5

Salía el sol. El caballo del Hijo del Beato permanecía inmóvil en medio de la llanura. Su sombra se extendía hacia los riscos de Anavarza. Con la llegada del nuevo día, miles de pájaros cantaban a la vez llenando el aire con el estruendo de sus voces. El caballo alzaba la cabeza al cielo, alargando el cuello como si husmeara pasto fresco. Tenía los ojos inyectados en sangre. En la parte derecha de su grupa crecía la ampolla de una quemadura. Poco después las moscas comenzaron a dar vueltas sobre la herida. Al principio el caballo movió la cola para espantarlas, pero luego los jejenes y otras moscas negras aún más pequeñas se apiñaron en sus ojos. Sin moverse aún del lugar, el caballo comenzó a sacudir la cabeza de vez en cuando; luego, haciendo caso omiso de las moscas que se amontonaban en sus ojos y pululaban sobre la quemadura de la grupa, permaneció completamente inmóvil.

El sol calentó el aire y los pájaros silenciaron sus cantos. Las abejas comenzaron a revolotear con el calor, pero cuando más tarde la temperatura fue en aumento, se introdujeron en grandes flores para refugiarse. Al poco no quedó ni uno de los insectos que momentos antes lo llenaban todo con sus tenues brillos y el zumbido de sus alas. Sólo siguieron dando vueltas bajo el calor los enormes avispones y las aún mayores libélulas delgadas, alargadas, bordadas, esmaltadas en rojo y azul, refulgiendo de vez en cuando bajo los rayos del sol.

El calor se hizo más intenso y se levantó una tenue neblina. La hierba, los árboles, las flores, los pájaros quedaron envueltos en las emanaciones del calor primaveral. Un grupo de mariposas pasó volando de forma desordenada. Un enjambre de abejas en forma de nube, de bola, fue a posarse en un árbol cercano. Todo olía a tierra fresca calentada por el sol, a flores recién abiertas, a hierba tierna y verde. En aquel calor humeante la tierra de Anavarza olía a frescura reciente, como si acabaran de crearla en ese mismo instante.

Los ojos del caballo, rígido e inmóvil, estaban rodeados de jejenes. La quemadura del costado apenas se veía; tan numerosas eran las moscas que formaban una mancha negra sobre la herida. Una mariposa posada sobre la larga y limpísima crin del caballo, abría y cerraba las alas.

Un rayo de sol que se reflejaba en las aguas del cercano pantano de Akçasaz brilló sobre el lado izquierdo del cuello del caballo.

Sin razón aparente, el caballo se movió de súbito, sacudió la cabeza, soltó un par de coces, espantó las moscas y partió de la llanura. Galopó cruzando los campos de Vayvay hasta los de Tarsuslu y luego se detuvo. Galopaba tan rápido que las patas formaban un contorno borroso.

Cuando el caballo llegó a los alrededores de Narlıkışla desde los campos de Tarsuslu ya era media tarde. Las aguas del pantano cercano burbujeaban, espumeaban, borboteaban sin cesar. Una culebra larga y rolliza se deslizaba lentamente entre las hierbas de la orilla del pantano. Acababa de salir de su madriguera y poco a poco iba despertándose y volviendo en sí. Su negro lomo lanzó brillos verdosos al llegar a la zona iluminada. La culebra pasó junto a las patas del caballo, incluso le rozó los cascos. Un insecto enorme trazaba estruendosos círculos alrededor de la cabeza del caballo, que se había detenido junto a una zarzamora. El animal no le prestó atención.

De repente, a lo lejos, una llama brilló fugazmente sobre Akçasaz. En ese momento, el caballo saltó en el aire como si tuviera alas y repitió varias veces la cabriola. Alzó el cuello, afirmó las patas traseras y alzó las manos. Después echó a correr y a dar vueltas formando un amplio círculo. Sin previo aviso se detuvo donde estaba y husmeó el aire. Finalmente se quedó inmóvil, congelado. Aunque le hubieran cortado las orejas, aunque le hubieran pinchado, no habría movido ni un músculo.

Lejos, muy lejos, un hombre avanzaba en aquella dirección por el camino de Kozan. En cuanto el caballo lo vio, sacudió bruscamente la cabeza, relinchó rabioso y salió al galope. Corría a tal velocidad que su vientre parecía rozar el suelo. Siguió galopando hasta el ocaso, bañado en sudor. Pasó los riscos de Anavarza y se dirigió hacia la fortaleza de Dumlu. Desde allí vio a otro hombre que venía muy a lo lejos por los alrededores de la aldea de Hacılar y volvió grupas a la misma velocidad. Las luces de la aldea de Hacılar estaban encendidas. En cuanto las vio, rasgó la noche con un relincho de muerte. Poco antes de amanecer había llegado a las cercanías de Topraktepe, agotado. Estaba negro por el sudor y la espuma, y resoplaba como un fuelle. No le quedaban fuerzas para dar ni un paso más. Al alba, las primeras luces lo sorprendieron con las orejas mustias, la cabeza gacha, con una pata doblada hacia el vientre, encogido, consumido, acobardado.

El caballo de Hasan el Hijo del Beato era un semental árabe de pura sangre, esbelto, alto y zaino casi negro. De ese tipo tan poco frecuente cuya raza es la más bella.

El caballo zaino había sido propiedad de Ali Safa bey hasta hacía un año. Se lo había enviado un amigo muy querido desde Urfa, cuando era un potro de dos años, junto con la documentación que demostraba su pedigrí. A la documentación añadió una crónica en la que se narraban los extraordinarios merecimientos de la estirpe del animal. En cuanto llegó, se convirtió en una leyenda y desde Kozan, Adana o Tarso llegaban agás y beys a visitar a Ali Safa bey en su casa de Çukurova para admirarlo. Por esta razón Ali Safa bey apreciaba tanto al caballo.

Ali Safa bey incluso hizo venir de Urfa a un anciano mozo de cuadras que había cuidado purasangres para que se ocupara del animal. Según el bey, ese caballo era más inteligente que una persona, sólo le faltaba hablar. Y si hubiera podido… Lo comprendía todo, cualquier gesto, y respondía a los gestos amistosos con cariño y bondad y con maldad a los hostiles. Cuando Ali Safa bey estaba triste también él se entristecía y la pena empañaba sus enormes ojos negros. Si Ali Safa bey estaba alegre, el caballo resoplaba como una tormenta de contento y de sus ojos se derramaban alegres reflejos de felicidad.

—Lo quiero más que a mi vida —decía Ali Safa bey.

Desorientado en medio de una guerra imposible, Ali Safa bey volvía en sí cuando montaba el caballo zaino, y se sentía el amo del mundo. Lo ahogaba un orgullo inconmensurable cuando oía decir: «¡Safa bey, el jinete del caballo zaino!». A él mismo lo sorprendía el afecto que sentía por aquel caballo. Y pensaba: «Eso significa que la sangre de aquellos antiguos y salvajes turcomanos sigue corriendo con la misma fuerza por mis venas. ¡Así que sigue corriendo! Los caballos árabes son de pura casta pero en las personas esa casta no se encuentra, las personas tienen otras características. Si las personas no son caballos, ¿cómo se explica entonces este apego mío por los caballos?».

Pero llegó un día en que su pasión por el semental chocó con la que sentía por la tierra. Y la sangre de los turcomanos nómadas que corría por sus venas fue derrotada por la tierra.

Necesitaba hacerse con una parcela de tierra en la aldea de Vayvay o en sus inmediaciones, por pequeña que fuera. Un terreno que fuera la llave de las demás tierras de Vayvay. Después de una larga búsqueda, el notario de la ciudad encontró una parcela de esas características, una propiedad cuyos linderos se podían extender o reducir al máximo. Podría establecerlos donde quisiera. Y, además, estaba dentro de los límites de la aldea de Vayvay. Una propiedad de menos de dos hectáreas, de Hasan el Hijo del Beato. En la escritura se podían añadir cinco mil, diez mil, quince mil o incluso cincuenta mil hectáreas. Ali Safa bey estaba loco de contento por haberla encontrado. Incluso antes de formalizar la escritura, entregó al notario una propina de quinientas libras. Durante tres días no pudo pegar ojo de contento. A la mañana del tercer día llamó a Hasan el Hijo del Beato.

—Dame la escritura, Hasan.

—A tus órdenes, señor —contestó Hasan de inmediato.

—Yo era amigo de tu padre. Él y el mío eran inseparables. Somos hermanos, somos parientes, si tú sufres, yo sufro contigo. Carne y uña, Hasan…

—A tus órdenes, señor.

—Somos hermanos, amigos, parientes, pero una cosa es la amistad y otra los negocios. ¿Cuánto dinero vamos a darte por esa propiedad tuya de casi dos hectáreas? ¿Qué deseas a cambio?

—Gracias, señor, sólo es una parcelita de tierra, ¿no? Sólo es un pedacito de tierra, ¿no? Gracias, señor… Haz lo que desees. Podemos ir mañana a la ciudad y haré la cesión del campo de inmediato. Ya que somos familia, hermanos, ¿qué importa un poquito de tierra? Nada, señor. Mientras tú estés bien, no se apartará de nosotros la sombra del Señor.

—Que no se aparte, pero no puede ser —rió Ali Safa bey, satisfecho—. No puede ser. Tienes que aceptar algo, por poco que sea. De lo contrario no quiero tus campos. Tienes que aceptar algo a cambio, poco o mucho.

Hasan sólo miraba al suelo, tímidamente, sin responder.

—No puede ser, Hasan, así no quiero tu campo. Dime qué deseas. Tú pídeme que yo te daré lo que sea. Pide una piastra, pide un buey, pide una cabra, un carnero… un caballo…

Hasan no levantó la cabeza ni ofreció respuesta alguna.

Ali Safa bey pensaba que Hasan parecía una muchacha. «Una muchacha —se dijo—. No es capaz de levantar la cabeza y mirarme a la cara. A su edad y aún se sonroja y se avergüenza como una jovencita. No se atreve a pedir dinero por los campos. La costumbre de los turcomanos: no discutir a los mayores, ni regatear con ellos. Pero debo obligarlo a que acepte algo. Si no, la gente comenzará a murmurar».

De aquel campo de menos de dos hectáreas dependían muchas cosas. No podía apropiárselo sin entregar nada a cambio.

—Dime, Hijo del Beato —le preguntó con su voz más zalamera—. Dime, hermano de mi alma. Dime, hermano, único entre los hombres. Nunca olvidaré este gesto tuyo tan hermoso. Incluso la lápida de mi tumba lo dirá, haré que lo escriban. Dime ya qué deseas.

El Hijo del Beato levantó la cabeza, los ojos le brillaban. Su rostro menudo parecía el de un niño travieso y revoltoso, el de un chico que se dispone a cometer alguna travesura, que piensa tomarte el pelo… Cuando el Hijo del Beato levantó la cabeza, Ali Safa bey se alegró. «Ya estamos en el buen camino, muchacho», pensó. Su cara se parecía a la de un niño de siete años. «El Hasan que yo conozco es viejo. En fin, casi tenemos la misma edad». Hasan seguía sonriendo avergonzado, no apartaba su mirada de la de Ali Safa bey.

—Ya que insistes tanto, señor…

—Pues claro que insisto, Hasan. Si no tomas algo a cambio, por Dios que no puedo aceptar. No ya la tierra; aunque fuera oro, tampoco podría aceptarlo.

—Ya que mi valeroso señor…

El señor aspiró profundamente y habló como si se hubiera quitado de encima una pesada carga:

—Dime, Hasan. Adelante, querido amigo. Pídeme lo que quieras.

—Quiero tu semental zaino, señor. O el caballo o nada. Dámelo y quédate los campos. Y lo quiero con los arreos con que tú lo montas.

El señor palideció pero no dijo nada. De haber hablado no habría sabido qué decir. Finalmente se controló.

—¿De veras, Hasan? ¿Así que quieres mi semental árabe zaino?

—Disculpa, señor mío. —Hasan se puso en pie—. Ha de ser el caballo o nada.

Y abandonó la estancia sin volver la vista atrás.

Ali Safa bey, que sólo se recobró mucho después de que se fuera, se volvió loco de ira. Empezó a recorrer el vestíbulo del caserón pensando en lo que debía hacer. Si en ese momento hubiera tenido al Hijo del Beato en sus manos, lo habría destrozado. Aquella petición le había caído como un rayo. «¿Cómo puede pedirme eso? ¿Cómo se atreve? ¿Cómo puede pedir mi caballo un patán, un sucio campesino? —se indignaba Ali Safa bey—. ¿Cómo es posible? ¿Cómo me lo pide? ¿Cómo puede atreverse?».

Su furia duró mucho tiempo. Durante días le estuvo dando vueltas a ese asunto sin encontrar una solución. Llamó a personas importantes de la ciudad, agás de aldeas cercanas, para que intercedieran ante Hasan. Le ofreció mucho dinero, hectáreas y más hectáreas de terreno en cualquier otro lugar; pero Hasan se desentendió.

—O el semental zaino del señor o nada. ¡El caballo o nada! —concluyó.

Ali Safa bey tuvo que ceder, no le quedó más remedio. Una mañana envió su caballo enjaezado con sus arreos con incrustaciones de plata a casa de Hasan el Hijo del Beato. Y la rabia que sentía contra él creció al máximo.

Las formalidades de la entrega de la escritura se completaron al cabo de dos días. En cuanto tuvo el documento en sus manos, primero rió, luego apretó los dientes y con ojos coléricos miró a Hasan y a los demás campesinos de Vayvay que se encontraban presentes.

—Ahora sabréis quién soy yo. ¿Me habéis quitado el caballo, ese caballo que quiero más que a mi vida? ¿Me lo habéis quitado para dárselo a este gitano y para que lo monte como si fuera un hombre?

Ni Hasan ni los campesinos acertaban a comprender por qué se había enfurecido tanto, pero el miedo se apoderó de sus corazones.

Sintieron miedo, pero ya nada podían hacer. Después de tener el caballo, Hasan se puso a recorrer los pueblos de los alrededores.

—Éste es el caballo del Hijo del Beato —decía a quien quería oírle—. Di unos campos yermos de menos de dos hectáreas, donde no crece ni la hierba, y a cambio recibí este caballo. Menudo estúpido…

Poco a poco fue perdiendo la vergüenza.

—Si la hubiera querido, Ali Safa bey no sólo me habría dado su caballo, sino también a su mujer, por un campo estéril de menos de dos hectáreas. Tuve piedad y no le pedí su mujer, pero me quedé el caballo. ¿O es que el que da su caballo no es acaso capaz de entregar también a su mujer? Respondedme con la mano en el corazón.

Sus bufonadas hacían reír a todo el mundo.

Ali Safa bey escuchaba día a día lo que decían de él y se volvía loco de ira. En varias ocasiones envió aviso a Hasan con sus hombres. «Que cierre la boca. Si no lo hace, me cagaré en ella para que la cierre».

Hasan no hizo caso.

—No pienso callarme la boca. No pienso callarme. No tengo miedo de él ni de sus secuaces. ¡Qué se atrevan a hacerme algo! ¿Os acordáis del Hojalatero, aquel bandolero suyo? Aunque estuviera en el monte, seguiría sin tener miedo. ¿Acaso no me dio este caballo como una rosa por un puñado de tierra, por un pedazo de papel, por una parcelita? Comparado conmigo, él no vale nada. Que me haga matar si quiere. No me preocupa, seguiré diciendo que fue un perro el que me mordió. Todavía me queda un trozo de tierra, tengo las escrituras. También se lo daré, el año próximo me llevaré a la mujer de Ali, la montaré a la grupa del caballo árabe y la pasearé aldea por aldea. A mi lado, su hombría no vale nada. Que me haga matar.

Un día, mientras pasaba por el camino que bordea los endrinos, le dispararon cinco tiros, pero no le dieron porque iba montado y el caballo corría como el viento. Ninguna bala le acertó. Hasan pasaba por cualquier parte de la llanura a galope tendido. Varias veces lo atacaron disparándole una lluvia de balas, pero Hasan salió indemne. Se deslizaba como el viento entre el torrente de balas. Siguió sin hacer caso, se volvió aún más descarado y empezó a hablar abiertamente en cualquier parte, incluso en fiestas y reuniones.

Se lo llevaron a la comisaría y le golpearon hasta que le sangraron la nariz y la boca. Durante dos semanas estuvo orinando sangre, pero él siguió sin hacer el menor caso.

—La tomaré, me quedaré con su mujer. Tarde o temprano la conseguiré. La montaré a la grupa del semental árabe y la pasearé por toda la meseta. Todavía me queda otro pedazo de tierra y la escritura.

Le robaron el caballo en tres ocasiones, pero cada vez Hasan lo encontró y lo recuperó.

—¿Y qué pasa si muere el caballo? ¿No me lo dio ya, el caballo que quería más que a su vida? ¿No perdió la dignidad al hacerlo? ¿Piensa que la recuperará si el caballo muere?

El azul del cielo iba dando paso a una intensa oscuridad. Las estrellas fugaces se derramaban sobre la tierra. Los ollares del caballo zaino se abrían y se cerraban ruidosamente. Corría y corría, se detenía un rato, venteaba el aire y luego comenzaba a girar formando un amplio círculo. Las hierbas, las flores, los insectos, quedaban dispersos, pegados a la tierra, aplastados en un espacio del tamaño de una era.

Tras un largo giro, el semental zaino se introdujo bajo una estrella fugaz entre los narcisos de Akçasaz. Los narcisos le llegaban al vientre y desprendían un intenso aroma en el aire primaveral. La enorme estrella fugaz, chispeante en el cielo, se reflejaba en el lomo del caballo. Su grupa tembló amplia, voluptuosa, con violencia. El caballo zaino se sumergió en las claras aguas de Akçasaz. Sobre el agua flotaban grandes nenúfares de anchas hojas.