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El salvajismo de la tempestad
Entre tanto el patrón había cogido su bocina.
— ¡Cargadlo todo hombres![5]. Desatracad las escotas, halad las cargaderas, aconchad las estagas y las bigotas de los velachos. Viremos al Oeste. Volvamos a coger mar. Proa a la boya. Proa a la campana. Allá bajo hay mar. No está perdido todo.
—Probadlo, —dijo el doctor.
Digamos aquí, de paso, que esta boya con campana, especie de campanario del mar, fue suprimida en 1802. Navegantes muy viejos recuerdan haberla oído. Avisaba, pero algo tarde.
La orden del patrón fue obedecida. El del Languedoc hizo de tercer marinero. Todos ayudaron. Hízose mejor que cargar, las velas fueron aferradas; cincháronse todos los envergues, anudáronse los carga-puentes, los carga-fondos y los carga-bolinas, pusiéronse quinales en las cuadernas, pudiendo así servir de obenques atravesados; engimelgóse el palo mayor; claváronse los manteletes de la porta de batería, lo cual es una manera de cerrar el barco. La maniobra, aun cuando ejecutada en tan crítica situación, no fue menos precisa. La urca quedó puesta en el más simple estado, más a medida que la embarcación, amainando telas, se achicaba, arreciaban sobre él la violencia del aire y del agua. La altura de las olas alcanzaba casi la dimensión polar.
El huracán, como verdugo que lleva prisa, púsose a descuartizar el buque. En un abrir y cerrar de ojos, aquello fue una destrucción aterradora, las gavias desrelingadas, los tablones de cubierta barridos, las porteleras desencajadas, los obenques deshilachados, el palo roto, todo lo destrozado volando hecho astillas. Los cables mayores cedieron a pesar de tener cuatro brazas de entalingadura.
La tensión magnética, propia de las tormentas de nieve, ayudaba al rompimiento de las jarcias. Rompíanse lo mismo bajo el efluvio que bajo el viento. Varias cadenas salidas de sus poleas no maniobraban ya.
En la proa las quijadas de montón, doblábanse a impulso de presiones excesivas Una ola se llevó la brújula con su bitácora. Otra ola se llevó la canoa, amarrada a guisa de maleta al bauprés, según la extraña costumbre asturiana. Otra ola se llevó la verga cebadera y otra arrastró la Virgen de proa y el fanal. No quedaba más que el timón.
Substituyóse el fanal por una enorme granada de brulote llena de estopa ardiente y de alquitrán encendido que se colgó de la rada. El palo, partido en dos, erizado de harapos flotantes, de cuerdas, de trozos de cuadernales y de vergas, invadía el puente. Al caer había roto un lienzo de la banda de estribor.
El patrón, sin abandonar el timón, gritó:
—Mientras podamos gobernar, nada se ha perdido. Las obras vivas se aguantan. ¡Hachas! ¡hachas! ¡El palo al mar! ¡Limpiad el puente!
Tripulación y pasajeros tenían la fiebre de los combates supremos. Aquello fue cuestión de unos cuantos hachazos. Alzose el palo por encima de la borda y el puente quedó desembarazado.
—Ahora, —repuso el patrón—, tomad una driza y amarradme al timón.
Atósele al timón.
Mientras se le ataba, él reía, gritándole al mar:
—¡Muge, vieja, muge! Peores he visto en el cabo Machichaco.
Y cuando estuvo amarrado, empuñó el timón con ambas manos con esa singular alegría que da el peligro.
—Todo está bien, camaradas. ¡Viva Nuestra Señora de Blugosa! ¡Orza al Oeste!
Vino una colosal ola de través, que fue a estrellarse en la popa. En las tempestades, hay siempre una especie de ola tigre, ola feroz y definitiva, que llega a punto fijo. Se arrastra algún tiempo como a gatas sobre el mar, bota después, ruge, rechina, cae sobre el barco perdido y lo despedaza. Un abismo de espuma cubrió toda la popa de la Matutina, oyose en aquella confusión de agua y de noche una dislocación. Cuando se disipó la espuma, cuando la popa reapareció, ya no había ni patrón ni gobernalle. Todo había sido arrancado. El timón y el hombre a quien se acababa de atar a él, se habían ido con la ola en la furiosa colisión de la tempestad.
El jefe de la partida miró con fijeza 1a, sombra y gritó:
—¿Te burlas de nosotros?
A este grito de rebelión, siguió otro grito.
—¡Echemos el ancla! ¡Salvemos al patrón!
Corriose al cabrestante, aflojóse el ancla. Las urcas no tenían más que una. Esto sólo servía para perderla. El fondo era de roca viva y la marejada espantosa. El cable se quebró como un cabello.
El áncora quedó en el fondo del mar.
Del tajamar, quedaba únicamente el ángel que miraba con su anteojo.
Desde aquel momento la urca no fue más que un resto de barco. La Matutina estaba desembarada sin remedio. Aquel buque poco arresalado y casi terrible en su carrera, era impotente ahora. Ni una maniobra que no estuviese truncada y desarticulada. Obedecía, aniquilado y pasivo, a las extrañas furias de la flotación. Eso de que en unos cuantos minutos, donde había un águila, haya un reptil, únicamente se ve en el mar.
Los resoplidos del espacio eran cada vez más monstruosos. La tempestad es un pulmón aterrador que agrega sin cesar lúgubres agravaciones a lo que ya no tiene matiz, a lo negro. La campana del centro del mar tocaba desesperadamente, como sacudida por una mano feroz.
La Matutina era juguete de las olas; un tapón de corcho tiene esas ondulaciones; ya no bogaba, sobrenadaba; parecía dispuesta a cada instante a ponerse de quilla al aire, pronta a ponerse panza al aire como un pez muerto. Lo que la salvaba de esta perdición, era la buena conservación del casco, perfectamente estañado. Ninguna hilada de tablas había cedido bajo la flotación. No había ni hendidura ni resquebrajadura, y ni una gota de agua entraba en la cala. Esto fue una suerte, porque había sufrido una avería la bomba y la había puesto fuera de servicio.
La urca danzaba siniestramente en la angustia de su desastre. El puente tenía las convulsiones de un diafragma que trata de vomitar. Habríase dicho que hacía esfuerzos para rechazar a los náufragos. Estos, inertes, se agarraban a la obra muerta, al bordaje, a la traviesa, a la baza de la uña del ancla, a las garcetas, a las roturas de la tablonería del forro del fondo, cuyos clavos les desgarraban las manos, a las bulárcamas desencajadas, a todos los miserables relieves de la ruina. A intervalos, prestaban oído. El sonido de la campana iba debilitándose. Hubieran dicho que también ella agonizaba. Su tañido no era más que un estertor intermitente. Después se extinguió este estertor. ¿Dónde estaban? ¿A qué distancia se hallaban de la boya? El sonido de la campana les había asustado, su silencio les aterró. El cierzo les hacía seguir acaso un camino irreparable. Sentíanse arrastrados por una frenética reacción. El bastimento corría en la obscuridad. Nada más terrible que una velocidad ciega. Sentían el precipicio delante de ellos, debajo de ellos y encima de ellos. No era ya una carrera, era una caída.
Bruscamente, en el enorme tumulto de la cerrazón de nieve, apareció una luz roja.
—¡Un faro! —gritaron los náufragos.