21
Era una noche nublada, pegajosa, húmeda. En el cielo relucían un par de estrellas no demasiado brillantes. A izquierda y derecha, en las laderas, ardían las hogueras de los pastores. Memed conocía perfectamente aquel camino. Era un estrecho y pedregoso sendero de cabras, que daba a la casa de Ümmet el Amarillo. El único sonido audible era el susurro del bosque. A pesar de la enorme carga que llevaba encima, Memed avanzaba sigilosamente, sin hacer ningún ruido al caminar, como si se deslizara, como si sus pies no tocaran el suelo. No obstante, el peso era mucho. Se había sujetado tres cartucheras al cuerpo y se había pasado otras dos por los hombros, a izquierda y derecha. El fusil, la daga, los prismáticos, las granadas y la pistola formaban otra carga bastante respetable. Memed estaba acostumbrado a caminar por este tipo de senderos estrechos deslizándose como una perdiz.
Llevaba dos días en las montañas, andando a buen paso. A pesar de que no se había topado con ningún soldado, policía ni campesino, seguía tomando precauciones. En el aire flotaba algo raro, una amenaza, como si alguien estuviera esperándolo. Mientras pasaba cerca de Nürfet le había llegado el estallido de disparos. Quizá fuera un pequeño enfrentamiento sin importancia. Teniendo en cuenta lo poco que había durado, seguramente el bandolero que había caído en la emboscada había muerto o se había rendido. Por esa razón andaba Memed con tantas precauciones y marchaba por caminos poco frecuentados.
Avanzaba por un bosque de grandes árboles, cuyas ramas crujían al compás del viento que soplaba suavemente.
Llegó cerca de la casa de Ümmet. Era más de medianoche. Desde las inmediaciones de la casa llegaban los aullidos de los grandes perros pastores. A aquellas horas de la noche, eso no presagiaba nada bueno.
Memed se deslizó por la ladera hasta situarse sobre el tejado de la casa de Ümmet. Golpeó con el pie suavemente tres veces sobre la cubierta de tierra. Aunque estuviera durmiendo, Ümmet el Amarillo oiría el ruido y saldría enseguida. Si no lo hacía sería porque no estaba en casa o bien porque existía un grave peligro. Memed se impacientó y volvió a golpear tres veces, esta vez con más fuerza. Poco después oyó un sonido de pasos, pero muy suave. Una silueta rodeó el muro, trepó por la ladera a gatas y se dejó caer sobre la cubierta de la casa.
—Túmbate, Memed —dijo Ümmet el Amarillo.
Memed se echó lentamente sobre el suelo.
—Tengo la casa llena de soldados. Y en el establo está la partida de İbrahim el Negro… —Hablaba con la boca pegada al oído de Memed—. Te están buscando… Te buscan por todas partes, hasta en el último agujero de la última aldea. No queda nadie que no haya oído que has vuelto al Taurus. ¿Quién te ha visto, por el amor de Dios?
—No sé. La verdad, no sé quién me ha visto… pero alguien tiene que haber sido.
—Esta vez van a por todas. Están rabiosos. Mejor no me preguntes… Ali Safa bey y los demás agás han puesto precio a tu cabeza. Se lo oí decir al capitán Faruk. Sería mejor que durante unos meses desaparecieras de la zona. Te buscarán y, cuando no te encuentren, se cansarán. Aléjate de aquí hasta que pase la tormenta. Espera, espérame aquí, te he conseguido municiones. No me extrañaría que alguien te saliera al paso.
Ümmet el Amarillo se deslizó por la pared de la casa y poco después volvió con una bolsa de balas y un atadijo de provisiones.
—Toma. Y, sobre todo, no pases por tu pueblo. Desde hace dos meses la policía no deja de atosigarlos.
—¿Qué ocurre en la aldea? —preguntó Memed, pero Ümmet el Amarillo lo interrumpió.
—No te quedes mucho más tiempo por aquí. En cuanto a tu pueblo, sigue estando en el mismo sitio. Por lo que más quieras, no vayas, caerías en una trampa. Los soldados han levantado hasta las piedras buscándote, ten cuidado. Han conseguido que los campesinos estén rabiosos, no te fíes de nadie, ni siquiera de tu padre ni de tu propio hermano. Deja la zona hoy mismo. ¡Adiós y buena suerte!
En la oscuridad, estrechó la mano glacial de Memed y después se deslizó por el muro hasta la casa.
Memed escaló la ladera en un momento, se internó en el bosque y avanzó a tientas hasta llegar a un camino de cabras que conocía y quedaba oculto. Caminaba muy deprisa, y el miedo se fue apoderando de su corazón. Se sentía confuso. Solo, sin identidad, sin amigos, abandonado entre tinieblas. El mundo estaba lleno de soldados y de campesinos hostiles… Las montañas, las rocas, los soldados, los campesinos, los árboles, la hierba, el pájaro que volaba, la hormiga que correteaba por el suelo, todos eran sus enemigos, todos.
Se sintió abrumado por una terrible desesperación.
Además, en su corazón crecía la nostalgia por su aldea, pero sabía lo que le ocurriría si iba. Era imposible que saliera sano y salvo, pero la curiosidad podía más que la prudencia. ¿Qué tal les habría ido a los campesinos? ¿Seguirían quemando el cardizal celebrando una gran fiesta? ¿Bailaría el tío Ali el Rancio levantando en el aire su vieja y cansada pierna? ¿Se le habría pasado el enfado a la madre Hürü? Poca paciencia la de aquella mujer. Cuando se enfadaba temblaba la tierra, el cielo y el suelo se sacudían. ¿Conservarían aún los bueyes? ¿Seguirían arando y sembrando las tierras comunales? Había aprendido muchas cosas en aquellos pocos años. ¡Tantas cosas! Aunque una persona viviera diez vidas difícilmente aprendería lo que Memed…
Ali Safa bey, Ali Saim bey, los otros agás de Çukurova… Durante mucho tiempo Memed no había comprendido por qué los agás de Çukurova lo consideraban un enemigo. Había matado a Abdi agá, pero aquel hombre no era pariente de los otros… ¿Qué les había hecho Memed para que llenaran el Taurus de policías sólo por su causa? La verdad es que no acababa de entender la razón de todo aquello. ¿Por qué no perseguían con la misma rabia a los otros bandoleros? Aun más, ¿por qué protegían a tantos de ellos? Y aunque lograra comprender a los beys y a los agás, ¿cómo explicarse la reacción de los campesinos?
«¿Adónde voy a ir? —pensaba—. He recorrido todos los alrededores del Éufrates y la tierra de los kurdos que no saben nuestra lengua, pero no he encontrado ningún lugar donde refugiarme. En este mundo no hay sitio para mí. He vuelto al inmenso Taurus. Nadie sabe dónde le espera la muerte. Yo he vuelto al Taurus a morir. A la tierra de mis padres, de mis antepasados. Siento el olor dulzón de la muerte. El mundo rechaza a un bandolero maltratado por los agás y los beys, un tal Memed el Flaco. ¿Adónde iré, Ümmet el Amarillo, si no me aceptan ni la tierra ni el cielo? Soy un pájaro con un ala rota, pero por pequeño que sea, ningún arbusto me acepta».
Seguía pensando en algún lugar donde esconderse, y al no encontrarlo aumentó su rabia. «Se te ocurrió el Gran Osman, te refugiaste en su casa, un hombre bueno, puro, paternal, sincero, pero también infantil. Se moría de ganas de contar a todo el mundo que estabas en su casa. Menos mal que también estaba la madre Kamer… Si los policías te hubieran atrapado en la llanura de Çukurova, no habrías tenido salvación. ¡Cuánto se habrían alegrado los agás, y cómo lo habrían celebrado!».
Se detuvo de repente en aquel camino de cabras que llevaba al bosque, en plena noche. ¿Qué más daba hacia dónde encaminase sus pasos, si de todas formas no tenía un lugar adonde ir? Durante un rato permaneció así, indeciso, de pie en la oscuridad. Los pensamientos bullían en su mente y pasaban a una velocidad increíble. Ante sus ojos aparecieron su madre, Hatçe, su hijo, la tía Iraz, el Gran Süleyman… Al pensar en Süleyman se encendió en su interior una cálida y brillante luz de esperanza. También estaba Kerimoğlu. Y Cabbar. Cabbar era un tipo valiente, su amigo… Se había casado y tenía dos hijos, una niña y un niño. ¿Y si acudía a Cabbar? No, seguro que también lo vigilaban, como al Gran Süleyman… Ni a Kerimoğlu. No tenía nada que hacer en las montañas. Pero ¿adónde podía ir?
Le parecía recordar que por allí cerca había una cueva. Faltaba poco para el amanecer, de hecho ya casi clareaba. Se encaminó en aquella dirección. Llegó a ella, en un enorme risco, cuando los alrededores se iluminaban. En la boca de la cueva había posadas dos águilas y a cada lado dé la entrada habían crecido sendos lentiscos por los que trepaba una hiedra de flores azules. Cuando Memed subió hasta la cueva, las águilas abrieron las alas con un gesto cansino, alzaron el vuelo y se posaron poco más allá.
Memed se descolgó el fusil, se enrolló la correa en la mano y lo depositó en el suelo. Dejó la bolsa de balas sobre el fusil y enseguida se durmió.
Cuando se despertó ya anochecía. Tenía hambre y sed. Olía a artemisa y a tomillo. La entrada de la cueva estaba flanqueada de colas de zorra de un rojo increíble. Las flores se abrían sobre las rocas moradas con manchas blancas, negras y verdes de la cueva. Memed nunca había visto tal profusión de flores, tan abiertas, ardientes y brillantes que se divisaban desde lejos. Se colgó el fusil, cogió la bolsa de municiones y salió. Las águilas de aquella mañana habían vuelto y estaban ante la cueva. Volaron con desgana y se posaron juntas en la punta de una roca diez pasos más allá. Eran unas águilas muy viejas.
Algo más abajo susurraba suavemente un manantial. Memed fue hasta allí y se dejó caer sobre las largas matas de hierbabuena con flores moradas que crecían junto al manantial. Abrió el atadijo que le había dado Ümmet el Amarillo y que llevaba a la cintura. Había tres cebollas, seis huevos, requesón en abundancia, un trozo de queso turcomano y muchos bollos. También algunas tortas de pan. Comió con apetito. Aquellas provisiones le alcanzarían para dos días más. Memed no era demasiado comilón. De hecho, cuando se encontraba en apuros ni siquiera se acordaba de que debía alimentarse.
Se puso en pie y se dirigió hacia el norte. Iba a su aldea. Sentía un ardiente deseo de volver a verla, el fuego de la nostalgia le quemaba por dentro. Era consciente de que se dirigía hacia la muerte, pero no podía evitarlo: tenía que ver su aldea. ¿Y si moría sin verla? El enorme plátano, el Sin Orejas, el molino del Sin Orejas, la presa del plátano, el camino del color de la alheña, la llanura de Dikenli con sus cardos, las casas, las tierras de labranza, los cantos que el arroyo había arrastrado hasta los límites de la aldea, los árboles, los arbustos, los cardos gigantes, incluso los polluelos como bolas amarillas que seguían a las gallinas cluecas… Todo, le parecía verlo todo. Ali el Rancio, sus ojos cálidos, solícitos, amistosos, tan lleno de cariño, de compasión, tan humano… La madre Hürü, más humana aún… Brusca y cabezota, pero más humana que nadie. Era capaz de dar la vida por sus seres queridos. Un día le había acariciado el cabello mientras él dormía… Memed no había podido olvidar la calidez, la amistad, la suavidad de aquella mano cálida, maternal, fraterna, amistosa… Valía la pena dar cualquier cosa sólo para que la madre Hürü le acariciara a uno así, tan de verdad… O si no que no le acariciara si no quería, porque tenía una forma tan sincera, tan entrañable, de decir: «Hijo mío, mi Memed», que valía la pena entregar mil vidas a cambio. ¿Cómo lo recibiría? Se volvería loca de alegría, loca. No sabría qué hacer ni qué decir. El niño Mustafa, el tío Hösük… Sí, Hösük se quedaría paralizado por la sorpresa, se frotaría las manos con alegría y luego abriría los brazos y diría: «Memed ha crecido un poco. Que crezca. Para ser un buen bandolero hay que ser un hombre robusto, así todos lo temen. Si todo el mundo temía ya a nuestro Memed, ahora le tendrán más miedo», fanfarronearía. ¿Qué haría Mustafa, qué pensaría? ¿Tendría miedo? Quizá. ¿Iría a avisar a la policía? También él se había casado y tenía un hijo. ¿Acudiría a verlo Cabbar cuando se enterara? Memed sonrió y se dijo con gran confianza: «Vendrá». ¿Y Ali el Cojo? ¿Ali el Cojo, el de los ojos de zorro astuto? Amigo hasta la muerte, hermano hasta la muerte, hombre hasta la muerte… ¿Cómo lo recibiría él? Echaría la cabeza atrás y reiría, soltaría una riada incontenible de carcajadas. Se reiría con todo el cuerpo, con las manos y los pies, con los ojos y la cara; hasta su pierna tullida se reiría. El Cojo se volvería loco de alegría…
Arrebatado por un huracán de gozo y afecto, Memed avanzó velozmente, con alas en los pies. Ni siquiera se acordaba de las desgracias. No se le ocurría que la aldea podía ser un hervidero de policías, ni que podían matarlo, nada. Ni por un momento se le ocurrió que, aun cuando no lo mataran, se encontraría en una mala situación. Incluso se puso a cantar, cosa que raras veces hacía. Nunca había tenido tiempo para cantar, a pesar de que su voz era dulce.
Clareaba el día cuando llegó a la cabecera del Uzunoluk. En el centro del río nadaban las truchas con motas rojas, unas encima de otras. Hubiese bastado con alargar la mano para atrapar alguna, pero por alguna extraña razón nadie tocaba los peces del Uzunoluk y éstos se multiplicaban sin cesar. Se sentó junto al caño, sacó su atadijo de provisiones, aplastó una cebolla con el puño y comenzó a comerla con requesón. De vez en cuando arrojaba migas de pan a los peces y se quedaba mirando cómo se abalanzaban sobre ellas.
Comió con parsimonia, mirando los peces. Se sentía a gusto y decidió echarse. Aquel caño era parte de su infancia y no se le pasaba por la cabeza tener miedo en aquel lugar. Durmió sin temor, sin sospechas, como lo había hecho siendo niño. No había disfrutado de sueño tan profundo, tan reparador, desde qué se había convertido en bandolero y se había echado al monte. Al despertar aquello lo sorprendió, pero luego pensó que se encontraba en las tierras de sus antepasados, tierras conocidas. Su alegría fue en aumento mientras esperaba a que se hiciera de noche. En cuanto oscureciera bajaría a la aldea, se llegaría ante la puerta de la madre Hürü y diría en voz baja: «Madre, madre, he vuelto». ¿Lo reconocería por la voz? ¿Cómo no iba a reconocerlo? ¡Con lo lista que era!
Se adentró en el bosque y fue bajando por la ladera que dominaba la aldea. Se sentó al pie de una alta roca para observarla. Según lo hacía sus recuerdos volvían a despertar.
Cuando era niño y escapaba de casa porque se había enfadado con su madre, siempre iba allí, al pie de aquella roca, apoyaba la espalda en la superficie cubierta de hollín y se quedaba pensando mientras contemplaba la aldea. Aquella roca siempre había estado manchada de hollín desde que Memed la conocía. A los campesinos y a los pastores les gustaba mucho encender hogueras en aquel lugar.
En el pueblo descubrió policías que iban y venían a sus anchas. Luego distinguió su casa entre los demás edificios. Estaba construida con arcilla roja, verde, azul, anaranjada. Relucía en el ardiente calor blanco como si estuviera hecha de fragmentos de vidrio. Su padre había traído aquella arcilla de muy lejos para que el tejado no tuviera goteras. Ante su vista apareció su madre, bella, dulce, cálida, llena de amor, y le asaltó un sentimiento de soledad tan violento como no había experimentado en toda su vida. Por todos lados se abrían flores de largos tallos. Miles de abejas y avispas zumbaban entre las flores en medio de aquel calor blanco, como a Memed le gustaba expresarlo. Del gamón, alto, delgado, erguido, esbelto, brotaban miles de flores blancas del tamaño de un botón.
No se atrevía a mirar a la casa de la familia de Hatçe. No se atrevía a ver el enorme árbol que crecía a la entrada.
Al final no pudo contenerse y el árbol apareció ante su mirada, con las ramas extendidas como aquella noche. Había imitado el canto del pájaro silbador mientras su corazón de muchacho latía con fuerza. Había esperado enloquecido en medio de un huracán de impaciencia. Finalmente había llegado una muchacha dulce y cálida, que llevaba el amor consigo. Se le formó un nudo en la garganta y dos lágrimas le resbalaron por las mejillas.
Para combatir aquel estado de ánimo, Memed fijó la vista en la casa de Abdi agá. De la chimenea salía un humo espeso. La ira de Memed se desbordó: «No he logrado apagar su hogar, no he podido, no he podido». Su voz parecía un gemido. Se levantó con una terrible amargura y echó a andar, luego se recuperó y sonrió. Había pretendido entrar en un pueblo infestado de policías en pleno día. Mientras volvía al pie de la roca vio los brillantes ojos de un niño un poco más allá, junto a un arbusto. Eran unos ojos grandes y muy abiertos que lo observaban con sorpresa y admiración. De pequeño, también Memed se ocultaba tras aquel arbusto para observar lo que ocurría al pie de aquella roca. En una ocasión había visto a Süleyman y a la hija de Anşaca el Cojo haciendo el amor. Pero nunca había visto a ningún bandolero. Cuánto le habría gustado ver a un bandolero tan menudo, con los prismáticos al cuello, doblado bajo el peso de las cartucheras, con su daga circasiana con adornos de plata colgada del cinto y las granadas de mano.
Memed miró con afecto al niño. El pequeño comprendió que el bandolero lo había visto y comenzó a temblar sin saber qué hacer.
—Niño, hermano —dijo Memed con voz tierna y amable, sonriendo—. Por favor, no le digas a los policías que me has visto, soy Memed el Flaco.
Tanto le gustaba que el niño lo mirara así que ni siquiera le importaba que pudiera ir a dar aviso. Al contemplar la aldea le había ocurrido algo extraño y había olvidado por un momento que era bandolero, que era Memed el Flaco, que todo un gran Gobierno había llenado las montañas de policías con el objetivo de capturarlo, que İbrahim el Negro, el hombre de los agás, estaba sediento de su sangre y lo temible que podía llegar a ser; todo, lo había olvidado todo en un segundo y en su lugar habían nacido una esperanza, un cariño y una alegría ingenuas, casi pueriles. Aquel cálido afecto le llenaba el corazón. De repente, pensó: «Yo no soy capaz de matar un pájaro. No soy capaz de aplastar una hormiga. No soy capaz de atrapar una abeja, una mariposa o un pájaro para hacerles daño». En ese momento sintió el fusil que sostenía, la daga en su cintura, las cartucheras sobre su pecho como algo completamente ajeno a él. Se miraba y reía.
En ese momento, el niño, libre de las miradas de Memed, salió del arbusto; parecía un zorro amedrentado. Se alejó un trecho a gatas y luego echó a correr. Corría y, al mismo tiempo, volvía la cabeza de cuando en cuando para echar un vistazo a Memed. A Memed le alegró aún más aquella actitud del niño. ¿De quién sería hijo? ¿A quién se parecería? No había podido verlo bien y por eso no podía adivinar de quién era.
Estaba perdiendo la paciencia, el sol no acababa de ponerse. La chimenea de Abdi agá seguía echando humo, los policías iban y venían entre las casas sin cesar. En el exterior no pudo ver a ningún aldeano, hombre o mujer. ¿Los habrían encarcelado a todos?
El humo que salía de la casa de Abdi agá le obsesionaba. Si no podía ni entrar en su propia aldea, si no podía ni andar por la tierra de sus antepasados era precisamente por culpa de aquel canalla. Apretó los dientes y se puso a gritar:
—Apagaré ese fuego. No dejaré ni uno solo con vida. Ni uno solo…
Se dejó caer al pie de la roca, apoyando de golpe la espalda en la piedra.
Caía la oscuridad, se levantó un viento del sur que arrancaba un intenso olor a la hierbabuena y al tomillo.
Pensó en aquella noche, en la noche en que el sargento Recep estuvo a punto de matar a los hijos de Abdi y justo cuando apretaba el gatillo Memed había golpeado su fusil y la bala había salido en otra dirección. Ninguno de los niños había muerto. ¿Y si los hubieran matado? ¿Qué pecado habían cometido ellos? Pero ¿y si de mayores se convertían en una plaga para el pueblo como lo había sido su padre? Bueno, ya se vería. Quizá no salieran al padre. Antiguamente se decía que el lobezno se convierte en lobo. Un refrán muy equivocado. Pensó en los viejos tiempos, en Abdi agá, en el sargento Asım y sobre todo en el capitán Faruk, el que había matado a Hatçe. Al nombrar al capitán Faruk se extendió como una red sobre su corazón, como un veneno en las entrañas. No pensaba marcharse de este mundo sin vengar la sangre de Hatçe con la muerte del capitán Faruk. «Dios, Gran Dios, no permitas que muera antes de haber matado a ese Faruk».
Se levantó y comenzó a bajar a trompicones hacia la aldea con andares de borracho. De repente, volvió a sentirse contento. «Este otoño volveré a la aldea —pensó—. Volveré el día en que los campesinos empiecen a labrar las tierras, y seré yo el primero que prenda fuego a los cardizales mientras se celebra la fiesta. Con la madre Hürü…». Según se acercaba a la aldea se iba impacientando cada vez más y el corazón le latía con más fuerza.
Se detuvo ante la puerta y de no haberse apoyado en el umbral, habría sido incapaz de sostenerse de pie y habría caído al suelo. Contuvo el aliento.
—¡Madre Hürü! ¡Madre Hürü! —llamó con voz quebrada.
La madre Hürü dormitaba en el interior, completamente sola. No pudo creer lo que oía, imaginó que se trataba de un sueño y volvió a cerrar el ojo que había abierto.
Memed pensó que quizá la madre Hürü lo creía muerto.
—¡Madre Hürü! ¡Madre Hürü!
De nuevo creyó la mujer que soñaba. Abrió un ojo y lo cerró de nuevo, murmurando una plegaria.
—¡Madre Hürü! ¡Madre Hürü, soy yo, yo! He vuelto.
Dios, Dios, aquello no parecía un sueño. La voz procedía del otro lado de la puerta y se parecía mucho a la de Memed. Pero ¿cómo era posible?
—¡Madre Hürü! ¡Madre Hürü!
«Salgamos y miremos la puerta». Se levantó adormilada, cogió una antorcha de pino y llegó hasta la puerta.
—¿Quién es? —preguntó con voz vacilante.
—Soy yo, madre —contestó Memed en voz baja, apenas audible—. Memed el Flaco. El hijo de Done. Abre la puerta.
La madre Hürü descorrió el pasador y la puerta se abrió. El que estaba inmóvil en el umbral era Memed. A la mujer se le secó la boca y no pudo pronunciar ni una sola palabra. Durante un rato permanecieron así, frente a frente, mirándose. Luego Memed la tomó del brazo y la condujo al interior. Colocó la antorcha de pino en un hueco en la pared e hizo que Hürü se sentara en un diván cercano. Guardaron silencio durante largo rato. Después, la madre Hürü pareció recobrarse de la impresión.
—Bienvenido, hijo mío, mi Memed —dijo con voz grave—. Menos mal que has venido. Ya te dábamos por perdido, creíamos que te habías unido a los que ya han desaparecido. Bienvenido, hijo, me alegro de verte. El pueblo está lleno de policías.
—Lo sé.
—¿Te ha visto alguien cuando entrabas en el pueblo?
—Un niño.
Justo en ese momento comenzaron a llegar sonidos de disparos desde el pie de la roca alta.
—Me disparan a mí, madre. El niño me vio en la peña alta y…
La madre Hürü sonrió.
—¡Que sigan disparando! ¡Que gasten en vano las municiones de este Gobierno infiel, de los agás! ¡Que las gasten y ya veremos!
Memed también sonrió.
Le hubiese gustado preguntarle muchas cosas a la madre Hürü pero, por alguna extraña razón, sentía como un nudo en la garganta. ¿Dónde estaba el tío Ali el Rancio? ¿Adónde había ido? ¿Acaso se había muerto? En ese caso, ¿por qué la madre Hürü no llevaba el pañuelo negro en la cabeza? ¿Habían seguido quemando los cardizales todos los años? ¿Habían sembrado y segado sus campos desde aquel día sin que nadie se entrometiera? No le salían las preguntas. A Memed lo aterraba que hubiera ocurrido algo malo y no se atrevía a interrogar. Podría haber estado allí un mes, podría haberse quedado todo un mes mirando a la madre Hürü con ojos inquisitivos, y no habría podido plantearle ni una sola cuestión.
La madre Hürü entendió la expresión de aquellos ojos impacientes, pero no se decidía a darle las malas noticias. «El pobre ya está destrozado, hundido, al cabo de sus fuerzas —se decía—. Mataron a su madre, mataron a su novia, ni siquiera pudo abrazar a su único hijo, que nadie sabe dónde está. ¿Cómo quedaría el pobre muchacho si oyera todas las malas noticias? ¿Qué sería del pobre muchacho, Hürü?».
Qué triste y desesperado estaba. Sería inhumano no contárselo. «Fijaos en él, mirad esa cara, pero si parece un niño pequeño al que le han retirado la teta de la boca, está a punto de llorar sorbiéndose los mocos.
»Yo te lo diré, hijo mío, yo te lo diré. El corazón de esta Hürü se ha vuelto de hierro y piedra. Yo te lo diré, hijo, te lo diré. Si sólo hubiera sido de hierro no habría podido soportar lo que ha pasado, me habría fundido. Me convertí en piedra y aguanté. ¿Cómo podrás soportar tú tanto dolor, tantas desgracias? ¿Cómo, cómo? ¡Ojalá no hubieras vuelto, hijo mío! Te fuiste sano y salvo, desapareciste de la aldea como pasa un nubarrón. ¿Por qué has vuelto, hijo mío? Algunos creen que te has unido a los Cuarenta Santos. Hay quien dice que has ido junto a Mustafa Kemal y que te has convertido en su comandante en jefe. Otros aseguran que te has transformado en un enorme pájaro, que vas cada noche a la tumba de tu madre, que cantas hasta el amanecer junto a la tumba de Done y que rezas en la lengua de los pájaros. También junto a la tumba de Hatçe… ¿Cómo has podido soportar lo que les hicieron a tu madre, a la bella Done, a la bella Hatçe, mi Memed? ¿Para qué has vuelto, hijo? ¿Cómo te podré contar todo lo que ha ocurrido? Mira mi cabello, ¿queda un solo pelo negro? Mira mi cara, ¿queda algún lugar sin arrugas, por pequeño que sea? ¿Era yo así cuando tú te fuiste, mi Memed?».
Siguió con la mirada fija en la cara de Memed, diciéndose todo esto, como si el joven pudiera oír todo lo que pasaba por su mente. Gesticulaba, fruncía el ceño, después su expresión se volvía alegre y poco más tarde sombría.
«De todos modos, se lo van a contar —pensó—. Si ha sido capaz de soportar tanto dolor también aguantará esto. No es un niño, sino el gran Memed el Flaco».
Cuando se decidió a hablar comenzó con la letanía que desde hacía tanto tiempo contenía a duras penas. Lloraba y hablaba al mismo tiempo, rezando por los muertos, contándole todas sus desgracias. Acababa cada frase diciendo: «Si hubiera sido hierro me habría fundido, me convertí en piedra y aguanté». Lloró por Done, por Hatçe, por Ali el Rancio y por sus hijos, rezó por todos ellos.
Memed parecía una roca, un muro, escuchaba a la madre Hürü sin que en su cara se reflejara la menor emoción. Desde el exterior llegaba el sonido de los disparos, pero ellos parecían no oírlos.
La madre Hürü terminó de llorar y de lamentarse por los muertos, se secó los ojos, se limpió la nariz con el pañuelo que le cubría la cabeza y se puso en pie:
—¡Qué vergüenza, hijo! Al verte se me olvidó que vienes de lejos. Así se muera la desgraciada Hürü. He dejado que pases hambre.
Enseguida se fue y trajo un mantel que desplegó ante Memed. Era un mantel de algodón con bellos bordados. Le llevó un cuenco de yogur y otro de dulce melaza. También le sirvió algo de miel y de queso.
—Come, hijo. Perdona a la madre Hürü. Bien, ¿dónde has estado desde que desapareciste? ¿Adónde has ido?
Memed no respondió, sumido en sus pensamientos. Su cara tenía una expresión severa.
Tomó un trozo de pan, lo mojó primero en la melaza y luego en el yogur, se lo llevó a la boca, lo masticó y lo masticó, pero no podía tragarlo. No le pasaba por la garganta de ninguna manera. Ali el Rancio no había muerto, lo habían matado, aunque aún no sabía cómo había ocurrido. Todos los aldeanos se habían convertido en enemigos de Hürü porque les habían saqueado las casas. Eso decía el lamento, pero ¿quién las había saqueado?
Si no comía algo, la madre Hürü se entristecería. Lo masticó y, por fin, lo tragó con dificultad, pero le sobrevino un ataque de tos imparable. Cuando se le pasó, tomó la mano ardiente de la mujer.
—Madre, cuéntame lo que ha pasado. Por duro que sea, no queda más remedio que soportarlo. La comida no me pasa, perdona. Me comería tu pan aunque fuera veneno, pero no me pasa por la garganta. Discúlpame, madre, pero he sufrido tanto…
—Hijo mío, mi Memed —comenzó tranquila la madre Hürü, tan calmada como si nada hubiera ocurrido—. Cuando te fuiste de la aldea… La gente se alegró, pero luego empezó el miedo. No creían que Abdi hubiera muerto. Después nos enteramos de que era cierto, que una bala explosiva le había destrozado el corazón. La gente se alegró mucho. Más tarde se reunieron los habitantes de las cinco aldeas de la llanura de Dikenli. Celebraron una fiesta como no se había visto desde que el mundo es mundo. Las jovencitas se pusieron sus mejores galas.
Las viejas se ataron pañuelos blancos como la leche, como almáciga. Se tocaban los tambores a pares. Hasta el tío Ali el Rancio, olvidándose de su mala salud, participó en el baile. Un día, al amanecer, los vecinos de los cinco pueblos, hombres y mujeres, sanos y enfermos, niños y viejos, fuimos hasta el cardizal y le prendimos fuego. ¡Quien no haya probado tal alegría no sabe lo que es! Así pasaron un par de años. Había abundancia de todo. Aquel día, cuando prendimos fuego al cardizal, en la cumbre de la montaña de Ali estalló una bola de luz. La cumbre estuvo brillando durante tres noches, iluminando la oscuridad como en pleno día. La gente se alegró mucho. Pasó un año. Al comenzar el segundo se celebró una fiesta aún mayor, aún más alegre. El cardizal ardió mejor. En la cumbre de la montaña estalló una bola de luz aún más bella. Al tercer año. Una fiesta… Aún más espléndida y alegre que la del segundo… El tío Ali el Rancio bailaba, sabes que lo hacía muy bien, y a la vez sacudía la antorcha de pino que llevaba en la mano para pegarle fuego al cardizal. De repente, se oyeron a lo lejos tres disparos y todos nos volvimos a mirar en aquella dirección. Venía un jinete al galope, levantando polvo. Llegó y lo primero que hizo fue lanzar el caballo contra tu tío Ali el Rancio, que estaba junto a la pila de cardos. Ali cayó al suelo. El jinete hizo que su caballo lo pateara a conciencia. Tras él llegaron otros diez jinetes armados, que lanzaron los caballos contra la gente, disparando. Hubo muchos heridos. Murieron cinco pequeños, dos eran niñas. Tu tío Ali el Rancio murió dos días más tarde. Se acordó de ti: «Decidle a mi hijo que, aunque no acabara bien, hizo un buen trabajo. Hizo un buen trabajo». Y así, ese año no ardió el cardizal. Tampoco estalló una bola de luz en la cumbre de la montaña de Ali. Tu tío Ali el Rancio murió. En su agonía sólo se acordó de ti. ¿Quién era aquel jinete, lo sabes? ¿Te acuerdas de un tal Hamza el Calvo, Hamza el Calvo, el hermano de Abdi? Abdi lo expulsó de la aldea y él no se atrevió a volver a las montañas en vida de su hermano, el agá. ¿Te acuerdas de Hamza el Calvo, Memed?
—Me acuerdo, madre.
—Pues Hamza el Calvo se instaló en la aldea. Se trajo a sus hombres armados y también a muchos policías. Hamza el Calvo es aún peor que Abdi… Vino y se instaló en la aldea.
Sin darse un respiro la madre Hürü siguió contando con dramatismo todo lo que los aldeanos habían sufrido a manos de Hamza el Calvo y, de vez en cuando, se detenía para mirar largamente la cara de Memed.
A pesar de que Hamza el Calvo era el único hermano de Abdi por parte de padre y madre, éste lo odiaba tanto que a la edad de quince años lo expulsó de Değirmenoluk y le prohibió que regresara. En toda su vida Hamza el Calvo sólo volvió en una ocasión a la llanura de Dikenli, y fue apresado y llevado ante Abdi. El agá hizo que lo apalearan durante tres días y tres noches, que lo cargaran medio muerto en un caballo, que se lo llevaran fuera de Dikenli y que arrojaran allí a su hermano como si se tratara de un perro muerto. Tras aquella terrible paliza, Hamza el Calvo tardó en recuperarse. Durante un tiempo estuvo viviendo con los pastores nómadas que lo encontraron y curaron, y Juego trabajó de peón en una finca en Çukurova, cerca de Telkubbe. No era bajo ni enclenque como Abdi, sino un hombre alto, corpulento y muy fuerte. Cuando se enteró de la muerte de su hermano se alegró tanto que no supo qué hacer, se pasó tres días tambaleándose como un borracho por la finca y contándole a todo el que se encontrara que habían matado a su hermano. Luego se olvidó del hecho y continuó con su trabajo de peón.
Un día llegó a la finca desde la llanura de Dikenli un tal Pitirakoğlu con la intención de verlo. Era un hombre muy hablador.
—¡Mira que eres bobo! ¿No has oído que han matado a tu hermano? —le preguntó de sopetón.
—Sí, ya lo sé. Me alegro mucho de que se lo hayan cargado.
—Ya, no me extraña. ¿Sabes que los aldeanos se han repartido sus tierras?
—Pues sí.
—¿Y que cada año celebran una gran fiesta en la que incendian el cardizal?
—Sí.
—¿Y has oído hablar de la bola de luz que estalla en la cumbre de la montaña de Ali?
—También.
—¿Y que las dos mujeres de Abdi se han quedado viudas?
—Sí.
—Entonces ¿qué haces aquí trabajando de peón, tonto? —gritó Pitirakoğlu—. ¿Eres peón aquí pudiendo ser agá, sultán, en Dikenli? ¡Eres un estúpido!
Pitirakoğlu era un hombre muy viejo.
—Tienes razón —contestó Hamza el Calvo.
—Pues si tengo razón me darás un campo de regadío en el lugar que prefiera de Dikenli, en el que yo prefiera.
—Te lo daré.
Ese mismo día hicieron los preparativos. Con todo el dinero que había ahorrado trabajando de peón, Hamza el Calvo se compró un par de botas, unos buenos zaragüelles, una chaqueta y un sombrero, y alquiló un precioso y esbelto caballo de raza inglesa de cuatro años. Contrató a cinco o seis expresidiarios sin escrúpulos, y, conducidos por Pitirakoğlu, se dirigieron hacia la llanura de Dikenli. Allí esperaron varias semanas. Hamza el Calvo seguía los consejos de Pitirakoğlu al pie de la letra.
Cuando los campesinos fueran a prender fuego al cardizal… Entonces sí sabrían lo que es bueno. También recurriría a las autoridades. Pero eso sería más tarde.
Los campesinos no opusieron resistencia. Inclinaron la cerviz como corderos. Hubo muchos que incluso fueron a disculparse. Culpaban a Memed el Flaco. Maldecían los huesos de su padre.
Hamza el Calvo mandó llamar al imán de Göktefikli ese mismo día y se casó con las dos viudas de Abdi. Por la noche se acostó con una y al amanecer con la otra. Las mujeres quedaron extremadamente contentas de su nuevo esposo.
Luego trajo a los policías a la aldea. Cada día asaba corderos para los sargentos y los cabos, y les servía raki.
—Hijo mío, Memed, más vale que no te cuente lo que pasó a continuación, sería mejor que no lo supieras. Hamza el Calvo mandó el siguiente aviso a los campesinos: «Durante tres años habéis sembrado las tierras y cosechado sin entregarme la parte que me correspondía como señor. Durante tres años me llevaré todo lo que tengáis en vuestras casas». Con un sargento y diez policías pasó por la aldea, casa por casa, y se llevó todo lo que encontró, harina, trigo, manteca, caballos, vacas, asnos, y todo lo guardó en el granero de Abdi. Esos tres años los aldeanos pasaron hambre. Aullaban como lobos hambrientos. Los habitantes de los pueblos vecinos se enteraron de nuestra desgracia y nos trajeron uno o dos panes cada uno. Muchos se marcharon. Ese invierno murieron de hambre quince personas… ¿Viste a alguien por las calles cuando venías? Seguro que no, hijo, todos están medio desnudos… No se atreven a salir.
—¿Y Ali el Cojo? —preguntó Memed. Parecía haberse quedado sin voz.
—Ese se ha convertido en el perro de Hamza. Él fue quien llevó al granero todo lo que tenían los campesinos… ¿No te dije que lo mataras? ¿No te dije que le metieras esa enorme daga tuya en la barriga y lo mataras?
Memed se levantó tambaleándose, pálido como un muerto. Las piernas apenas lo sostenían y tuvo que apoyarse en un pilar. Salió dando tumbos. Bajó hacia la llanura de Dikenli como borracho, apretando los dientes, temblando como un poseso.
Las primeras luces de la mañana lo encontraron en medio de Dikenli, de pie, muy tieso, inmóvil, helado de frío. Estaba muy pálido, con semblante inexpresivo. Su sombra se extendía ante él, larguísima.
A mediodía Memed aún no se había movido, su sombra se había reducido a un círculo oscuro encharcado a sus pies. Pasó la tarde.
Cuando se fue, la madre Hürü salió tras él y comenzó a buscarlo. Hasta el amanecer no dejó sitio sin registrar en la pradera y siguió hasta después de que saliera el sol. A media tarde se le ocurrió buscar en la llanura. Miró y vio a Memed plantado en medio de los cardos.
Cayendo y levantándose, andando y corriendo, se llegó hasta él. Vio que Memed estaba agotado y que apretaba los dientes.
—Hijo mío, te he matado. Ven conmigo, rápido. Te van a descubrir los policías, te puede ver alguien.
Lo tomó del brazo, lo arrastró hasta un arroyo que había cerca y lo recostó en un agnocasto. Le refrescó la cara con agua y le habló para intentar que se recuperara, bromeando y riendo. Poco después Memed volvió en sí.
—Madre, madre bonita, la más valiente de las madres. Os he hecho mucho daño. —Cogió la mano de Hürü, se la llevó a los labios y la besó. Luego sonrió—. Madre, dile a Ali el Cojo que venga.
La madre Hürü quiso protestar, pero abandonó la idea.
—Bien, hijo —dijo inclinando la cabeza—. Iré ahora y te lo enviaré esta noche. Te lo ruego, Memed, no confíes en ese infiel. Te traerá problemas. La aldea está llena de policías. Y él se lleva muy bien con esos perros y con Hamza el Calvo. Te lo ruego, ten cuidado… Sólo me quedas tú…
«Si hubiera sido hierro me habría podrido, me convertí en tierra y aguanté… Me convertí en tierra, tierra, tierra, y aguanté».