido todos nuestros bienes.

—Hemos perdido la honra.

—Hemos perdido la vida.

—Nos quedamos en la aldea porque oímos su nombre.

—Maldito sea su nombre.

Al agravarse la carencia de agua y extenderse las enfermedades, también se incrementaron las acusaciones contra el Gran Osman y Memed el Flaco.

—Y el pobre maestro Ferhat… Un hombre de Dios pudriéndose en la cárcel por culpa de esos dos.

—Si no les hubiera hecho caso…

—Al pobre lo colgarán…

Era necesario que todo aquello no llegara a oídos de Memed, que Memed no sintiera aquel ambiente emponzoñado; difícil empeño para Seyran. Pero Memed algo intuía; andaba cabizbajo, nervioso, deprimido. Era evidente por el modo en que la acosaba a preguntas.

La razón de todo aquel nerviosismo quizá fueran unas palabras que se le habían escapado a la madre Kamer días antes:

—Memed, hijo mío, te pasas aquí el día tumbado. ¿Es que nunca te aburres? A ti nunca te falta el agua fresca, ¿verdad? En la aldea nos abrasamos y daríamos la vida por una gota de agua.

Quizá no lo hubiera dicho con mala intención, pero Memed se sintió herido por aquellas palabras, que se le habían clavado como una bala en el corazón. La madre Kamer se arrepintió mil veces de haberlas pronunciado, pero la flecha ya había salido del arco. Desde aquel día la madre Kamer no había vuelto por la huerta.

—He traído la desgracia a esta gente. He traído hambre y sed, Dios mío. Por mi culpa tienen que verse así, ¡ay! He pisoteado su honra, hundido sus esperanzas, les he arrebatado la confianza de sus corazones. ¡Dios mío!