34

A media tarde los policías y la partida de İbrahim el Negro rodearon el molino. Le gritaron a Memed que se rindiera y éste respondió con un disparo. Se rieron de él. Esa vez sí que estaba atrapado, no tenía salvación posible. Poco después llegaría toda la policía de la comarca, todos los bandoleros y todos los campesinos armados con azadones, palas y fusiles para cercar el molino. Por más que pensaba, Memed no podía encontrar una salida. Sobre el molino llovían balas por todos lados. Cada dos por tres İbrahim el Negro gritaba con su ronca voz: «No gastes municiones en vano, Memed el Flaco, no saldrás vivo de ésta».

Memed no contestaba y, oculto junto a la ventana, disparaba a los lugares de los que salía humo. El molino era un edificio de adobe, ¿podrían acaso abrir un agujero en el tejado y disparar desde arriba? Si se les ocurría hacerlo, Memed no tenía la menor esperanza de salir vivo de allí.

Iba y venía entre la ventana de atrás, la lateral y la puerta. Disparaba cinco o diez veces desde la ventana delantera, una desde la de atrás, otra desde la puerta… ¿Cuánto podría prolongar aquella lucha? Primero se desesperó. Luego, resignado, se rió de sí mismo. «No hay salvación, no tengo salvación», se repitió varias veces.

İsmail el Sin Orejas se había ocultado en el rincón más retirado del molino y allí permanecía sentado en silencio, impávido, como si no fuera consciente de lo que estaba ocurriendo. Se abrazaba las rodillas con los brazos apoyándolas contra el pecho y descansaba la cabeza sobre ellas. Pestañeaba sin cesar.

İbrahim el Negro se enfureció.

—Tiremos algunas bombas a ese molino y, si no escapa, será porque ese novato cabrón está muerto bajo los escombros. ¿En esto consiste ser bandolero? Un bandolero digno de tal nombre no se hubiese dejado atrapar para que lo matáramos.

Memed oyó lo que había dicho. Inmediatamente dejó de disparar y esperó. Los otros también cesaron el fuego.

Memed miraba hacia fuera mientras corría de una ventana a otra. Vio a İbrahim el Negro tras una roca. Él también estaba atento, escuchando con atención e intentando adivinar lo que Memed se traía entre manos. Era un tipo muy moreno, de mejillas hundidas y boca desdentada. Ya estaba viejo. Memed lo conocía desde hacía mucho tiempo, de cuando se dedicaba al bandolerismo. Por aquel entonces İbrahim el Negro era el bandido más renombrado del Taurus y hacía y deshacía a su antojo. Después, en una amnistía, bajó a la llanura y lo dejó. Ahora se ganaba la vida cazando a los bandoleros enemigos de los agás en las montañas.

Cuando Memed vio a İbrahim el corazón le dio un salto. Volvió a mirar para confirmar que no se había equivocado. İbrahim, con una granada en la mano, giraba la cabeza hacia todos lados con recelo. «Este hombre no me toma en serio —pensó—. En caso contrario, un bandolero tan veterano no se quedaría al descubierto». Quizá no fuera İbrahim el Negro. Observó con más atención, era él, con sus bigotes caídos. En aquella época eran pocos los hombres que llevaban los bigotes así.

Memed levantó el fusil y en ese momento los otros comenzaron a disparar sobre el molino. Mientras İbrahim el Negro se volvía a izquierda y derecha dispuesto a disparar, él apretó el gatillo. İbrahim saltó en el aire como lanzado por un arco tenso y cayó al suelo. Memed le descerrajó algunos disparos más. İbrahim el Negro, con un grito terrible que resonó en el cielo y en la tierra, comenzó a arañar el suelo y las rocas, a morder la hierba y los troncos de los árboles, y poco después se desplomó de repente al pie de una roca. Por un momento se hizo el silencio. Memed vio que algunos hombres de la partida y algunos policías salían huyendo. ¿Conseguiría salir ahora y huir? No. Hasta el más cobarde de los gendarmes o de los bandoleros podría matarlo mientras escapaba. Lo mejor era quedarse en el molino y esperar la muerte. Faltaba poco para que cayera la noche, pero el capitán Faruk y el sargento Asım llegarían desde la aldea de Kesme mucho antes.

Mientras daba vueltas por el molino, Memed no podía evitar echar un vistazo por la ventana cada dos por tres para ver el cadáver de İbrahim el Negro, que yacía al pie de la roca. Poco tiempo después también él se desplomaría allí mismo, junto al muro manchado de hollín y adornado por telas de araña de aquel molino; todo habría terminado. De repente se le vino a la cabeza la frase: «Abdi se fue y ha venido Hamza. Abdi se fue y ha venido Hamza». No dejaba de repetírsela. Aquello era algo que realmente quería saber. ¿Qué era aquello? ¿Qué significaba? ¿Siempre sería así? ¿Eran todos los esfuerzos en vano?

¿No existía ninguna salida? Por un momento se detuvo y dejó de disparar. Se quedó absorto. Era extraño, pero cuando él se detuvo, los de fuera hicieron lo mismo. Miró de soslayo el cadáver de İbrahim el Negro. Estaba en la sombra con la cabeza sobre el pecho inclinada hacia un lado. Sus bigotes parecían caer aún más. A Memed le pareció ver una sonrisa burlona en la comisura de sus labios. El sudor que le cubría comenzaba a enfriarse lentamente. Poco después se encontró como bañado en agua helada y comenzó a sentir frío, a temblar. Su mirada se posó sobre İsmail el Sin Orejas. No se había movido de su sitio, le brillaban los ojos girando en sus cuencas, sentado en aquel rincón oscuro como un búho. Le entraron ganas de reírse de İsmail, pero de pronto recordó que estaba rodeado en aquel molino y que tal vez le quedaba poco de vida, y un escalofrío parecido a un rayo recorrió su cuerpo helado. No quería morir. «Abdi se fue y ha venido Hamza», susurró. Mientras se acercaba a la ventana le llegó de fuera un estruendo terrible. Los relinchos de los caballos se mezclaban con las detonaciones de los disparos y éstas con los truenos. Aumentó el ruido del agua que corría bajo el molino. Memed disparó sobre una silueta que intentaba refugiarse bajo una roca. La silueta lanzó un chillido desgarrador. Oscurecía. Caían truenos y relámpagos. Ya casi había anochecido. Memed oyó la voz del sargento Asım impartiendo una orden:

—¡Lanzad dos granadas contra esa puerta!

Poco después la puerta y el muro que la sostenía se derrumbaron con estrépito. Se había abierto una enorme grieta. Memed comenzó a disparar de inmediato en aquella dirección, pero las ventanas y la abertura que había sobre el caño quedaron desprotegidas.

—Memed, eres un hombre inteligente —gritó el sargento—. El capitán no quiere que mueras. Cientos de hombres rodean el molino, no tienes salvación. ¡Ríndete! El capitán te perdonará la vida. Lo sabe todo. De lo contrario, derrumbaremos el molino sobre tu cabeza.

Reinaba la oscuridad. La lluvia arreciaba inundándolo todo. Los caballos siguieron relinchando, aunque Memed no supo precisar cuántos habría. Bajo la lluvia, los policías lanzaban un increíble torrente de balas sobre la puerta desplomada.

—¡Soltad las compuertas del molino! —gritó el sargento Asım.

Aquello era imposible. Memed comprendió que el sargento lo había dicho para atemorizarlo. De no haber estado tan oscuro, habría intentado disparar al capitán. O si hubiese podido hacerle prisionero, le habría preguntado: «Abdi se fue y ha venido Hamza. ¿Qué significa eso?». Era un oficial muy importante, llevaba tres estrellas en la manga. Quizás él lo supiera. Sus manos comenzaron a moverse como una máquina. Justo en ese momento lanzaron dos granadas más al muro lateral que estaba junto a la puerta hundida. El techo de tierra cayó con el muro. Entonces una mano lo cogió del hombro y Memed se puso en pie de un salto.

—Para un momento y escucha —susurró İsmail el Sin Orejas con voz ahogada. Apenas se le distinguía la cara—. Hace tres meses el Bandolero Calvo me dejó su arma y ciento cincuenta cartuchos y se fue. Me dijo que volvería al cabo de una semana, pero no he tenido noticias suyas. Ahora mismo voy al granero a coger el fusil. No te rindas. No debes rendirte, mi Memed. No te vas a entregar ni vas a morir. ¡Refúgiate ahí! —gritó—. ¡Serás tonto! ¡Y tú quieres ser bandolero! Si los de ahí delante no fueran tan tontos como tú hace mucho que te habrían cazado en este molino.

Agarró a Memed del brazo y lo llevó bajo un árbol cuyas ramas formaban un arco.

—Ahora ya pueden ir tirando bombas esos perros.

Memed ya sólo disparaba a la oscuridad.

El sargento Asım daba órdenes, gritaba algo, pero entre el tamborileo de la lluvia, los relinchos de los caballos y los zumbidos de los disparos no se podía entender nada.

İsmail el Sin Orejas volvió con una carabina alemana nuevecita, la cargó y disparó dos veces a la oscuridad.

—Magnífico, el fusil del Calvo. —Volvió a coger a Memed del brazo—. Yo desde aquí lucharé con estos perros hasta el amanecer. Tú métete en el agua por ahí. No tengas miedo, no te engancharás en ningún sitio. Déjate llevar por la corriente… No te preocupes, yo te cubriré, no dejaré que nadie se acerque al río. Déjate llevar por el agua. Vete… Sólo así podrás salvarte. Cuando te hayas ido, me rendiré.

El Sin Orejas disparaba sin cesar a los policías empapados mientras Memed meditaba, plantado en medio del molino. De vez en cuando una oleada de alegría le embargaba y envolvía todo su cuerpo, pero entonces llegaba la tristeza, lo traspasaba como un agudo dolor y se le formaba un nudo en la garganta.

—¿A qué esperas, mocoso? —gritó el Sin Orejas—. No es momento de vacilar. Andando.

No le oía. Permanecía hechizado, fuera de sí en medio de aquel alboroto.

—¡No te quedes ahí como un pasmarote, hombre! Vamos, vete… Hijo, muchacho, mi Memed el Flaco, no te quedes ahí parado, lárgate. ¡No tengas miedo! —Por un lado disparaba a la lluvia y la oscuridad y por otro le suplicaba—. Hijo de mis ojos, querido muchacho, Memed mío, te ha salvado la lluvia. Si no lloviera, hace rato que habrían derribado el molino encima de nosotros. Por favor, vete, te lo ruega İsmail el Sin Orejas, ¡vete! Te ha salvado la lluvia. No desperdicies este regalo de Dios, ¡vete!

Disparaba hacia el exterior, hacia la noche. Disparaba y volvía a insistir:

—¡Vete, hermano, vete! Te ha salvado la lluvia, ¡vete! Yo los retendré aquí hasta que amanezca, ¡vete! Aún no te ha llegado la hora, ¡vete! Lo he pensado bien, lo he meditado mucho, por ahora no debes morir, ¡vete! Ha empezado a llover y te has salvado, ¡vete! —le rogaba.

Salía corriendo, disparaba dos o tres veces y retrocedía para reprenderle:

—¡Vete, estúpido ignorante, vete! Por culpa de esa cabezonería tuya nos has fastidiado bien, ¡vete!

Al ver que no había nada que hacer, le agarró con fuerza del brazo e intentó tirar de él hacia el agujero inferior del molino, pero no pudo ni moverlo de donde estaba.

—¡Maldito hijo de puta! Mira que me lo pones difícil. —Se quedó parado junto a Memed y comenzó a hablar consigo mismo—: ¿Qué puedo hacer yo? No se va. Es un insensato y un estúpido y no se va. Dejará que lo maten delante de todos. ¡Será posible! Si es que no he conocido hombre como éste. ¿Qué puede esperarse del hijo de İbrahim el Miserable?

En ese momento entraron por la puerta rota unas cuantas balas que se incrustaron en el muro próximo, muy cerca de sus pies.

—¿Lo ves? Si no te vas nos matarán a los dos aquí mismo. Vete, hijo, sería una pena, te lo pido por favor, ¡no te dejes matar! Esta lluvia es tu salvación. No te dejes matar, no te dejes matar. Mi Memed, te beso las manos y los pies, no te dejes matar, vete ya. ¡Pero bueno, será cabrón, este malnacido hijo de mala madre! ¡Lárgate ya y no te dejes matar!

Volvió a resonar la voz del sargento Asım. Memed ni siquiera la oyó y el Sin Orejas no entendió lo que decía.

Si el Sin Orejas no se hubiera arrojado tras una enorme piedra de granito que se había desplomado junto a la puerta, las balas le habrían acribillado. En el exterior, los fogonazos de las armas iluminaban como llamaradas aquí y allá las rocas, la lluvia, los árboles, el agua y el molino ya derruido. El aguacero iba amainando lentamente.

«¿Qué puedo hacer para echarlo de aquí? —pensaba el Sin Orejas—. Este muchacho ha sufrido mucho y yo no lo recibí nada bien. Ahora me arrepiento, me dejé llevar por el odio de los aldeanos. Qué se le va a hacer, el hambre me hizo perder la cabeza».

Restalló un fuerte relámpago que rasgó el cielo. Por un momento pareció de día, como si hubiera salido el sol. Memed sufrió una sacudida y pareció a punto de caerse al suelo, pero se recobró. De pronto descubrió que estaba empapado en sudor. Sudaba hasta por la punta del pelo. Rápidamente el sudor se enfrió y se secó y Memed comenzó a tiritar y sentir frío. Los dientes le castañeteaban.

—Hijo, Memed, no quiero que te maten. Mira, ya deja de llover. ¡Lárgate!

Memed dio dos pasos hacia İsmail el Sin Orejas, lo abrazó y se despidió de él con una voz triste pero cálida que parecía recitar un lamento fúnebre.

—Gracias, gracias, tío İsmail. ¡Que Dios te proteja! Volveré. En media hora me habré alejado de aquí. No gastes demasiada munición. Para enseguida. Y esconde el fusil, es un arma estupenda. Queda en paz…

Sin añadir nada más, se dirigió hacia el agujero. El Sin Orejas lo seguía. Memed se deslizó hacia el agua por el hueco sin hacer el menor ruido ni chapoteo.

El Sin Orejas disparaba a la oscuridad. Estaba contento, se alegraba mucho de que Memed pudiera salvarse. El gozo lo desbordaba. Seguía disparando.

Por si acaso, no dejó de tirar hasta el amanecer. La tormenta había amainado. El alba iluminaba los alrededores. Sombras moteadas hendían la oscuridad. El capitán Faruk atacó el molino con todos sus hombres, que lanzaron una lluvia de balas y granadas. Aquello duró unos diez minutos. Del molino no salía el menor sonido. Esperaron, pero nada. Fue una larga espera que puso a prueba su temple. El sargento Asım gritó en dirección al molino. Temían que se tratara de algún truco de Memed. Atacaron una vez más con todas sus fuerzas, lanzaron balas y granadas hasta hundir por completo la fachada, que quedó convertida en un montón de ruinas. Seguía sin oírse el menor ruido. El capitán Faruk y el sargento Asım gritaron, pero no hubo respuesta alguna.

—Le hemos dado —dijo el sargento—. Lo siento mucho por el muchacho, mi capitán. —Dos lagrimones le cayeron por las mejillas—. ¡Qué pena!

—¿Tanto lo querías? —le preguntó el capitán.

—No lo sé.

Volvían a impacientarse mientras esperaban a que saliera el sol.

Por fin despuntaron los primeros rayos. El sargento Asım gritó, pero nadie respondió. Cuando se puso en pie le temblaron las piernas y avanzó vacilante. Incluso desde lejos era evidente que cada paso que daba lo hacía con temor y de mala gana. No podía soportar ver el cadáver de Memed. Desde que habían cesado los ruidos en el molino hasta ese momento había envejecido quizá quince años. La pena le oprimía el corazón. Una tristeza parecida a una tela de araña se había extendido sobre su alma. Se detuvo a diez pasos del molino y quiso llamar una vez más a Memed, pero no le salieron las palabras. Se había quedado mudo. Allí permaneció, incapaz de dar un paso más. Sabía que Memed estaba solo y que no había tenido la oportunidad de escapar a ningún sitio después de dejar de disparar. Si no hubiera muerto, habría respondido, así que sin duda le habían dado. «¡Ojalá esté solamente herido!», pensó.

—¿Qué pasa, sargento? ¿Tienes miedo? —le preguntó el capitán desde atrás—. También nos da miedo el cadáver de Memed, ¿no?

El sargento Asım se volvió hacia él, luego entró en el molino y cuando los llamó en su rostro se reflejaba una enorme alegría. Sonreía.

—Le dimos, mi capitán, ha muerto. —El capitán llegó corriendo—. Pero no es Memed.

İsmail el Sin Orejas se había desplomado de rodillas en el suelo. Tenía el dedo en el gatillo. La culata de su fusil se apoyaba en la parte derecha de su pecho y el cañón en el suelo. La bala le había penetrado por el costado izquierdo y le había salido por la espalda. İsmail el Sin Orejas apenas había sangrado. Ante él se apilaba un montón de casquillos vacíos.