XI
Los Casquets

Era, en efecto, la Light-House[6] de los Casquets.

Un faro en el siglo XIX es un elevado cilindro conoide de mampostería, rematado por una máquina iluminadora totalmente científica. El faro de los Casquets, especialmente, es hoy una triple torre blanca con tres castillos de luz. Esas tres casas de luz evolucionan y giran sobre rodajes de relojería, con una precisión tal, que el oficial de servicio, que les observa desde el mar, da invariablemente diez pasos sobre el puente del buque durante la irradiación y veinticinco durante el eclipse. Todo está calculado en el plano focal y en la rotación del tambor octógono formado de ocho anchos lentes sencillos escalonados y teniendo encima y debajo sus dos series de anillos diópticos, engranaje algebraico, al abrigo de los vendavales y de los golpes de mar por dos cristales de un milímetro de espesor, que algunas veces rompen empero las águilas marinas que se les echan encima, colosales mariposas de esas gigantescas linternas. La obra que encierra, sostiene y engasta ese mecanismo, es matemática como él. Todo en él es sobrio, exacto, desnudo, correcto. Un faro es una cifra.

En el siglo XVII, un faro era una especie de penacho de la tierra a orillas del mar. La arquitectura de una torre de faro era magnifica y extravagante. Prodigábanse en ella los balcones, los balaustres, las torrecillas, las glorietas, las hornacinas y las veletas. No eran más que mascarones, estatuas, follajes, volutas, resaltos, figuras y figurillas, carteles con inscripciones. Pax in bello decía el faro de Eddystone; observemos de paso que esta declaración de paz no siempre desarmaba al Océano. Por lo demás, aquellas fábricas excesivas, presentaban por todas partes flanco a las borrascas, como esos generales demasiado aparatosos que en la batalla se atraen los golpes. Además de las fantasías de piedra, había las fantasías de hierro, de cobre y de madera. Las obras de cerrajería tenían relieves, las de carpintería embutidos. Por todos los perfiles del faro sobresalían empotrados en la pared entre los arabescos, objetos de toda especie, útiles e inútiles, cabrias, palancas, poleas, contrapesos, escalas, grúas y garfios de salvamento; en la techumbre, alrededor del hogar, delicadas obras de cerrajería sostenían enormes candeleras de hierro donde se colocaban trozos de cable rociados con resina, mechas que se empeñaban en arder y que ningún viento apagaba. Y de arriba abajo, la torre estaba complicada de banderas de mar, de banderolas, estandartes, pendones, flamulás que subían de asta en asta, de piso en piso, amalgamando todos los colores, todas las formas, todos los blasones, todas las señales, todas las turbulencias hasta la jaula de radiación del faro, y que en la tempestad formaban una alegre asonada de trapos en torno de aquel resplandor. Ese descaro de luz al borde del abismo, parecía un reto e inspiraba audacia a los náufragos. Mas el faro de los Casquets no era por aquel estilo.

Era en aquella época un sencillo y antiguo faro bárbaro tal como Enrique I lo había hecho construir después de la pérdida de la Blanca Nave, una hoguera flamígera bajo un enverjado de hierro en lo alto de un peñasco, un ascua detrás de una reja y una cabellera de llamas al aire.

El único perfeccionamiento que había tenido aquel faro, desde el siglo XII, era un fuelle de fragua puesta en movimiento por una cremallera con peso de piedra, que en 1610 había sido ajustada a la jaula. En esos antiguos faros, la suerte de las aves marinas era más trágica que en los actuales. Acudían a ellos, atraídas por la claridad, lanzábanse y caían en el brasero, donde se las veía saltar a manera de espectros negros agonizando en aquel infierno; y a veces volvían a caer fuera de la jaula roja sobre el peñasco, humeantes, cojas, ciegas, como moscas medio quemadas fuera de la luz de una lámpara.

Para un navío en maniobra, provisto de todos sus aparejos y manejable para el piloto, el faro de los Casquets es útil; da el alerta. Para un buque destartalado, es un aviso terrible. El casco, paralizado e inerte, sin resistencia contra la insensata ondulación del agua, sin defensa contra la presión del viento, pez sin aletas, pájaro sin alas, sólo puede ir a donde le lleva el viento. El faro le muestra el sitio supremo, señala el lugar de desaparición, alumbra la sepultura. Es la vela del sepulcro.

Nada hay más irónicamente trágico que alumbrar la abertura inexorable, que advertir lo inevitable.