4
De la orilla del Savrun llegó el sonido de varios disparos seguidos. Todavía no había cantado el gallo. De repente, estalló en el pueblo un clamor, mil estrépitos. Los perros ladraron todos a la vez, los asnos rebuznaron, los bueyes mugieron, los caballos relincharon; gritos, alaridos y llantos llenaron los alrededores. Todo era confusión en la húmeda oscuridad de la noche. La gente se lanzó al exterior de las casas en ropa interior. El Gran Osman no se preocupó en absoluto.
—Kamer, madre Kamer —dijo en tono sereno—, algo malo pasa en el pueblo. Ese cabrón habrá hecho de las suyas. Ya ha vuelto a buscar la ruina a alguien.
Memed agarró el fusil, abandonó de un salto su escondite y se llegó hasta la puerta. Dudaba entre quedarse en casa o salir. El Gran Osman lo vio así al encender una antorcha y lo miró a la cara de forma severa pero burlona:
—¿Qué pasa, Memed el Flaco? ¿Qué pasa, mi halcón? ¿Qué? ¿Te preparas para la lucha? —Entonces gritó—: ¡Anda y siéntate en tu sitio! ¡Vuélvete a la cama! No tiene nada que ver contigo. El gran cabrón vuelve a lo de siempre. Habrá destruido el hogar de algún desgraciado que no se atreverá ni a abrir la boca. En este pueblo ocurren cosas así todas las noches; vete a la cama. Si algo va mal, ya te avisaré.
El Gran Osman iba hablando mientras se vestía. Ya más tranquilo, Memed depuso su arma, la cogió del cañón y se acercó al hogar. Entre la ceniza todavía brillaban los rescoldos de la noche anterior.
—¿Qué buscas, Osman, por el amor de Dios? —preguntó la madre Kamer mientras el anciano buscaba algo resoplando—. ¿Qué andas buscando?
—Busco que no me fastidies, Kamer, que no me fastidies —replicó Osman, irritado—. ¡Qué voy a buscar! Busco mi reloj. Y tú te estás buscando problemas, Kamer. Ahí fuera se ha montado una buena. ¡Bien! ¡Se lo tienen merecido estos campesinos, este pueblo de burros! ¡Se lo merecen mil quinientas veces! ¿Entiendes?
—¿Qué vas a hacer a medianoche con tu reloj, en medio de este infierno? ¡Aquí está tu reloj! ¡Toma!
El Gran Osman lo tomó.
—Haré lo que me dé la gana, Kamer, lo que me dé la gana —replicó finalmente, con una ligera sonrisa.
A Memed le encantaban aquellas peleas inocentes, siempre cariñosas. Los dos viejos se habían construido un mundo de cariño y tolerancia infinitos. El ruido del exterior iba aumentando. Memed pensaba en aquellos dos ancianos que parecían niños. «Si todos fueran así —meditó—, si la gente fuera así, ¡qué hermosa sería la humanidad!».
El Gran Osman se puso el reloj, se desperezó, se miró las botas y las mangas y enseguida encendió la pipa con la brasa que sacó del hogar. El ruido del exterior aumentaba y se oía cada vez más cerca de la casa. Salió corriendo y se detuvo en el patio.
—La ha quemado —gritó—. El muy cerdo la ha quemado. Si nos quedara algo de hombría no habría podido… Hace con nosotros lo que le viene en gana, nos maneja como si fuésemos peleles. Ha cumplido su promesa, el muy canalla. Le ha pegado fuego a la casa de Hasan el Hijo del Beato… ¡Quizás haya matado a Hasan! Lo ha matado, seguro… ¡Ay, Hasan, mi bravo Hasan! ¡Hasan, mi bektaşi, mi «cabeza roja»! Han matado al pobre Hasan. ¡La madre de un valiente tiene de qué llorar! La madre de un valiente… ¡En la aldea sólo había uno y lo ha matado ese perro! La madre de un valiente…
Se arrepintió de haber dicho lo de la madre de un valiente. ¿Le habría oído Memed? Si lo había hecho, sería una lástima. Memed había acudido a su casa a refugiarse como un pájaro herido. «Y vas tú y gritas que la madre de un valiente tiene de qué llorar. ¡Gran Osman, eres un estúpido! ¡Gran Osman, el lobo cuando envejece no sólo es la marioneta de los perros, el lobo cuando envejece se convierte en un perro! ¡Ojalá no me haya oído!».
Abrió la puerta de la despensa para ver si Memed estaba ofendido.
—Huésped, hijo —llamó al interior—. Asoma la cabeza y mira fuera, las llamas llegan al cielo.
Memed salió de su escondite y se quedó en el umbral de la casa.
—No salgas, hijo mío. Mira esas llamas que suben hacia el cielo, míralas y luego vuélvete a dormir, mi huésped, mi halcón. Si quieres, sal a mear. Quizá te apetezca hacerlo fuera. Pero no pases de esa esquina, no vayas más lejos.
Avanzó hacia la casa en llamas.
—En una ocasión fui fugitivo. Me pasé seis meses escondido. ¿Y sabes qué es lo que más echaba de menos, hijo mío? ¿Sabes? Pues echar una buena meada bajo las estrellas. La primera noche que salí de la casa solté una larga meada bajo las estrellas. Ahora tienes la ocasión, haz tú lo mismo. Pero no se te ocurra pasar de esa esquina.
Memed se deslizó sigilosamente al exterior.
Ardían las tres chozas del Hijo del Beato. La de más arriba era su propia casa, la inferior, el establo y la otra, el granero. De repente, el incendio se extendió a la casa de su vecino Durak el Loco. También la casa de Durak fue pasto de las llamas. Soplaba un ligero viento del nordeste que avivó el fuego y las llamas alcanzaron la altura de un alminar, cada vez más altas e inquietas, iluminando la noche.
Todos los habitantes del pueblo, niños, jóvenes, viejos y enfermos, salían a la calle a la luz de las llamas, algunos vestidos, otros desnudos, los más en ropa interior.
Hasan el Hijo del Beato se mecía abrazándose a sí mismo, no podía apartar los ojos de su casa incendiada. Gemía en voz alta, abrazando a su mujer y a sus hijos.
Los incendiarios habían pegado fuego a las puertas de las tres cabañas, por eso el Hijo del Beato y su familia se habían salvado a duras penas y no habían podido rescatar sus pertenencias. Si se hubieran retrasado un minuto habrían muerto entre llamas.
De la cuadra llegaban relinchos que hacían estremecerse al cielo. El caballo que estaba dentro corría de un extremo al otro quejándose amarga, largamente, sin cesar. Sobre el caballo caían pedazos del techo en llamas que lo enloquecían. Nadie podía hacer nada. Los muchachos y los hombres permanecían inmóviles, escuchando los relinchos desesperados del caballo.
El viejo Sefçe el Mayordomo iba de acá para allá entre la gente.
—¿Es que no hay nadie que abra esa puerta? —rogaba—. ¿No hay ningún valiente? ¿No hay nadie? Es un caballo de raza, si le abrís la puerta encontrará la salida. Me dan pena los caballos, un animal de pura sangre como éste. Los caballos de raza son como las personas, sólo les falta hablar. Lloran y ríen, incluso piensan. Ah, yo ya estoy demasiado viejo, no puedo abrir la puerta, no puedo abrirla…
Los relinchos del caballo se alzaban cada vez más desgarradores.
Hasan el Hijo del Beato se movió de repente y comenzó a girar sobre sí mismo como una peonza; luego les arrebató a los muchachos la manta de pelo de cabra que habían mojado para extenderla sobre la choza que tenían al lado, se enrolló en ella y, en un abrir y cerrar de ojos, se lanzó al interior del establo incendiado. Con la misma rapidez con que había entrado volvió a salir llevando al caballo del ronzal. El caballo se encabritó en cuanto salió, arrancó de un tirón la cuerda de manos de Hasan, corrió hasta la plaza de la aldea y, al igual que poco antes había hecho Hasan, giró un momento sobre sí mismo. Luego el animal se lanzó llanura abajo y desapareció confundiéndose con la oscuridad.
Las chozas apenas se veían, completamente sumergidas en las llamas; una cosecha de fuego se balanceaba en aquel extremo de la aldea.
El Hijo del Beato arrojó la manta que llevaba encima, volvió a abrazarse a sí mismo y así se quedó mirando, con la vista fija en las llamas y sin separarse de ellas.
Todos los demás también observaban el incendio inmóviles, atónitos. De las chozas surgían crujidos: eran las techumbres y las paredes de caña. Por fin se extinguió el mugido del último buey que había quedado dentro.
Todos se quedaron paralizados de terror, pálidos, abatidos. Sólo el Gran Osman iba y venía con las manos a la espalda y hablaba lanzando al aire el humo de su pipa. De vez en cuando se acercaba al Hijo del Beato.
—Lo siento, amigo, pero se aprende más de un desastre que de mil consejos —decía, y luego volvía sin importarle si el Hijo del Beato le escuchaba o no—. Es una lástima, amigo. Lo que hiciste estuvo muy mal. Pusiste en peligro a todo el pueblo y mira, al final has encontrado tu castigo. ¿Puede haber mejor castigo que éste, amigo? Casi perdéis la vida ahí dentro tú, tu mujer y tus hijos. Da gracias, amigo, da gracias porque se aprende más de un desastre que de mil consejos. A partir de ahora no tendré miedo por tu culpa. Un hombre que se ha enfrentado a la muerte se supera a sí mismo, se hace más valiente. De hecho tú eras un hombre valiente, pero también terco como una mula. ¿O acaso me equivoco?
Los hombres entraban y salían de las casas, entraban y salían de las llamas. Olía a carne chamuscada, a lana y pelo. El olor a quemado se mezclaba con los aromas primaverales.
El Gran Osman se cansó por fin de andar de un lado para otro y se sentó en la zona iluminada de espaldas al incendio. Notó el calor de las llamas, levantó la cabeza y observó sonriente a sus vecinos, uno por uno, hombres y mujeres, viejos, jóvenes y niños.
Al volverse hacia su derecha quedó cara a cara con Sefçe el Mayordomo.
—¡Mira! ¡Mira, Sefçe el Mayordomo, amigo mío! ¡Qué bellas llamas! ¡Qué hermosas brillan en esta noche de primavera! —Soltó una risa aguda que todos oyeron. Sus vecinos lo miraron sorprendidos y empezaron a murmurar—. ¡Qué bien le van las llamas a la noche! ¡Qué bien le va la bala al corazón! ¡Qué bien nos va seguir con las manos atadas! ¡Qué bien estamos con los brazos cruzados mirando este incendio y compadeciéndonos! ¡Qué bien les van los lamentos a nuestros corazones! ¡Qué bien nos van las bragas de mujer a modo de gorros! ¡Qué bien nos va la compasión! ¡Mira, amigo Sefçe, mira! ¡Qué bonitas llamas, qué rojas! Al soplar el viento se alargan, se ensanchan, aumentan aún más su belleza. Y según crece el incendio mi corazón también se hincha, se ensancha. Se convierte en un yunque de herrero. ¡Y qué bien le está el yunque al corazón! ¡Qué bien le viene Ali Safa bey a nuestra cobardía! ¡Qué bien nos queda la compasión! ¡Mira, amigo Sefçe, mira! Contempla esas llamas. ¡Qué bien quedan en esta noche nuestra!
Sefçe el Mayordomo lo miró sin comprender aquellas palabras absurdas ni aquella actitud divertida y alegre, por eso se alejó sacudiendo la cabeza.
—¡Dios! ¡Dios mío! —decía mientras caminaba—. ¡Ay, Señor! ¡Este hombre está perdiendo la cabeza! Antes no era así. La aldea en llamas y él no hace más que reírse ahí plantado delante del incendio. ¡Ay, Gran Osman, ay! ¡Te has hecho viejo! ¡Se te ha doblado la espalda y ya chocheas! ¡Pobre hombre! ¡Tú que eras como un águila! ¡Maldita sea la vejez! Cuando un hombre envejece se vuelve como un niño, un niño de pecho. ¡Ay, el pobre! ¡Dios, Dios!
Sefçe el Mayordomo era dos años mayor que el Gran Osman. Caminaba muy encorvado, la edad le había doblado el cuerpo. El Gran Osman y Sefçe el Mayordomo tenían costumbres raras, seguían tradiciones y cumplían ciertos ritos que los aldeanos no conocían, no habían visto ni comprendían, pero los dos encajaban a la perfección con estas costumbres. Los dos vestían de la misma manera, ambos llevaban pistoleras y nunca les faltaban al cinto sus viejas pistolas de chispa. Los dos, desde que se conocían, se afeitaban a navaja la cabeza y justo en lo alto se dejaban una larga coleta de dos dedos de ancho. La de Sefçe el Mayordomo era tan larga que, cuando se la soltaba, le llegaba hasta la cintura, como el pelo de una mujer.
La noche se aclaraba lentamente, de las otras aldeas llegaban ruidos, gritos y otros sonidos. En Akçasaz se oían sonidos parecidos a cañonazos, como sordas explosiones subterráneas.
Los aromas del pantano, de los narcisos, de las flores, de la primavera, se mezclaban con el olor del incendio… En los alrededores se produjo de repente un profundo silencio. Todos los ruidos se acallaron a la vez. Un caballo soltó un amargo relincho, sólo uno. Hacía mucho que se habían silenciado los chasquidos del incendio. El olor a carne chamuscada se había apoderado de todo el ambiente y el humo hacía toser a los aldeanos.
Las llamas se fueron apagando; al amanecer no restaban sino un puñado de brasas. Cuando salió el sol las casas se habían convertido en un montón de leños carbonizados y humeantes. En el interior sólo quedaban un arado y algunos hierros de las rejas doblados y retorcidos, fundidos, un puñado de piedras de pedernal calcinadas… Ni siquiera se distinguían los huesos de los animales. Por la acequia abierta detrás del establo iba cayendo un chorro de grasa negra.
Todos se dejaron caer en el húmedo suelo mirando el sol naciente; las mujeres y los niños con sueño, los viejos, agotados, los jóvenes y los hombres maduros, sudorosos y cansados. Agachaban las cabezas en un gesto afligido y desesperanzado. No se movían, no miraban en ninguna dirección. Se respiraba un sentimiento de vergüenza que les impedía levantar la vista, pues les daba apuro mirar a los demás a la cara. No se oía el menor ruido, sólo el leve zumbido de las abejas que volaban de flor en flor o de hoja en hoja.
Sólo el Gran Osman estaba de pie. Vuelto hacia el sol naciente, su sombra se extendía larguísima hacia la llanura de abajo; permanecía firme, con gran majestad, recibiendo las primeras luces con una sonrisa en los labios. Permaneció así un rato, expulsando el humo de su pipa hacia el sol. El suave viento del nordeste se llevaba el humo a lo lejos. Al cabo de un rato el Gran Osman se movió, y fue como si un gigante de mil cabezas moviera tan sólo una de ellas. Comenzó a ir y venir entre las casas en ruinas, frente a la multitud que permanecía sentada. Las manos a la espalda, la humeante pipa en la boca, la cabeza alta… Los aldeanos levantaron la vista y lo observaron. No comprendían por qué paseaba tan contento por el lugar del desastre.
El Gran Osman siguió deambulando así hasta media mañana, fumando. Luego se fue hasta Hasan el Hijo del Beato, que estaba agotado, con la mano derecha quemada e hinchada, la izquierda en el pecho, palidísimo, como si hubiera envejecido quince años en una noche, con la cara apergaminada.
—Hasan el Hijo del Beato —le dijo afectuosamente con voz tonante—. Hasan el Hijo del Beato. Tu difunto padre era de los «cabezas rojas», pero también un kurdo valeroso y decente, un hombre solitario pero al que jamás se le pudo reprochar nada. Yo vi a un muchacho por la mañana, por la noche, por la tarde. El niño era como el sol. Un muchacho menudo, pero de corazón puro. El Gobierno temía enormemente a este muchacho, incluso Mustafa Kemal le tenía miedo, Mustafa Kemal el de ojos de halcón, el que derrotó a los griegos y al mundo entero. Los agás temblaban ante él, hasta se les caían los calzones de tanto temblar. ¡Hijo del Beato! ¿Lo has entendido, Hijo del Beato?
»Tengo que decirte un par de cosas. ¿Que Ali Safa bey iba a prenderle fuego a tu casa? Pues ya se lo ha prendido. Ha hecho bien, muy bien, algo bueno, que Dios le guarde las manos y el corazón. ¿Qué va a venir a matarnos? Nos lo merecemos, amigo, nos merecemos esa vergüenza. Pero no temas, que no entre el miedo en tu corazón, porque un corazón cobarde no vale nada y enseguida se le hace callar, mi Beato. ¡No tengas miedo, amigo, no tengas miedo! Todo esto lo ha hecho ese infiel para meterte miedo. ¡No temas, mi valiente, no temas! Eres un hombre valiente, no tengas miedo. Te digo que no temas, mi valiente, porque el cobarde no tiene salvación en ningún lugar, ni en el cielo ni en la tierra ni en el mar. No tengas miedo, tu caballo volverá y Ali Safa bey, ese perro inmundo, encontrará su castigo. El caballo que has salvado del incendio volverá, verá esa mano tan hinchada que te has quemado para salvarlo, ¿te duele la mano, hijo mío? ¿Cómo no va a dolerte? Que te duela, ya sanarán las heridas. Tu caballo volverá, oye lo que te digo, volverá. El caballo que huye de un incendio no retorna, nunca se tranquiliza, pero el tuyo regresará. Amigo, Hasan el Hijo del Beato, el «cabeza roja», Hasan el kurdo, has de creerme… —Levantó la voz; era una voz extraordinaria, profunda, como si saliera de la garganta de un gigante, plena—. Tu caballo volverá. Hijo del Beato, amigo, ¡volverá a salir el sol!
Después de pasear de nuevo su mirada por la multitud, observándolos a todos con aquellos ojos suyos protegidos por las pobladas cejas, continuó riendo con voz confiada, marcando mucho las palabras:
—Volverá a salir el sol. Volverá a salir. El sol, el sol, el sol… —Lo señaló con el dedo índice, parecido a la raíz de un endrino, deforme y nudoso—. Como ése, nacerá un sol como ése. Así de bello, así de cálido y brillante. Regresará el caballo. Regresará a casa, volverá…
Dio media vuelta y se dirigió presuroso hacia su casa. Todas las cabezas se volvieron para mirarlo. La multitud lo siguió con la vista hasta que llegó a su casa y cerró con un golpe violento, casi como si quisiera romper la puerta.