XV
Portentosum Mare
Entretanto, habíase dejado caer sobre aquellos infelices náufragos una condensación de niebla. No sabían donde estaban Apenas veían algunos cables en torno de la urca. A pesar de una verdadera pedrea de granizo que a todos les obligaba a bajar la cabeza, las mujeres se habían obstinado en no volver a bajar a la bodega. No hay desesperado que no quiera naufragar a la vista del cielo. Tan cerca de la muerte parece que un techo encima de la cabeza es un principio de ataúd.
Las olas, cada vez más hinchadas, burbujeaban. La turgescencia de las olas indica su compresión; en la niebla, ciertos resortes de agua, señalan un estrecho. En efecto, sin saberlo ellos, costeaban Aurigny. Entre Ortach y los Casquets, a Poniente y Aurigny a Levante, el mar se halla molesto y apretado, y ese estado difícil para el mar, determina localmente el estado de tempestad. El mar sufre como otra cosa cualquiera; y allí donde sufre, se irrita.
Aquel paso es temible. Y en aquel paso se hallaba la Matutina.
Imagínese el lector bajo el agua, una concha de tortuga grande como Hyde Parlk o como los Campos Elíseos, y cada una de cuyas estrías es un bajío y cada uno de cuyos bultos es un arrecife. Tal es la entrada de Aurigny por el Oeste. El mar cubre y oculta aquel aparato de naufragio. Encima de esta concha de rompientes submarinas, saltan y espumean las desmenuzadas olas. Cabrilleo en la calma: caos en la tormenta.
Esta nueva complicación notábanla los náufragos sin explicársela. De improviso la comprendieron. Prodújose en el cénit una pálida claridad, extendiose sobre el mar algo de esa palidez que desenmascaró a babor una larga barra de través al Oeste, hacia la cual se lanzaba, impeliendo el buque delante de sí, el empuje del viento. Aquella barra era Aurigny.
¿Qué era aquella barra? Los náufragos temblaron. Mucho más habrían temblado aun si una voz les hubiese contestado: Aurigny.
No existe otra isla defendida contra la arribada del hombre, como Aurigny. Tiene debajo del agua y fuera de ella una feroz guardia, de la cual es centinela el Ortach. Al Oeste Burhou Sauteriavex, Anfroque, Niangle, Fond du Croac, las Jumelles, la Grosse, la Clanque, los Eguillos, la Fosse-Maliére; al Este Jauquets, Hommeau, Floreau, la Brinebetais, la Queslingue, Croquelibou, la Fouerche, el Saut, Noire-Pute, Coupie, Orbue. ¿Qué son todos esos monstruos? ¿Son hidras? Sí, de la especie escollo. Uno de esos arrecifes se llama el But, como para significar que todo viaje acaba allí.
Esta reunión de escollos, simplificada por el agua y la noche, aparecíase a los náufragos bajo la forma de una simple faja obscura, especie de borrón negro en el horizonte.
El naufragio es lo ideal de la impotencia. Estar cerca de la tierra y no poder alcanzarla, flotar y no poder bogar, tener el pie encima de algo que parece sólido y es frágil, estar lleno de vida y lleno de muerte al mismo tiempo, ser prisionero de la inmensidad, estar emparedado entre el cielo y el océano, tener sobre sí lo infinito como calabozo, tener en torno de sí la inmensa evasión de los vientos y de las olas, y estar cogido, agarrotado, paralizado, esta postración asombra e indigna. Parece entreverse en ella el sarcasmo del combatiente inaccesible. Lo que os retiene es lo mismo que suelta a los pájaros y pone en libertad a los peces. Parece nada y es todo. Depéndese de ese aire que alteramos con nuestra boca, depéndese de esa agua que tomamos en el hueco de la mano.
Beber un vaso lleno de esa tempestad, no es más que un poco de amargura. Sorbo es náusea; ola es exterminio. El grano de arena en el desierto, el copo de espuma en el océano, son manifestaciones vertiginosas; la omnipotencia no se toma el trabajo de ocultar su átomo. Convierte en fuerza la debilidad, lleva con su todo la nada, y con lo infinitamente pequeño, aplasta lo infinitamente grande. Con gotas es como os pulveriza el océano. Uno se siente juguete de ellas ¡Juguete! Qué palabra más terrible.
La Matutina estaba algo más arriba de Aurigny, lo cual era favorable; pero derivaba hacia la punta Norte, lo cual era fatal. El cierzo Nordeste lanzaba el buque hacia el cabo septentrional. En esta punta, algo más acá del alza de' los Corclets, existe lo que los marinos de archipiélago normando llaman un «mono».
El mono cswinge es una corriente de la especie más furiosa. Una serie de embridas en los bajíos, produce en las olas una serie de torbellinos. Cuando el uno os suelta, os coge otro. Un buque, atrapado por el mono, gira así de espiral en espiral hasta que una roca aguda abre el casco. Entonces el buque averiado, se detiene, sale de las olas la popa, sumérgese la proa, el abismo concluye su tarea, extiéndese la popa y se vuelve a cerrar todo. Ensánchase y flota un charco de espuma, y en la superficie de las olas ya no se ve más que algunas burbujas acá y acullá, procedentes de las respiraciones ahogadas bajo el agua.
En toda la Mancha, los tres monos más peligrosos son el que está inmediato al famoso banco de Arena Girdler-Sans, el que está en Jersey entre el Pignonnet y la punta de Noirmont, y el de Aurigny.
Un piloto local, que hubiera estado a bordo de la Matutina, habría advertido a los náufragos aquel nuevo peligro. A falta de piloto, tenían el instinto; en las situaciones extremas hay siempre una segunda vista. Altas torsiones de espuma extendíanse a lo largo de la costa, en el frenético pillaje del viento. Era el salivazo del mono. Muchas barcas han vacilado en aquella emboscada. Sin saber lo que había allá se acercaban con terror.
¿Cómo doblar aquel cabo? No había medio. De la misma manera como habían visto surgir los Casquets y luego el Ortach, veían levantarse ahora la punta de Aurigny toda ella compuesta de roca. Eran como gigantes, apareciendo unos tras otros. Serie de aterradores duelos.
Caribdis y Scila no son más que dos; los Casquets, Ortach y Aurigny son tres.
El mismo fenómeno de invasión del horizonte por el escollo, reproducíase con la grandiosa monotonía del abismo. Las batallas del océano tienen, como los combates de Homero, esa sublime monotonía.
A medida que se acercaba cada ola, agregaba veinte codos al cabo horriblemente amplificado en la bruma. El descrecimiento de intervalos, parecía cada vez más irremediable. Tocaban a la orilla del mono. La primera ola que les cogiese, les arrastraría. Una nueva ola franqueada, y se acababa todo.
De repente, la urca fue rechazada hacia atrás como por el puñetazo de un titán. La ola se encabritó bajo el navío, y se retiró rechazando el casco en su crin de espuma. Bajo este impulso, la Matutina se separó de Aurigny y volvió e encontrarse en alta mar.
¿De dónde venía aquel socorro? Del viento.
El soplo de la tormenta acababa de cambiar. La ola les había hecho su juguete, ahora le tocaba al viento. Se había desprendido por sí mismo de los Casquets; mas frente al Ortach, la ola había hecho su papel; ante Aurigny fue el viento. De improviso había saltado del septentrión al mediodía.
La corriente es el viento en el agua; el viento, es la corriente en el aire; estas dos fuerzas acababan de compensarse, y el viento había tenido el capricho de arrebatar su presa a la corriente.
Las prontitudes del océano son obscuras. Son el perpetuo tal vez. Cuando se está a su merced, no se puede ni esperar ni desesperar. Hacen, y luego deshacen. El océano se divierte. Todos los matices de la ferocidad salvaje, están en aquel vasto y marrullero mar, que Juan Bart llamaba la «gran bestia». Es el zarpazo con los intervalos obligados de pata de terciopelo. A veces la tempestad enfrena el naufragio, a veces lo trabaja cuidadosamente, casi podría decirse que lo acaricia. El mar no lleva prisa. Los agonizantes se aperciben de ello.
A veces, digámoslo también, esos refinamientos en el suplicio, anuncian la libertad, Esos casos son raros. De todos modos, los agonizantes creen pronto en la salvación, la menor suspensión en las amenazas de la tormenta, les basta, afírmanse a sí mismos que están fuera de peligro, después de haberse creído sepultados, toman acta de su resurrección, aceptan febrilmente lo que no poseen todavía, todo lo que la mala suerte contenía está agotado, es evidente, decláranse satisfechos, están salvados, están en paz con Dios. No hay que apresurarse demasiado a dar tales propósitos a lo desconocido.
El Sudeste principió en torbellino. Los náufragos siempre tienen auxilios brutales. La Matutina fue impetuosamente arrastrada a alta mar por lo que le quedaba de aparejo como una muerta por los cabellos. El viento maltrataba a los que salvaba. Les servía con furor. Fue un auxilio despiadado. En ese empujón libertador, el barco acabó de dislocarse.
El barco se vio acribillado por un granizo grueso y duro. Aquellos granos rodaban como balas sobre el puente, a cada impulsión de las olas.
La urca, casi entre dos aguas, perdía toda su forma en aquellos rebotes de las olas, y los desbordamientos de la espuma. En el buque cada cual pensaba en sí mismo. Amurrábase el que podía. Después de cada golpe de mar, tenían la sorpresa de volverse a encontrar todos. Algunos tenían desgarrado el rostro por las astillas.
Afortunadamente la desesperación tiene buenos puños. Una mano de niño en el terror aprieta como la de un gigante. La angustia forma una tenaza con dedos de mujer. Una joven miedosa hundiría sus rosadas uñas en el hierro. Agarrábanse, aguantábanse y retenían. Más todas las olas les traían el temor de ser barridos. De improviso se vieron aliviados.