V
Jacobo II toleró los comprachicos, por la sencilla razón de que se servia de ellos. Esto le acaeció a Topnenos más de una vez. No siempre se desdeña lo que se desprecia. Esta industria de abajo, acicate a veces excelente, para la industria de arriba llamada la política, tolerábase a regañadientes, mas no era perseguida. La ley cerraba un ojo, el rey abría el otro.
A veces el rey llegaba hasta confesar su complicidad. Ahí están las audacias del terrorismo monárquico. Al desfigurado se le flordelisaba; quitábasele la marca de Dios, y se le ponía la del rey. Jacobo Astley, caballero y baronet, señor de Melton, condestable en el condado de Norfolk, tuvo en su servidumbre un niño vendido, en cuya frente, el comisario vendedor había impreso con hierro candente una flor de lis. En ciertos casos si se tenía empeño en hacer constar, por una razón cualquiera, el origen de la posición nueva creada a un niño, empleábase este medio. Inglaterra nos ha dispensado siempre el honor de utilizar para estos usos la flor de lis.
Los comprachicos, con el matiz que separa una industria de un fanatismo, eran análogos a los estranguladores de la India; vivían asociados en el misterio. Acampaban en cualquier parte, graves, religiosos y sin tener parecido alguno con otros nómadas, e incapaces de robar. El pueblo los confundió por mucho tiempo y sin razón con los moriscos de España y los de China. Los moriscos de España eran monederos falsos; los de China, rateros. No se parecían a los comprachicos. Estos eran buenas gentes. Piénsese lo que se quiera, a veces eran sinceramente escrupulosos. Empujaban una puerta, entraban, concertaban un chico, pagaban y se lo llevaban. Y todo se hacía correctamente.
Procedían de todos los países. Bajo el nombre de comprachicos, fraternizaban ingleses, franceses, castellanos, alemanes e italianos. Una misma idea, una misma superstición, la explotación en común de un mismo oficio, forman esas fusiones. Los vascos dialogaban con los irlandeses: el vasco y el irlandés se comprenden, hablan la antigua jerga púnica; agregad a esto las relaciones intimas de la Irlanda católica con la católica España, relaciones tales que han acabado por hacer ahorcar en Londres a un casi rey de Irlanda, el lord Galo de Brandy, lo cual produjo el condado de Letrim.
Los comprachicos eran más bien una asociación que un pueblo, más bien un residuo que una asociación. Era toda la miseria del universo, teniendo por industria un crimen. Era una especie de pueblo arlequín, compuesto de todos los harapos. Afiliar un hombre era coser un pingajo.
Andar errante era la ley de existencia de los compra-chicos, Aparecer y desaparecer luego. El que no es más que tolerado, arraiga. Hasta en los reinos donde su industria era proveedora de las cortes, y en caso necesario, auxiliar del poder real, eran maltratados. Los reyes utilizaban su arte y enviaban a galeras a los artistas. Estas inconsecuencias, están arraigadas en el capricho real, porque así nos acomoda.
Piedra que se mueve e industria que da vueltas, no crían musgo. Los comprachicos era pobres. Tal vez, y hasta probablemente, sus jefes, que permanecían ignorados, los emprendedores al por mayor del comercio de niños, eran ricos. Después de dos siglos, seria aún difícil poner en claro este punto.
Hemos dicho ya que era una afiliación. Tenía sus leyes, su juramento y sus fórmulas. Tenía casi su cábala. Quien quisiese inquirir hoy extensamente sobre los comprachicos, no tendría más que ir a Vizcaya o Galicia. Como entre ellos había muchos vascos, en esas montañas es donde está su leyenda. Todavía hoy se habla de los comprachicos en Oyarzun, en Urbistardo, en Lezo, en Astigarraga. ¡Aguárdate, niño, que voy a llamar al comprachicos! es en ese país el grito de intimidación de las madres a sus hijos.
Los comprachicos, al igual de los tziganes y los gitanos se daban citas, de vez en cuando los jefes celebraban conferencias. En el siglo XVII, tenían cuatro puntos principales de reunión: uno en España, el desfiladero de Pancorbo; otro en Alemania, la meseta llamada de la Mala Mujer, cerca de Diekirch, donde hay dos bajo relieves que representan una mujer que tiene una cabeza, y un hombre que no la tiene; otro en Francia, la colina donde estaba la colosal estatua Massue-la-Promesse, en el antiguo bosque sagrado Baro Tesrona, cerca de Bourbonne-les Bains, y el último en Inglaterra, detrás del muro del jardín de Guillermo Chaloner, escudero de Gisbaovgh, en el Cleveland, en Forth.