20

Caía un sol de justicia, hacía mucho calor. La oscura sombra del caballo caía sobre la charca verde, profunda como un pozo, junto a la que se había detenido. A lo lejos vagaba un cúmulo de nubes blancas bañadas en una luz cegadora, tan alto que su sombra se perdía antes de llegar al suelo.

Las abejas habían construido sus panales entre el gordolobo, la zarzamora y las flores azules de la hierbabuena que crecían a la orilla de la charca verde. Miles de abejas y moscas verdes zumbaban sobre el agua. Las arañas tendían sus amplias telas al sol.

Los caminos brillaban como si estuvieran cubiertos de cristales rotos. A lo lejos, la luz del sol arrancaba de las aguas del Ceyhan unos reflejos deslumbrantes que iluminaban la llanura, una luz afilada como una espada que se extinguía de vez en cuando.

El caballo parecía petrificado, absolutamente inmóvil. Ocasionales destellos de luz se reflejaban en sus ojos. El caballo movía sin cesar la piel del flanco derecho, donde unas moscas negras se posaban continuamente.

Levantó la cabeza, ensanchó los ollares y venteó largo rato el aire caliente; luego bajó la testuz y olisqueó resoplando la tierra y el polvo que levantaba con su respiración. En cuatro o cinco ocasiones levantó la cabeza al cielo, aspiró y volvió a bajarla. Una mosca enorme zumbaba alrededor del animal. Poco después, el semental comenzó a sacudir y a balancear el cuello como si la mosca se le hubiera introducido en la nariz. Luego, por alguna extraña razón, se encabritó y dio dos vueltas sobre sí mismo. Afirmó las ancas. Rodeó dos veces al galope la charca verde, se detuvo y lanzó un largo relincho que resonó por toda la llanura. Después de relinchar volvió a quedarse absolutamente firme junto a la orilla de la charca, inmóvil. Sus ojos, tan grandes y negros, estaban inyectados en sangre. La mancha de su pata derecha, tan vistosa que parecía una pulsera, quedaba oculta entre la hierba. Había perdido las herraduras de los dos cascos traseros.

Sopló un viento suave. A lo lejos se levantó una columna de polvo que se aproximaba con rapidez. El caballo siguió agitando la piel de los flancos y las moscas dejaron de molestarlo. El caballo comenzó a mover lentamente la cola al mismo ritmo que el viento y la luminosa columna de polvo.

Adem llevaba tres días buscándolo, montado en el caballo gris. Había inspeccionado todos los hoyos y explorado hasta el último matorral sin hallar al semental en ningún sitio. El miedo le estaba volviendo loco.

«No es posible, ese caballo tiene algún misterio», se decía. No podía librarse de aquella idea que, poco a poco, iba apoderándose de todos sus pensamientos. «Hace tres días que ando tras él, he buscado por toda la llanura. He entrado en todas las zonas accesibles de los cañaverales, y nada de nada».

Como si todo estuviera sucediendo en aquel mismo instante, Adem recordó la noche en que incendiaron la choza del Hijo del Beato y la cuadra del caballo zaino. La choza se había derretido como la nieve en cuanto le prendieron fuego. Las llamas cubrieron toda la puerta en un momento. Era imposible que aquel caballo se hubiera salvado de no haber ocurrido un milagro. «¿Cómo se salvó el caballo zaino? ¿Cómo es posible que no lo haya visto en tres días? Aquí hay algo misterioso».

En ese momento una oleada de miedo envolvió su corazón y todo su cuerpo, paralizándolo. «No podré matar a ese caballo —pensó—. Nadie podría. Si le disparo mi brazo quedará sin vida».

Temía que si mataba al caballo le sobrevendrían grandes desastres. Por un lado no quería encontrarse con él, pero por otro ardía en deseos de verlo.

Por delante del caballo gris pasaban sin cesar veloces golondrinas. Ahora se dirigía hacia la finca de Tarsuslu, más abajo de Kerimli. Allí, en la orilla del pantano de Akçasaz, las cañas se elevaban hacia el cielo, gruesas como árboles… Aquello era un verdadero bosque de cañas.

Adem decidió adentrarse en él. Intentaba recordar en qué lugar del centro del cañaveral había un arroyo pedregoso y fresco, cerca de un montículo. Desmontó, ató el caballo a un sauce y se encaminó hacia el cañaveral. Al llegar a él se detuvo. De nuevo el miedo le oprimió el corazón. Las aguas inundaban los alrededores. Sin quitarse las sandalias ni arremangarse los zaragüelles, se introdujo en el agua y caminó un rato por el terreno pantanoso. Había muchos nidos de avispas y avispones, y muchas telarañas. Tropezó con varios erizos de largas púas hechos una pelota. Pasó junto a un ave zancuda casi tan alta como él. Adem pasó tan cerca que hubiera podido alargar la mano y tocarla, pero el ave no le hizo ni caso, ni siquiera se inmutó. Se limitó a abrir por un momento un ojo y volvió a cerrarlo enseguida. El interior del cañaveral era fresco y oscuro. Adem avanzaba con cuidado porque en aquel lugar vivían muchas serpientes venenosas.

«Si tampoco está aquí, ¿dónde se habrá metido ese caballo? No ha podido salir volando, el maldito. Tiene que estar en algún sitio».

Encontró el arroyo, se estiró hacia el manantial, acercó los labios al lugar de donde manaba el agua y comenzó a beber con ansiedad. Poco después se apartó del arroyo con un profundo suspiro. Las rodillas se le habían manchado de barro y se lo limpió.

Nunca podría encontrar a aquel caballo. Y aunque lo encontrara, no podría matarlo. Y quien lo matara, nunca más hallaría la tranquilidad. Quizá conservara la vida, pero se arrastraría en la miseria durante años y eso sería peor que la muerte, como una tortura que lo llevaría a suplicar la muerte.

Mientras buscaba entre las cañas sintió miedo y alegría al mismo tiempo; luego se llegó hasta el otro extremo, hasta el pantano, pero sólo descubrió más aves como la primera. Al salir del cañizar el sol ya se había puesto. Vio una flor enorme de tonos anaranjados y morados. Sus pétalos, completamente abiertos, le daban una apariencia de pájaro.

El caballo zaino puede tomar la forma de un ave. Se había convertido en golondrina y pasaba delante de él. Decía: «He pasado delante de ti y me he cagado en tu bigote, Adem». Aquel pensamiento lo atormentaba: «Me he convertido en golondrina. Me he convertido en una, dos, tres, cinco, diez golondrinas, he volado delante de ti, no te dejaré pasar».

No podía quitarse aquella idea de la cabeza, se enfadaba, se volvía loco, pero seguía repitiéndoselo: «He volado delante de ti, no te dejaré pasar».

Por un momento le venció el cansancio y siguió andando como en un sueño. Podía ser que aquel pájaro verde de patas zancudas fuera el semental. Apuntó con su fusil al ave verde, pero sintió miedo y desistió. Volvió a apuntar y esa vez sintió aún más miedo. Su mano parecía una máquina, subía el arma y de nuevo la bajaba. Sus movimientos se hicieron tan rápidos que la mano de Adem cobraba vida propia. De repente sonó el disparo y el ave verde de largas patas cayó al suelo sin vida y allí quedó tendida inmóvil. Adem se acercó para recogerla. Tenía las amplias alas extendidas, de una envergadura tal que alcanzaba casi el doble de la talla del cazador. Adem la arrojó al suelo y rápidamente comenzó a salir del cañaveral. También sus pensamientos se sucedían con rapidez. El caballo pasaba ante sus ojos a la misma velocidad. El semental se sacudió y se convirtió en una esbelta gacela, de ojos tristes y oscuros, una gacela blanca. La gacela blanca se agitó y se convirtió en una muchacha, en un hada… Luego el caballo se convirtió en un pájaro, en una paloma. La paloma tomó entonces el aspecto de un chorlito, hermoso, de bello pico, de un azul purísimo. Tras el chorlito azul, una niebla del mismo color quedó flotando sobre la llanura de Anavarza. El caballo se había convertido en niebla. Después la niebla se agrupó y se convirtió en un álamo que se alzaba solitario en medio de la llanura desierta… El álamo se volvió agua que giraba brillante sobre la tierra; el agua se convirtió en una arboleda con hierba morada; la arboleda en nube que proyectaba su sombra sobre la fortaleza de Anavarza, y finalmente en un dragón que aterrorizó a Adem. La bestia extendió sus setenta y dos lenguas, rojísimas, hechas de fuego, buscando al cazador. Adem salió corriendo del cañaveral. La luz lo golpeó con la fuerza de una pedrada. Lo deslumbró. Se vio obligado a cerrar los ojos un rato. Cuando los abrió, el caballo gris estaba algo más allá. Montó y se lanzó al galope. Las golondrinas volvieron a pasar silbando frente a él a cientos. «He volado delante de ti, no te dejaré pasar». Adem comenzó a fustigar y espolear al caballo. Para hacer honor a la verdad, el caballo gris corría bastante. Corría, pero las golondrinas seguían pasando a bandadas ante él. Y la voz interior de Adem no hacía sino repetir incesantemente las mismas palabras. El caballo gris entró en una torrentera y luego cruzó una charca. Entró en unos matorrales y saltó algunas zanjas. Fue reduciendo su velocidad hasta que llegó a una zona donde crecían zarzas tan altas como él. Como no pudo abrirse paso por allí, se detuvo.

El caballo zaino se convirtió en un pájaro. «He volado por delante de ti…». En una cigüeña de patas rojas. «No te dejaré pasar». En un águila enorme de ojos dorados y amplias alas, o en un esbelto galgo. «He volado por delante de ti…». Se transformó en una víbora negra que subía por el tronco de un inmenso plátano hacia la copa para comerse los polluelos que estaban en su nido. Alargaba su cabeza hacia el nido, con su lengua bífida, como una roja llama, justo sobre las crías. En ese momento Adem reaccionó y la serpiente quedó colgando de la copa del árbol muerta de un balazo. ¡Qué larga era! «He volado por delante de ti…». Adem estaba paralizado. Los brazos por un lado, las piernas por otro, todo su cuerpo temblaba como si fuera İsmail el Tembloroso, un temible tirador, un guapo muchacho. Era capaz de acertar a un águila en el ojo, aun en pleno vuelo. Un día en que estaba de caza le salió al paso un ciervo grácil y tímido. İsmail pensó: «No lo mates, İsmail». La hierba, las flores y la llanura le dijeron: «Por amor de Dios, İsmail, no lo mates». Pero no pudo contener el dedo que apoyaba en el gatillo. Y cuando miró, en el lugar en que había estado el ciervo sólo se veía una pequeña nube de humo brillantísimo. En ese momento se le cayó el arma de las manos y comenzó a temblar. Tanto se agitaba que hasta le salía espuma por la boca.

Adem no daba crédito a sus ojos. Hizo visera con la mano, volvió a mirar y siguió sin creérselo. El caballo que estaba allí mismo, inmóvil, estirándose hacia el sol, con la cabeza bien alta, no podía ser otro sino el semental. Por un momento no supo qué hacer. Levantó el fusil; aunque el caballo estaba muy lejos, al final apretó el gatillo. Le temblaban los brazos y las piernas, todo el cuerpo. Por un momento pensó: «Me he vuelto como İsmail el Tembloroso». Miró el lugar donde estaba el semental. El caballo se había encabritado, se agitaba, alzaba las patas delanteras hacia el cielo, estirándose hacia él como si pretendiera escalarlo. Parecía un ave legendaria con las alas abiertas hacia el firmamento. Adem no supo cuánto tiempo estuvo el caballo en aquella postura. Golpeaba el suelo con las patas delanteras y volvía a levantarse hacia el cielo. Jugaba a un extraño e insólito juego equino. Estiraba las patas y su cuerpo largo y delgado de purasangre como si volara y luego se relajaba.

Adem volvió a levantar el fusil y apuntó de nuevo al caballo, pero el temblor de la mano le impidió disparar.

El caballo se encabritó una vez más para volver a relajarse a continuación. Luego soltó un largo y penetrante relincho que resonó por toda la llanura de Anavarza y despertó un largo eco en los roquedales. Entonces el caballo zaino se lanzó cabalgando hacia el sol poniente, hacia la aldea de Anavarza, seguido por el caballo gris de Adem. No obstante, Adem no estaba en condiciones de alcanzar al caballo zaino. Corría tanto que parecía alargarse y se diría que su vientre rozaba el suelo. El caballo gris de Adem también galopaba a bastante velocidad, y con la carrera el viento hizo que Adem se fuera recobrando.

Al poco rato el semental bajó por detrás de los riscos de Anavarza en dirección a la aldea y luego enfiló hacia el cañaveral de Hacılar. Volvió a cambiar de dirección sin perder velocidad y llegó a Akçasaz. Poco a poco fue aminorando la marcha, aunque todavía le llevaba mucha ventaja al caballo gris.

El zaino se detuvo al llegar a un bosquecillo de sauces que había en la orilla de Akçasaz. Adem se alegró al ver que se había detenido. No le temblaban las manos ni parte alguna del cuerpo. Tras apuntar cuidadosamente apretó el gatillo, pero cuando miró el semental ya había desaparecido, como si se hubiera desvanecido en el aire. Se enfadó, sintió miedo y también lástima de sí mismo. Hacía días que perseguía un caballo. Fuera real o un genio, duende o demonio, seguía siendo un caballo. Se sentía miserable como un perro. Si volvía sin haber matado a aquel caballo, estaría acabado, se quedaría sin medio de vida. Tanto su mujer como él se arrastrarían en busca de un jornal. Toda su felicidad dependía de que matara a aquel animal.

Además, se sentía herido en su amor propio. ¿Cómo era posible que no consiguiera acertarle aunque fuera un espíritu, un duende, un santón o tomara cien aspectos distintos? Adem, el que durante tantos años había sido capaz de darle a una pulga…

Se acercó a los sauces ante los que se había detenido el caballo, desmontó y ató el caballo gris a un árbol. Había caído un crepúsculo neblinoso. Se agachó a mirar el suelo por si había sangre. Luego se adentró en el pantano siguiendo el rastro del caballo. Ante él hervían las aguas cálidas y profundas. De repente oyó un relincho que rasgó la oscuridad a su espalda, a tan sólo cincuenta pasos. Se volvió, pero sólo distinguió juncos. Salió corriendo del pantano. El caballo gris y el zaino se olfateaban mutuamente. No podía dejar escapar aquella oportunidad: de inmediato se arrodilló, apuntó y apretó el gatillo. Por el sonido comprendió que había errado el disparo. Disparó cuatro veces seguidas. Cuando miró, los dos animales se alejaban juntos al galope. El caballo gris había roto el ronzal y desaparecía con el semental en dirección a Narlıkışla. Adem se quedó inmóvil en la orilla del pantano entre las flores abiertas de la menta. Los caballos volvieron grupas más abajo de Narlıkışla y pasaron justo por delante de Adem, quien enfurecido, se arrodilló, apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo. Descerrajó cinco disparos seguidos. Uno de los caballos cayó, relinchó débilmente varias veces y coceó largo rato en la oscuridad…