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Por allá abajo, por el camino que pasaba a los pies del castillo de Anavarza, avanzaba una larga caravana levantando una gran polvareda. Los aldeanos, el Gran Osman y el maestro Ferhat se dejaron llevar por la esperanza. ¿Acaso los que habían abandonado la aldea regresaban? Esperaron expectantes hasta media mañana, cuando un jinete llegó a la aldea al galope. Era un muchacho llamado Süllü el Saltamontes. Montaba a pelo, sin bridas ni manta.

—No aguantábamos más el destierro —comenzó—. Al saber que él había llegado a la aldea derribamos las chozas, recogimos nuestras pertenencias y nos echamos al camino. Para nosotros ha sido un gran momento. Nos dijimos: «Si hay que morir, lo haremos todos juntos. Si pasan hambre, nosotros también. Si queman las casas y las cosechas, que sean las de todos».

Poco antes del mediodía llegó a la aldea la vanguardia de la caravana. Los recién llegados se sentían avergonzados, no se atrevían a mirar a nadie, apenas hablaban. No obstante, los aldeanos los recibieron con los brazos abiertos.

Todos los ayudaron a desempaquetar sus cosas ante sus antiguos hogares y a media tarde ya se habían instalado. Extendieron unas mantas bajo la gran morera y cenaron juntos. En cada casa se preparó una comida distinta para llevarla bajo el árbol.

—Hemos sufrido mucho.

—¡Que Dios no condene a nadie al destierro!

—El destierro es peor que la muerte.

—Aquel lugar era… ¡ay, Dios mío!

—Aunque hubiera sido el Paraíso.

—No quiero el Paraíso, que me den la tierra de mis padres.

—Hemos sufrido tanto que no podríais ni imaginarlo.

—Sin amigos, sin familia.

—Sin nadie.

—Hubiéramos venido antes, pero la vergüenza nos podía.

—No lo soportamos más y al final decidimos ponernos en camino.

—¡Que no se os ocurra hacer lo mismo que nosotros, hermanos!

—¡Qué bien nos habéis recibido, como amigos!

—Como amigos…

—El destierro es insoportable.

—Eso que llaman destierro es horrible.

—Maldito sea el que abandona su tierra.

—Que se hunda en el infierno.

—Sí.

—Nos asustaron.

—Nos engañaron.

—El Gobierno nos dio miedo.

—Es difícil oponerse al Gobierno.

—Pero al final nos dijimos: «¡Volvamos!».

—Nos dijimos: «¡Volvamos a nuestra aldea y, si tenemos que morir, muramos con nuestra gente!».

—Nos echamos al polvo de los caminos y hemos vuelto.

—No nos atrevíamos a dar la cara.

—No nos atrevíamos a miraros.

—Es difícil enfrentarse al Gobierno. Estábamos asustados.

—Uno no puede rebelarse contra el Gobierno.

—El Gobierno es lo peor de lo peor.

—El Gobierno y los bandoleros que están a su lado. Los agás, los beys y la gente de la ciudad están a su lado… Los ricos y los pobres.

—No podíamos soportarlo más.

—No pudimos soportarlo más y abandonamos nuestra tierra y nuestros hogares. Fue un error.

Todos los vecinos, familiares y amigos estaban emocionados por el arrepentimiento de los que habían vuelto, la nostalgia y el reencuentro.

El Gran Osman y el maestro Ferhat estaban atónitos ante la vuelta de aquellos aldeanos. A pesar de todos sus ruegos y súplicas ellos no habían conseguido traerlos de vuelta.

—Esto es un milagro del Halcón, del pájaro gris —afirmaba el Gran Osman—, un auténtico milagro.

El maestro Ferhat sonreía, no se oponía a nada de lo que dijeran el Gran Osman y los demás, se limitaba a hacer gestos de asentimiento. Además, los recién llegados traían caballos.

Los que habían regresado pasaron aquella noche en vela, y con ellos parte de los campesinos. Los primeros les preguntaban con curiosidad acerca del Halcón y no se cansaban de escuchar lo que les contaban sobre él. Oían la misma historia de cinco o seis personas y aún eran capaces de volverla a escuchar.

—¿Cómo, cómo es?

—¿Cómo son sus ojos, sus manos, sus pies?

—¿Su pelo, sus cejas, sus pestañas?

—¿Cómo es su voz, cómo habla?

—¿Es alto?

Pero los aldeanos no podían hablarles de su altura, ni de su voz, ni de nada, y evitaban el tema diciendo: «Es valiente, como un halcón, como un ave de presa, las balas no lo atraviesan y posee un amuleto de la flor del rayo».

Sobre todo preguntaban por su apariencia las mujeres y las jóvenes, pero no conseguían una respuesta sincera de los que realmente lo habían visto. Nadie se atrevía a decir: «Si le vieseis, es menudo como un niño y en su cara no se ven más que ojos. Y también sus manos son pequeñitas». Sin embargo, las manos de Memed no eran pequeñas ni sus hombros estrechos. Pero a ellos todo lo relativo a Memed se lo parecía.

Tampoco podían contar nada de su voz ni de su manera de hablar. Nunca lo habían oído… La madre Kamer repetía con orgullo: «Es todo un hombre», y reía alegre echando miradas de reojo a Seyran, que a su lado temblaba de amor.

En pocos días la aldea recuperó el ritmo de siempre, como si la mitad de los vecinos nunca hubiera emigrado ni vivido durante diez años en las tierras baldías de Sarıçam, como si nadie se hubiera ido nunca de la aldea. Pero los que regresaron se habían llevado una pequeña decepción. Habían esperado encontrarse nada más llegar a un Memed completamente armado, de mostachos retorcidos, corpulento como una montaña. Sin embargo, nadie le había visto la cara ni sabía dónde se encontraba. Pocos días después también regresó a la aldea el Hijo del Beato con su mujer y sus hijos. Como su casa había ardido, dejaron sus bártulos bajo la gran morera. Enseguida habilitaron un establo y allí se instalaron. La familia del Hijo del Beato estaba en muy mala situación. Entre todos los ayudaron y les dieron todo lo necesario en la medida de lo posible.

—No volvería a abandonar mi tierra ni aunque me lo mandara el Gobierno, la policía o los agás, aunque viniera el mismo Diablo y me lo exigiera. ¡Que me maten! Pondré mi cuello bajo su espada y les diré: «Haced lo que queráis, cortadme el cuello, cortádmelo, cortádmelo, cortádmelo y que mi sangre se derrame sobre la tierra de mi padre».

Se lamentaba sin cesar y no dejaba de pedir disculpas al Gran Osman y al maestro Ferhat.

Ali Safa bey se enteró de todo lo ocurrido. Al principio no se lo creía y le entraron ganas de echarse a reír. Luego envió a Vayvay a Zekeriya y a Dursun el Rancio, los hombres en los que más confiaba, y ellos le confirmaron los hechos. Ali Safa bey, encolerizado, empezó a echar espumarajos por la boca.

—Yo, sí, yo —gritaba yendo y viniendo por la sala de su mansión—. ¡Yo sé muy bien lo que tengo que hacerles! ¿Así que me desafían? Sí, se atreven a desafiarme. Ya verán esos perros… Perros… ¡Perros! Yo, yo…

Finalmente se desplomó entre lágrimas, agotado.

—Dios mío —susurraba—, ¿qué pecado he cometido? He intentado de todo corazón fundar una buena finca por el bien de la nación. Además, ellos no necesitan esas tierras. Yo les hubiera encontrado tierras mil veces mejores que ésas. ¿Qué les he hecho para que lleven tantos años provocándome problemas? Me arrebataron mis derechos. Mi finca sigue sin dar frutos por su culpa. Es como la cola del burro, que ni crece ni mengua. En lugar de encontrarme un trabajo cómodo en Estambul o en Ankara, decidí sacrificarme por mi nación, por mi patria… No lo entienden, no saben lo que es portarse como un hombre. No lo entienden estos campesinos, no lo entienden. O yo no sé explicárselo. Me arrastro en la miseria, me arrastro junto con Meliha. También he traído a la pobre a este infierno y la he encadenado a él. Tiene todo el cuerpo cubierto de ronchas.

Recordó el cuerpo inflamado de su rolliza esposa.

—Tiranía —gimió—. Estos campesinos me están torturando. Tiranía… Qué insultos… No puedo soportarlo más, ya no puedo llevar más esta carga tan pesada, es inhumano. ¡Ah, amigos, amigos del alma, compañeros de lucha! No puedo levantar más este peso, no puedo llevar esta carga. Desde que el mundo es mundo a nadie le ha ocurrido lo que a mí, nadie ha sufrido tanto.

—Todo esto te pasa porque eres demasiado blando, demasiado generoso.

Levantó la cabeza y vio los ojos llenos de lágrimas de su mujer, que yacía en un diván próximo, con el rostro húmedo y las pestañas trémulas. La mujer volvió a subirse las faldas hasta el vientre.

—¿Para esto me envió mi padre a tan buenas escuelas? ¿Para esto me llevó a Estambul para estudiar? ¿Para esto, querido Safa bey, para esto? Dentro de poco se me pudrirán las carnes y se me caerán a trozos.

Además de las picaduras de los mosquitos, en las piernas se apreciaban varios moretones.

—¿Todo eso para sufrir crueldades y torturas de los tiranos de Vayvay? ¿Es que no saben cómo estamos, lo que sufrimos? ¡Ojalá esas tierras se conviertan en sus tumbas, ojalá se conviertan en las tumbas de todos ellos, de sus mujeres e hijos, de todos!

Ali Safa bey estaba apenadísimo por el estado de su mujer.

—¡Lo será! —gritó—. Haré de esas tierras su cementerio, su cementerio, su tumba. ¡Ya verán! Yo sé lo que tengo que hacer… Cada lágrima que has derramado la pagarán con una vida. ¡Una vida! Tendrán que pagar todo el daño que nos han hecho, a ti y a mí. Juro por lo más sagrado, por mi nación y mi sagrada patria que los crímenes de esos miserables tiranos no quedarán impunes. ¡Lo pagarán mil veces!

Se acercó a la señora Meliha, le acarició el pelo y le dijo con su voz más tierna y cariñosa:

—Perdona, Meliha. Te he traído a este lugar salvaje. Te he encadenado a la tiranía de los hombres y la naturaleza. Te pido mil perdones, pero ya ves que en general me ha salido bastante bien. La tierra que hemos conquistado no es poca cosa, vale millones. Y, si me preguntas, estoy bastante satisfecho. Algo tan valioso no debe ser demasiado fácil de conseguir, de lo contrario pierde valor. La vida es una lucha continua. Si no lo fuera, se convertiría en algo absurdo, Meliha mía. Y la lucha más sagrada es la lucha por la tierra. Conseguir una finca es como ganar una patria, exactamente lo mismo. No llores, Meliha mía, todavía somos jóvenes, nos espera una vida larga y próspera. Ahora mismo iré a Vayvay a vengar tus hermosos ojos. Por cada lágrima tuya derramaré sobre ellos mil calamidades. Haré que se arrepientan de haber nacido.

Se inclinó junto a su mujer, le acarició el pelo y le besó la nuca, que despedía un olor amargo a sudor.

—Mi Meliha, querida mía, te he traído a esta tierra salvaje y te he arrastrado por ella; si te encuentras en este lamentable estado es por mi culpa. Toda Çukurova no vale lo que una uña tuya, pero así es la vida… No nos queda más remedio que seguir luchando.

Algo más animado se dirigió a la escalera y llamó a Zekeriya y a Dursun el Rancio.

—Tomad a algunos hombres de confianza y acompañadme. Vamos a la ciudad.

Se alejaron a caballo. En la ciudad todos sabían ya que los aldeanos habían vuelto a Vayvay. Los rumores corrían de boca en boca, compadeciéndose de Ali Safa bey.

—¡Pobre Ali Safa bey! No tiene a nadie que lo ayude ni lo apoye. Los campesinos han vuelto y han invadido sus tierras. Eso sí que es tener mala suerte. Se quitaba el pan de la boca para alimentar a los campesinos. Si alguien caía enfermo enseguida enviaba un médico o consuelo espiritual. Si se hacían el menor rasguño, Ali Safa bey lo sentía en el corazón. Todas sus ganancias, todas sus pertenencias, eran para Vayvay. Cuando le aconsejaban que no lo hiciera, que no se preocupara tanto por esos aldeanos, él siempre respondía que eran sus amigos, sus hermanos del alma. Alimentó la serpiente en su pecho y le mordió el corazón. Crió cuervos y le sacaron los ojos. Pobre Ali Safa… Una noche los campesinos asaltaron su finca. Atraparon a dos de sus hombres, los colgaron de un árbol y los despellejaron vivos. Luego los descuartizaron y arrojaron los pedazos ante su casa.

Se contaban historias tan tristes y desgarradoras sobre el destino de Adem y Zeynel que… Las mujeres de la ciudad se golpeaban el pecho.

—¡Ay, pobre Meliha, ay! Lo qué va a sufrir a causa de ese imprudente de su marido.

—¿Cómo puede uno confiar en los campesinos, en esos monstruos?

—Esa gente clava el cuchillo en la mano que les da el pan.

—Son vampiros.

—Son verdugos.

—Son salvajes.

—¿Cómo va uno a confiar en ellos?

—Y el Gobierno no hace nada.

—¡Ay, pobre Meliha, ay! Sin suerte, sola y abandonada.

Toda la ciudad se compadecía de ellos. La gente iba con lágrimas en los ojos e incluso miraba a los campesinos que paseaban por el mercado con asco, miedo y rechazo. Cuando veían a aquellos monstruos estúpidos cubiertos de harapos que paseaban altaneros.

En primer lugar Ali Safa bey refirió los hechos al capitán Faruk, comandante de la policía, dando a su relato el tono más trágico que pudo. Al oír tantas atrocidades el capitán quedó tan impresionado que sólo pudo librarse de aquel sentimiento de angustia después de tomarse un par de copas aquella tarde en el restaurante de Nazifoğlu. Los jueces y fiscales se disgustaron aún más. En realidad, sólo el prefecto se alegraba de aquella situación: «Bien, estupendo, una situación maravillosa. Que se devoren entre ellos, que se devoren estos infieles. ¿Acaso ocurrían estas monstruosidades durante el Gobierno de nuestro sultán, mi bien amado señor?».

Ali Safa bey hizo que el Político, Fethi bey y Fahriye el Loco enviaran un telegrama tras otro a Adana y Ankara, diciendo que los campesinos se estaban rebelando, quemaban las fincas, derribaban los hogares, derramaban sangre inocente.

Las tierras de Çukurova no estaban siendo regadas con agua, sino con sangre, ¡con sangre!

Que dijera el gobernador lo que quisiera. ¿Acaso no era verdad todo lo que escribía?

Ese mismo día enviaron a Vayvay un pelotón de la policía. Arrestaron al Hijo del Beato por el asesinato de Adem y al maestro Ferhat por el de Zeynel. Ali Safa bey y el fiscal habían tratado de todo ello de manera abierta y amistosa y habían considerado que aquellas dos personas eran las más indicadas para ser acusadas de los asesinatos. Hasan no tenía a nadie en Çukurova ni familia que lo apoyase. En cuanto al maestro Ferhat, ni siquiera se sabía de dónde había venido.

—Safa bey —le confesó el fiscal—. Ese Ferhat es un tipo extraño. Si le acusamos también de espionaje, seguro que la acusación prosperará. Se lo creerán incluso en Vayvay. ¡Manos a la obra! Si me facilita pruebas de que es un espía, yo haré que lo condenen a muerte. El maestro Ferhat está muy bien escogido. No olvide que es un religioso y que en Ankara a todos los temen. Y más en estos días… Safa bey, hemos dado en el clavo.

Ali Safa estrechó complacido la mano del fiscal.

—Exactamente, el más apropiado, señor fiscal. El religioso y el Cabeza Roja… Doblegaremos a los campesinos, a esos miserables. Yo me ocuparé de todo. —Y acto seguido se perdió en la ciudad.

Los campesinos de Vayvay acompañaron hasta las afueras de la aldea al maestro Ferhat y al Hijo del Beato, que caminaban esposados, para desearles suerte.

—¡Que volváis pronto! —los animaron—. ¡Que el Gran Dios os ayude!

El Hijo del Beato se detuvo al salir de la aldea.

—He venido a sabiendas, era consciente de que me exponía a este peligro. Pero creedme, matar es malo, y aunque nadie más me crea, yo no maté a Adem. Os confío a mis hijos.

Al principio el maestro Ferhat no quiso hablar, pero luego se volvió hacia los aldeanos con una sonrisa amarga en los labios y lágrimas en los ojos.

—Vosotros me conocéis —les dijo con voz ahogada—. No necesito explicároslo. No volveré a la aldea. Me colgarán. ¡Adiós, hermanos!

Sus ardientes ojos oscuros brillaron tanto como su negra barba, que a la luz del sol parecía verde. Los labios del maestro Ferhat desgranaban oraciones sin abandonar el rictus de amargura.

Llegaron a la ciudad a media mañana del día siguiente. Los bellos ojos del maestro Ferhat estaban hinchados, abotargados. También tenía la cara llena de moratones y la barbilla cubierta de sangre seca. Su ropa, destrozada, estaba completamente empapada en sangre, y los zaragüelles hechos jirones. En algún punto del camino había perdido los zapatos. De sus piernas y sus pies chorreaba sangre sobre el polvo ceniciento del camino.

El Hijo del Beato se encontraba en un estado mil veces peor que el del maestro. Daba pena verlo. Parecía un montón de harapos sanguinolentos.

Al acercarse a la ciudad les colocaron al cuello una gruesa soga de crin negra. En la ciudad les esperaba un enorme gentío armado con cáscaras de sandía, basura, barro, palos, piedras, huevos y tomates podridos y cubos de ayran echado a perder.

En cuanto se vieron sus cabezas subiendo por el arroyo, los recibieron a gritos. Sobre ellos cayó una lluvia de cáscaras, barro, huevos podridos, piedras; un alud de insultos y bajezas que nadie osaría pronunciar.

El maestro Ferhat iba seguido del Hijo del Beato, los dos con la cabeza gacha, insensibles a cuanto los rodeaba. Primero los llevaron al mercado cruzando la muchedumbre que profería insultos y les apedreaba. Allí el pregonero Ahmet el Jorobado pronunció un largo discurso sobre los criminales, la humanidad y la sangre, que provocó que a muchos se les saltaran las lágrimas. Luego volvió a comenzar la lluvia de piedras, inmundicia, barro e insultos.

Pasearon por toda la ciudad al maestro Ferhat y al Hijo del Beato con la cuerda al cuello, seguidos por cientos de personas. En cada barrio Ahmet el Jorobado se detenía un par de veces y repetía su terrorífico discurso.

Cuando los llevaron a la prisión ninguno de los dos era capaz de mantenerse en pie. Los arrojaron al lado de un muro medio desvanecidos.

Aquella noche Ali Safa bey ofreció un banquete a los altos funcionarios judiciales y civiles de la ciudad en el restaurante de Nazifoğlu. Durante el banquete explicó lo buenos, amables y leales que habían sido Zeynel y Adem, sin olvidar ni una de sus virtudes. Desde luego, no se merecían una muerte tan miserable, infame y monstruosa.

Aquella noche Ali Safa bey habló con tanta elocuencia que conmovió a todo el mundo.