IV
Preguntas
¿Qué era aquella especie de partida fugitiva que dejaba tras sí a aquel niño?
Aquellos evadidos ¿eran acaso comprachicos?
Más arriba se ha visto el detalle de las medidas tomadas por Guillermo III, y votadas en el Parlamento, contra los malhechores, hombres y mujeres, llamados comprachicos, comprapequeños, cheylas.
Hay legislaciones dispersadoras. Aquel estatuto, al caer sobre los comprachicos, determinó una fuga general, no sólo de los comprachicos, sino de los vagabundos de toda especie. Iban a quién se escaparla y se embarcaría más pronto. La mayoría de los comprachicos pasaron a España. Hemos dicho ya que muchos eran vascos.
Aquella ley protectora de la infancia tuvo un primer resultado extraño: un súbito abandono de niños. Aquel estatuto penal produjo inmediatamente una multitud de expósitos, es decir, huérfanos. Nada más fácil de comprender. Toda comitiva nómada que llevaba un niño era sospechosa; el solo hecho de la presencia del niño la denunciaba. «De seguro que son comprachicos». Tal era la primera idea del sheriff, del preboste o del condestable. De ahí, arrestos y averiguaciones. Gentes simplemente miserables, reducidas a divagar y mendigar, eran presa del terror de pasar por comprachicos, aun sin serlo; pero los débiles están poco tranquilos sobre los errores posibles de la justicia. Además, las familias vagabundas están habitualmente azoradas. Lo que se echaba en cara a los comprachicos, era la explotación de los niños ajenos. Pero las promiscuidades de la miseria y de la indigencia son tales, que a veces hubo de serles difícil a un padre y a una madre comprobar que su hijo era hijo suyo. «¿De dónde habéis sacado aquel niño?». ¿Cómo probar que Dios se lo dio? El niño convertíase en un peligro y se deshacían de él. Huir sólo era más fácil. El padre y la madre se decidían a perderle, ya en un bosque, ya en una playa, o ya en un pozo. Encontráronse niños ahogados en las cisternas.
Agréguese a eso que los comprachicos se veían perseguidos en toda Europa, como lo eran en Inglaterra. Se había iniciado un movimiento de persecución contra ellos. Nada mueve tanto ruido como un cascabel atado. Desde aquel momento, había emulación entre todas las policías para cogerlos, y no estaba menos al acecho el alguacil que el condestable. Veintitrés años atrás, podía leerse aun en una piedra de la puerta de Otero, una inscripción que no es traducible, porque el código en sus palabras desafía a la honestidad, donde se establece una importante diferencia penal por la unión entre los compradores y los ladrones de niños. He aquí la inscripción en castellano algo salvaje: «Aquí quedan las orejas de los comprachicos y las bolsas de los robaniños, mientras se van ellos al trabajo de mar». Como se ve, las orejas, etc., confiscadas, no impedían las galeras. De ahí un «sálvese el que pueda» entre los vagabundos. Partían aterrados y llegaban temblorosos. En todo el litoral de Europa, se vigilaban los arribados furtivos. Para una partida, embarcarse con un niño, era cosa imposible, porque desembarcar con un niño era peligroso. Perderle era más pronto hecho.
¿Por quién había sido rechazado el niño que acabamos de entrever en la penumbra de las soledades de Portland?
Según todas las apariencias, por unos comprachicos.