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Resplandor que se vería, si el hombre fuese transparente

¡Qué! Aquella mujer, aquella extravagante, aquella lúbrica soñadora, aquella desvergüenza con corona de princesa, aquella dama por orgullo a quien nadie ha cogido aún tal vez, por falta de una casualidad; aquella bastarda de un rey canalla que no había tenido el talento de mantenerse en su sitio; duquesa de chiripa, que, siendo gran señora, se daba aires de diosa y que a ser pobre habría sido una cualquiera, aquella casi lady, aquella ladrona de los bienes de un proscripto, aquella altanera vagabunda, porque un día él, Barkilphedro, no tenía de qué comer, y carecía de asilo, había tenido el descaro de hacerle sentar en su casa a la punta de una mesa, y de meterle en un agujero cualquiera de su insoportable palacio; ¿dónde? no le hace. Tal vez en el granero, acaso en la bodega, ¡algo mejor que los criados, algo peor que los caballos! Había abusado de su miseria, de Barkilphedro, para apresurarse a prestarle traidoramente un servicio, que es lo que hacen los ricos para humillar a los pobres, y para adherírselos como perros que se llevan atraillados. Y además, ¿qué le costaba ese servicio? Un servicio vale lo que cuesta. Ella tenía dinero de sobra en su casa. ¡Ayudar a Barkilphedro! ¡Vaya un esfuerzo! ¿Había comido una, cucharada de menos de sopa de tortuga? ¿Habíase privado de algo en el aborrecible desbordamiento de su superfluo? No. A ese superfluo le había añadido una vanidad, un objeto de lujo, una buena acción a manera de sortija puesta en el dedo, un hombre de talento socorrido, un clérigo patrocinado. Ella podía darse tono diciendo: «Prodigo beneficios, doy de comer a hombres de letras, soy su protectora, ¡Qué suerte la de ese miserable en haberme encontrado! ¡Cuán amiga soy de las artes!».

Y todo por haber preparado un catre de tijera en un mal chiribitil. Respecto a la plaza en el almirantazgo, Barkilphedro la había recibido de Josiana. ¡Digo! ¡Bonito empleo! Josiana había hecho a Barkilphedro lo que era. Le había creado, sea. Menos que nada. Porque en aquel empleo encontrábase él ridículo, humillado, aniquilado y desfigurado. ¿Qué le debía a Josiana? El reconocimiento que un jorobado le debe a su madre, por haberle hecho deforme. Y el hombre de talento, Barkilphedro, veíase obligado a ponerse en fila en las escaleras, a saludar a los lacayos, a subir por la noche un sin fin de pisos, y a ser cortés, solícito, gracioso, deferente, agradable, ¡y a tener siempre en el hocico una respetuosa mueca! ¿Y no hay de qué rechinar de rabia? ¡Y durante ese tiempo, ella se ponía perlas en el cuello y tomaba posturas de enamorada con su imbécil lord David Dirriy-Moir! ¡Bribona!

Jamás os dejéis prestar servicios. Se abusará de ellos. No os dejéis coger en flagrante delito de inanición. Os olvidarían. Porque carecía él de pan, aquella mujer había encontrado el pretexto suficiente para darle de comer. Desde aquel momento, era su criado. Un decaimiento de estómago, y quedáis encadenado para toda la vida. Estar obligado, es ser explotado. Los felices, los poderosos, se aprovechan del momento en que tendéis la mano, para poneros un sueldo en ella, y desde el instante mismo en que tenéis la cobardía de haceros esclavo, y esclavo de la peor especie, esclavo de una caridad, esclavo forzado a amar, ¡qué infamia! ¡Qué falta de delicadeza! ¡Qué sorpresa para nuestra altivez! Y se acabó, ya estáis condenado, a perpetuidad, a hallar bueno a aquel hombre, a hallar hermosa a aquella mujer, a permanecer en la segunda fila del subalterno, a aprobar, a aplaudir, a admirar, a inelosar, a prosternaros, a endulzar vuestras palabras, cuando os roe la cólera, cuando masculláis gritos de furor, y cuando tenéis en vos más agitación salvaje y más amarga espuma que el océano.

Así es como los ricos hacen prisionero al pobre. Esa liga de la buena acción cometida sobre vosotros, os embrolla y os atasca para siempre.

Una limosna es irremediable; el reconocimiento es la parálisis. El beneficio tiene una adherencia viscosa y repugnante que os quita vuestros libres movimientos. Se han dicho los opulentos que sois su casa y os han comprado. ¿Por cuánto? por un hueso, que le han quitado a su perro para ofrecéroslo. Os han arrojado este hueso a la cara. Habéis sido apedreado y socorrido a la vez. Lo mismo da. ¿Habéis roído el hueso, sí o no? Habéis tenido también vuestra parte de nicho. Pues dad las gracias. Dadlas para siempre. Adorad a vuestros amos. Genuflexión indefinida. El beneficio implica un sobrentender de inferioridad aceptada por vos. Exigen que os juzguéis pobre diablo y que a ellos les juzguéis dioses. Vuestra disminución les aumenta. Vuestro encorvamiento los endereza. En el sonido de su voz hay una suave punta impertinente Sus acontecimientos de familia, casamientos, bautizos, etc., os interesan. Les nace un lobezno; bueno, compondréis un soneto. Sois poeta para ser vulgar. ¡Hay para hacer desplomarse los astros! Con un poco más, os harían usar sus zapatos viejos.

—¿Pero qué es eso, que tenéis en vuestra casa, querida? ¡Qué feo es! ¿Qué es ese hombre?

—No lo sé. Es un botarate a quien mantengo.

Así dialogan esas pavas sin bajar siquiera la voz. Las oís, y continuáis mecánicamente amable.

Por lo demás, si estáis enfermo, vuestros amos os envían el médico. No el suyo. A veces se enteran. No siendo de la misma especie que vos, y estando de su parte lo inaccesible, son afables. Su escarpadura les hace adorables. Saben que la llaneza es imposible. A fuerza de desdén, son atentos. En la mesa, os hacen una ligera seña con la cabeza. Alguna vez saben la ortografía de vuestro nombre. La única manera de haceros sentir que son vuestros protectores, es hollando sencillamente todo lo que tenéis de susceptible y de delicado. ¡Os tratan con bondad! ¿Puede haber más abominación?

Realmente, urgía castigar a Josiana. Había que hacerle saber con quién se las habla. ¡Ah, señores ricos! ¡Por qué no podéis consumirlo todo! porque la opulencia acabaría en una indigestión, atendida la pequeñez de vuestros estómagos que, en suma, son iguales a los nuestros, porque vale más distribuir los restos que perderlos, erigís en magnificencia ese cebo arrojado a los pobres. ¡Ah! nos dais pan, nos dais un asilo, nos dais ropas, nos dais un empleo, y lleváis la audacia, la locura, la crueldad, la inepcia y es absurdo hasta creer que os estamos obligados. Ese pan, es un pan de servidumbre; ese asilo, es un cuarto de criado; esas ropas, son una librea; ese empleo, es una irrisión pagada, es verdad, pero embrutecedora. ¡Ah! vosotros creéis tener el derecho de humillarnos con casa y manutención; os imagináis que somos vuestros deudores, y comáis con el agradecimiento. ¡Pues bien! vamos a destriparos, bella señora, vamos a devoraros viva, vamos a cortaros con los dientes las ligaduras del corazón.

¡Vaya con Josiana! ¿no era monstruoso? ¿qué mérito tenía ella? Había hecho esa obra maestra de venir al mundo en testimonio de la estupidez de su padre y de la vergüenza de su madre; nos dispensaba el obsequio de existir, y esta complacencia que tenía en ser un escándalo público, se la pagaban con millones; tenía tierras y castillos, cazaderos, lagos, bosques… ¿qué sé yo?… ¡y con esto se hacía la boba y la dedicaban versos! Y él, Barkilphedro, que había estudiado y trabajado, que se había metido voluminosos libros en el cerebro, que se había consumido entre los libracos y la ciencia, que poseía una inteligencia enorme, que mandaría admirablemente ejércitos, que escribiría tragedias como Otway y como Dryden, si quisiera; él que estaba formado para ser emperador, ¡habíase visto reducido a permitir que esa nadie le impidiese morirse de hambre! ¿Puede ir más lejos la usurpación de estos ricos, execrables escogidos al azar? Aparentar generosidad con nosotros, y protegernos, y sonreírnos, ¡a nosotros que beberíamos su sangre y nos lameríamos en seguida los labios! Que la baja cortesana tenga el odioso poder de ser bienhechora, y que el hombre superior pueda estar condenado a recoger los zoquetes que caen de tal mano; ¡qué inquietud tan horrorosa! ¡Y qué sociedad la que tiene por base, hasta tal punto, la desproporción y la injusticia! ¿No sería la hora de cogerlo todo por sus cuatro puntas y enviar confusamente al techo el mantel, el festín y la orgía, la embriaguez y la borrachera, los convidados y los que están de codos en la mesa, y los que están debajo a cuatro patas, los insolentes que dan, y los idiotas que aceptan, y lanzar al cielo toda la tierra? Entretanto, hundamos nuestras garras en Josiana.

Así discurría Barkilphedro. Esos eran los rugidos que guardaba en el alma. Costumbre es del envidioso la de absolverse, amalgamando en su agravio personal el mal público. Todas las formas salvajes de las pasiones odiosas, iban y venían en aquella inteligencia feroz. En el ángulo de los antiguos mapamundis del siglo XV, hállase un ancho espacio, vago, sin forma y sin nombre, donde están escritas estas tres palabras: Hic sunt leones. Ese sombrío rincón está también en el hombre. Las pasiones vagan y murmuran en alguna parte de nosotros, y también de algún lado obscuro de nuestra alma puede decirse: «Aquí hay leones».

Esa aglomeración de razonamientos fieros, ¿era absolutamente absurda? ¿Carecía eso de algún criterio? Hay que decir que no. Es aterrador el pensar que esa cosa que uno tiene en sí, el criterio, no es la justicia. El criterio es lo relativo. La justicia es lo absoluto. Reflexionad sobre la diferencia entre un juez y un hombre justo.

Los malvados maltratan con autoridad la conciencia. Existe una gimnasia de lo falso. Un sofista es un falsario, y a veces ese falsario brutaliza el buen sentido. Cierta lógica muy flexible, muy implacable y muy ágil, está al servicio del mal y sobresale en magullar la verdad en las tinieblas.

Lo aflictivo es que Barkilphedro presentaba un aborto. Emprendía un vasto trabajo y, en suma, lo tenía cuando menos por poco estrago. ¡Ser un hombre corrosivo, tener en sí una voluntad de acero, un odio de diamante, una ardiente curiosidad de la catástrofe, y no quemar nada, ni decapitar, ni exterminar! Ser lo que era, una fuerza devastadora, una animosidad voraz, un roedor del bien ajeno, haber sido creado (porque hay un creador), un Barkilphedro completo para dar sólo un mal capirotazo, ¿es posible? ¿Erraría su golpe? ¡ser un resorte para lanzar trozos de roca y soltar toda su apetecida presa para hacerle un chichón en la frente o un rasguño; realizar una tarea de Sísifo para un resultado de hormiga; sudar todo el odio casi para nada! ¡Poner en movimiento todos sus engranajes, hacer en la sombra un tráfago de máquina de Marly para conseguir pellizcar la punta de un dedillo rosado!

A Barkilphedro nada le habría hecho soltar su presa. Esperaba su hora. ¿Llegaría? No importa, él la esperaba. Cuando se es muy malo, interviene el amor propio. Abrir agujeros y minas a una fortuna cortesana, más alta que nosotros, minarlo a su costa, por subterráneo y oculto, es interesante. Uno se apasiona con tal juego. Uno se enamora de eso, como de un poema épico que se escribiera. Ser muy pequeño y atacar a uno muy grande, es una acción brillante. Es cosa preciosa ver la pulga y el león. La altiva fiera se siente picada, y muestra su enorme cólera contra el átomo. Encontrarse con un tigre, le molestaría menos. Y ved ahí cambiados los papeles. El león humillado tiene en su carne el dardo del insecto, y la pulga puede decir: «Tengo dentro de mí sangre de león».

Sin embargo, para el orgullo de Barkilphedro esos no eran más que paliativos a medias. Una cosa es molestar; pero es preferible dar tormento. A Barkilphedro le acusaba incesantemente un pensamiento desagradable; verosímilmente su mayor triunfo habría consistido en encontrar vilmente la epidermis de Josiana. ¿Qué más podía esperar él tan ínfimo, con ella tan radiante? Pero es un rasguño, para quien quisiera toda la púrpura de la desolladura viva, y los rugidos de la mujer más que desnuda, no teniendo ya ni siquiera la piel. Con tales aspiraciones, ¡cuán enojoso es verse impotente! ¡Ay! nada es perfecto.

En suma, se resignó. Viéndose impotente, soñaba tan sólo en la mitad de su sueño.

¡Qué hombre el que se venga de un bienhechor! Barkilphedro era ese coloso. Generalmente, la ingratitud es el olvido; en aquel ser privilegiado era el furor. El ingrato vulgar está lleno de ceniza. ¿De qué estaba lleno Barkilphedro? de una hornaza. Hornaza con muros de odio, de cólera, de silencio, de rencor, esperando para combustible a Josiana. Jamás hombre alguno había aborrecido hasta tal punto sin razón a una mujer. ¡Qué cosa tan terrible! Ella será su insomnio, su preocupación, su rabia.

Tal vez estaba algo enamorado de ella.