V
Hardquanonne
Toda especie de tumescencias desfiguraba la niebla y se hinchaban a la vez en todos los puntos del horizonte como si unas bocas invisibles se entretuviesen en hinchar las nubes de la tempestad. El modelado de las nubes se movía nada tranquilizador. La nube azul ocupaba todo el fondo del cielo. La había lo mismo al Oeste que al Este.
Avanzaba contra la brisa. Estas contradicciones forman parte del viento.
El mar que, poco antes tenía escamas, tenía ahora una piel. Tal es ese dragón. No era ya cocodrilo, era boa; esa piel, plomiza y sucia, parecía espesa y se arrugaba sordamente En la superficie, se redondeaban para reventar luego, ampollas aisladas que parecían pústulas. La espuma semejaba lepra.
En aquel instante fue cuando la urca, divisada aún de lejos por el niño abandonado, encendió su farol.
Transcurrió un cuarto de hora.
El patrón buscó con la vista al doctor; mas éste ya se hallaba sobre el puente.
En cuanto el patrón le hubo dejado, el doctor encorvó bajo la escotilla su estatura poco cómoda, y entró en la despensa. Allí sentose junto al hornillo en un taburete, sacó del bolsillo un tintero de chagrín y una cartera de cordobán, extrajo de la cartera un pergamino en cuatro dobles, viejo, manchado y amarillo, lo desdobló, sacó una pluma del estuche de su tintero, colocó la cartera sobre sus rodillas, y el pergamino encima de la cartera y, en el reverso de ese pergamino, a la luz de la linterna que alumbraba al cocinero, se puso a escribir. Las sacudidas de las olas le molestaban.
El doctor escribió largo rato. Mientras escribía percibió la calabaza de aguardiente que el provenzal levantaba cada vez que añadía un pimiento al puchero, como si la consultase sobre su sazonamiento. Se fijó en ella el doctor, no porque fuere una botella de aguardiente, sino por un nombre que estaba trenzado en el envase, en junco rojo sobre fondo blanco. En la despensa, había claridad suficiente para poderlo leer. El doctor, interrumpiéndose, lo deletreó a media voz:
—Hardquanonne.
Después se dirigió al cocinero: —No me había fijado aún en esa calabaza. ¿Perteneció a Hardquanonne?
—Sí, a nuestro pobre camarada Hardquanonne, —contestó el cocinero.
—¿Al flamenco de Flandes que está prisionero en la torre de Chatham?
—Sí, es la suya, y él era amigo mío. La guardo en memoria suya ¿Cuándo le volveremos a ver?
El doctor volvió a ponerse a trazar penosamente líneas algo tortuosas sobre el pergamino. Evidentemente deseaba que aquello fuese muy legible. A pesar del temblor del barco y del de la edad, concluyó lo que quería escribir.
Ya era tiempo, porque sobrevino un golpe de mar. Una impetuosa oleada asaltó la urca y se percibió el comienzo de esa aterradora danza con que los buques acogen a la tormenta.
El doctor se puso en pie, aproximose al hornillo oponiendo prudentes genuflexiones de las rodillas a los embates de la marejada, secó como pudo al fuego las líneas que acababa de escribir, dobló y guardó en la cartera el pergamino, y guardó aquélla y el tintero en la faltriquera.
El hornillo no era una pieza menos ingeniosa del ajuar interior de la urca. Estaba bien aislado, y sin embargo la marmita oscilaba. El provenzal la vigilaba.
—Cena de pescado, —dijo.
—Para los peces, —contestó el doctor.
Y volvió a subir al puente.