24
Era evidente que algo había cambiado en el pueblo. Todo el mundo parecía más animado. Los aldeanos iban y venían de casa en casa, reían.
—Maldito Gran Osman, tenía celos y no nos dejó verlo —se quejaban—. ¡Maldito, maldito! ¿Qué había de malo en que viéramos un poquito su cara de rosa? Pero no, lo quería sólo para él. ¡Viejo celoso!
—¿Es que no podía dejar que lo vieran otros?
—Los viejos se vuelven muy mezquinos.
—Tres días paseándose por la aldea con la cachimba en la boca, dándose importancia, tan presumido… Se creía el sultán Süleyman.
—¡Así no se recupere…! Cuando el halcón voló del nido, el viejo cayó enfermo.
—¡Qué se fastidie!
—¡Que se muera!
—¡Que se muera el viejo! ¿Qué había de malo en que los vecinos vieran un poquito su hermosa cara?
—Memed fue a su casa porque lo conocía.
—¿Por qué había de tener celos de los demás?
—Ha caído enfermo, ¡ojalá no vuelva a levantarse!
—¡Quién sabe qué tipo de hombre es!
—¡Qué hermoso debe de ser!
—Dicen que cuando entra en combate, su fusil crece veinte codos.
—Dicen que las balas no lo alcanzan.
—Dicen que una noche el sargento Asım lo atrapó mientras dormía.
—Estaba tan dormido…
—El pobre no se enteraba de nada.
—Dormía como un niño pequeño.
—Y el sargento Asım ordenó a sus soldados: «Vaciadle los fusiles en la barriga…».
—Ellos obedecieron.
—Y, cuando miraron…
—¡Qué vieron!
—Las balas no lo han herido.
—¡No lo han herido!
—No pueden.
—Nunca podrán.
—¡Que el diablo se lleve al Gran Osman, así se muera ese viejo mezquino que no nos enseñó a nuestro agá…!
—A nuestra vida…
—A nuestro niño…
—A nuestro halcón…
—A nuestra rosa…
Pese a todo, estaban contentos. Se habían molestado, se habían enfadado con el Gran Osman, pero lo cierto era que Memed había visitado la aldea y con eso les bastaba. Si al menos el viejo los hubiera avisado y hubieran podido ver un poquito su cara…
La confianza iluminaba sus corazones. Desde hacía unos días, Ali Safa ya no les daba miedo. Incluso habían olvidado su existencia. Un ambiente de fiesta, de celebración, envolvía hasta el lugar más recóndito de la aldea y les infundía ánimos.
—Osman agá, ¿por qué no nos avisaste de que había venido a la aldea?
—Tenía miedo, hijos míos, mucho miedo.
—¿Qué mal podíamos hacerle nosotros? Lo hubiéramos protegido hasta de nuestras propias miradas.
—La gente está molesta contigo. Fíjate, la gente está más animada incluso después de su partida. Basta con que haya pasado por el pueblo.
—No podía contárselo a nadie. Si lo hubieran sabido el agá o las autoridades… Habrían asediado la aldea y habrían matado a mi halcón. No me atrevía.
—No lo habríamos entregado ni al sha ni al sultán. Para quitárnoslo habrían tenido que pasar por encima de nuestros cadáveres.
—¡Qué sabía yo, qué sabía! Llegó un pájaro y se refugió en un arbusto.
—A él no le hieren las balas…
—Puede enfrentarse a un ejército.
—Es un héroe.
—¡Qué sabía yo, hijos míos, qué sabía yo!
—¡Cómo es posible! Ni siquiera nos dejaste ver la punta de su nariz.
—Era él quien no quería. Lo seguía todo un ejército de policías.
Llevaba meses sin comer, estaba en los huesos. Me pidió: «No me muestres a los vecinos con este aspecto, tío Osman».
—Le habríamos dado de comer, lo habríamos alimentado con mantequilla y miel.
Los campesinos siguieron quejándose por no haber visto a Memed, maldiciendo al Gran Osman y acosándolo a preguntas. ¿Por qué? ¿Por qué no les había dejado verlo? ¿Acaso volverían a tener una oportunidad como aquélla? Los de las aldeas vecinas también se lo reprochaban al Gran Osman. Estaban ofendidos, molestos.
Luego comenzó a aparecer gente de Vayvay y de las otras aldeas. Se acercaban a los corrillos y contaban cómo se lo habían encontrado. Se olvidaron del Gran Osman en su lecho de enfermo. Cada uno de los que lo había visto contaba una historia diferente.
El primero en hacerlo fue Veli, el que lo había llevado a casa del Gran Osman:
—Yo estaba muy cansado y profundamente dormido —comenzó—. Soñaba con un arroyo que fluía y brillaba mucho, pero no era de agua sino de luz del sol. Del río emergió un hombre alto que llevaba unas cananas cruzadas y un fusil de un color verde muy intenso. Una voz llegó a mis oídos: «Osman agá, Osman agá». Desperté pensando que formaba parte del sueño, o que eran imaginaciones mías. Me di cuenta de que había alguien en la puerta y abrí. Era un hombre, un hombre alto, tan pertrechado de municiones que no hubieras encontrado un lugar donde clavarle un alfiler, o eso me pareció. Sus prismáticos eran de oro brillante… Las fundas de la pistola y la daga también eran de oro. Todo era de oro. Lo invité a entrar. Él pasó adentro y encendí una luz. Se sentó y apoyó la espalda en la pared. Su mirada era pavorosa, resultaba imposible mantenérsela ni un momento. Tenía los ojos encendidos de un lobo salvaje. Rezó. Mientras oraba sus manos se volvieron de color verde hasta las muñecas. Saqué comida y se la ofrecí. No hablaba, sólo pensaba. Le pregunté si no le importaba decirme su nombre. Lo repetí tres veces, pero no me hizo caso. Parecía como si no me oyera. Luego se puso en pie y su cabeza llegaba hasta el techo de ramas de la choza. Era tan alto que tenía que inclinarse para salir por la puerta. Seyfali pasa por nuestra puerta todo erguido y aún sobran dos palmos. El desconocido caminó hacia la puerta y yo le dije que lo llevaría hasta el Gran Osman. «Enséñame cuál es la casa», me contestó. También me dijo que esta aldea gemía bajo el peso de la tiranía, que la gente no se merecía tanta crueldad. Le mostré la casa del Gran Osman. Lloviznaba. Sentí curiosidad y esperé en la puerta. En la puerta del Gran Osman una luciérnaga gigantesca se encendía y se apagaba. Desde ese día no ha dejado de brillar esa luz en el portal del Gran Osman.
Veli contaba cada día una nueva y bonita historia sobre Memed. Después fue la tía Selver quien dijo haberlo visto, y también el mulá Mustafa de la otra aldea, Cabbar en Anavarza, Ahmet el Ciego en Hacılar, Çimşit el Kurdo en Narlıkışla, Zeynel y Temir el Kurdo en Vayvay, y Muttalip en Öksüzlü. Muchos lo habían visto la noche en que los jinetes asaltaron la aldea, en el establo del Gran Osman, disparando a los atacantes desde el patio de Kerem el Kurdo, cuando hirió al sargento y le hizo bramar como un buey.
También lo habían visto muchos vagando en la oscuridad de la noche por los márgenes de Akçasaz y la fortaleza de Anavarza, o bien sentado sobre una roca, pensando con la cabeza entre las manos. A su alrededor volaban cientos de águilas que se le acercaban y se posaban a sus pies. Él acariciaba el lomo de aquellas enormes aves como si acariciara un cordero…
En una ocasión le habían visto montando un enorme caballo gris, gigantesco. El caballo galopaba tan rápido que sus cascos apenas tocaban el suelo y sus crines eran como una nube.
La cosa llegó a tal extremo que, tanto en Vayvay como en las otras aldeas, parecía como si todos hubieran visto a Memed.
Cuando los habitantes de Vayvay refugiados en Sarıçam se enteraron de que Memed había ido a la aldea, también protestaron. «¡Ojalá hubiéramos estado en la aldea y hubiéramos visto su cara de rosa, su bendita cara! —se decían—. ¿Por qué no seguimos los consejos del Gran Osman? ¡No le hicimos caso y no volvimos a la aldea!». También al Hijo del Beato le torturaba la estupidez que había cometido. Fue a pedir disculpas al Gran Osman: «Me arrepiento muchísimo de no haber vuelto cuando me lo pediste. ¿Cómo iba a saberlo? Tú no me dijiste nada…».
¡Y qué decir de los niños! Se pasaban los días hablando de él, imitándolo, jugando a lo mismo que él había jugado. Ellos, como los mayores, no mencionaban su nombre y en sus juegos le ponían todo tipo de apodos. En los juegos, los agás y los policías temblaban de miedo. No se tenían en pie ante él, caían al suelo, le imploraban, le besaban los pies. Parecían reptiles retorciéndose en el polvo, limpiándose los mocos, lloriqueando.
Cada día se oían nuevas canciones sobre él, como si brotaran del suelo o cayeran del cielo. Lastimeras elegías, grandiosas epopeyas, canciones cómicas, tonadillas para bailar… Hasta los niños cantaban una ronda sobre él.
Aquella actitud de los aldeanos complacía tanto al Gran Osman que incluso parecía devolverle la vida. De no ser por el comportamiento de sus vecinos, el Gran Osman no se habría podido levantar fácilmente de la cama, porque el disgusto que se había llevado fue tremendo.
Sin embargo, la alegría de los campesinos duró poco. Desde hacía tres noches, la aldea sufría nuevos ataques, pero sus habitantes no hacían caso, no tenían miedo, no daban la menor importancia. ¡Qué dispararan, que dispararan cuanto quisieran! ¡Ya verían! El Gran Osman, que apenas se sostenía en pie, salía de su casa cuando los jinetes atacaban el pueblo y vaciaba a la vez los dos cañones de su pistola.
—¡Venid, perros, venid! —gritaba con todas sus fuerzas—. ¡Disparad, perros, disparad! ¡Ya veréis!
Los campesinos empezaron a considerar aquellos ataques a la aldea como un juego de Ali Safa bey que se repetía cada noche.
Una mañana se despertaron y se quedaron mudos de sorpresa. No daban crédito a lo que veían sus ojos: aquella noche se habían llevado todos los caballos de la aldea. No habían dejado ni uno. Habían imaginado cualquier cosa, menos aquello. ¿Cómo se las arreglarían los campesinos sin caballos?
Su alegría, su felicidad, quedaron en nada. ¿Qué harían ahora? Ese día vagaron por la aldea sin trabajar, sin hablar. No se les hubiera podido abrir la boca ni con un cuchillo.
La mañana siguiente una noticia terrible recorrió la aldea de un extremo a otro. Los ladrones no se habían llevado los caballos viejos: los habían matado. Los cadáveres llenaban el arroyo de Çikçiklar. Miraron a lo lejos y vieron que por la zona de Topraktepe las águilas volaban en círculos. Corrieron hasta allí y al llegar descubrieron un montón de caballos muertos, todos juntos.
Esa mañana, inmediatamente después de aquel suceso, dos personas cargaron todo lo que tenían y se fueron a Sarıçam. Muchos más estaban dispuestos a seguirlos. El maestro Ferhat se opuso:
—Es pecado no enfrentarse a la tiranía. Es pecado no defender el sustento de nuestros hijos y la tierra de nuestros padres, abandonarlo todo e irse a tierras extrañas. No oponerse a la tiranía es ser cómplice de la opresión. Quien tiene miedo y se somete por miedo, obra mal.
De no ser por él, la aldea habría quedado medio vacía.
—Dios nos enviará un protector. Recordad que él vino a nuestro pueblo, aunque no pudimos retenerlo. Dejamos que el Halcón se nos escapara de las manos. Si estuviera aquí, ¿acaso nos ocurriría todo esto?
Zeynel escuchó al maestro Ferhat y luego respondió, desafiante:
—Tonterías. Esto es sólo el principio. ¡La de cosas que nos tienen que pasar todavía! ¡Lo que nos va a pasar, lo que nos va a pasar! No sé si tener miedo es pecado. ¡Tú no tengas miedo, maestro Ferhat, y ya verás!
Ferhat no le contestó y se limitó a seguir reuniendo en su voz toda su fe.
—Dios no abandonará a sus pobres siervos. Dios siempre ha estado junto a los que se oponen a la tiranía. En caso contrario, ¿habría disminuido tanto la tiranía en la Tierra?
Se reunieron en casa de Seyfali y, tras una larga discusión, decidieron ir a ver al agá Yağmur para pedir que les devolviera los caballos. Todo el mundo sabía que el único capaz de robar todos los caballos de una aldea era el agá Yağmur. El maestro Ferhat, Seyfali y Sefçe el Mayordomo montaron y se dirigieron a la finca de Yağmur. El agá Yağmur y Sefçe el Mayordomo se conocían bien. Cuando la guerra ambos desertaron y anduvieron juntos por el Taurus durante tres años. Yağmur era entonces muy joven.
—Hombre, Yağmur —dijo Sefçe el Mayordomo, después de haber desmontado—, ¿no te da vergüenza lo que has hecho? Si robas todos los caballos del mundo, allá tú. Pero ¿qué quieres de nosotros? Hijo, ¿qué inmundos consejos has seguido para tratarnos así?
Yağmur, que los había recibido en las escaleras del caserón, no hacía sino reírse ante las palabras de Sefçe el Mayordomo.
—¿Quién te ha robado? ¿Quién te ha robado el caballo? Y si lo han hecho, ¿de quién es ese que montas?
—¡Perro! —gritó Sefçe—. Estos caballos se los hemos pedido prestados al agá Memidik de Narlıkışla para poder venir aquí. ¿Entiendes? Te los llevaste todos, ya fueran ciegos, cojos, sarnosos o enfermos; no dejaste ni uno. Y mataste a los viejos. Perro sarnoso…
—Venid aquí, subid y hablaremos.
Se sentaron en el diván, tomaron café y comieron. El agá Yağmur les mostró un gran respeto, pero no les dio los caballos. Le suplicaron, le amenazaron, se enfadaron, protestaron, pero no les sirvió de nada.
—¿Crees que Nuestro Señor, que sacó a José del pozo, no cuidará de nosotros? —le preguntó el maestro Ferhat—. ¿Crees que Dios no enviará a alguien que nos proteja, Yağmur agá?
Sefçe el Mayordomo completó sus palabras:
—Dios nos envió un protector, pero nosotros estábamos ciegos y no fuimos capaces de retenerlo. De lo contrario, ¿habrían podido pasar tus ladrones ni siquiera por las cercanías de la aldea?
El agá Yağmur se echó a reír y se despidió de ellos.
Volvieron a la aldea con la cabeza gacha, hundidos.