XVIII
El recurso supremo

El buque, aligerado, se hundía algo menos, pero seguía hundiéndose. Aquella desesperada situación, no tenía ya ni remedio, ni paliativo. Habíase agotado el último recurso.

—¿Hay algo más que echar al agua? —gritó el jefe.

El doctor, de quien nadie se acordaba ya, salió de un rincón de la toldilla, y dijo:

—Si.

—¿Qué? —preguntó el jefe.

—Nuestro crimen, —contestó el doctor. Prodújose un estremecimiento general y gritaron todos—: Amén.

—De rodillas, —dijo el doctor, pálido y en pie, alzando un dedo hacia el cielo.

Todos vacilaron, lo cual era el principio del cumplimiento de aquella orden.

—Arrojemos al mar nuestros crímenes, —repuso el doctor—; ellos pesan sobre nosotros. Eso es lo que hunde el buque. No pensemos ya en el salvamento, pensemos en la salvación. Nuestro último crimen sobre todo, el que hemos cometido, o por mejor decir, completado hace poco, miserables que me escucháis, nos aterra. Es una impía insolencia tentar al abismo cuando se tiene tras de sí la intención de un asesinato. Lo que se ha hecho contra un niño, se ha hecho contra Dios. Era preciso embarcarnos, ya lo sé, pero era la perdición cierta. La tempestad ha venido avisada por la sombra de nuestra vituperable acción. Está bien. Por lo demás nada os pese. A corta distancia de nosotros, en esta obscuridad, tenemos las arenas de Vauville y el cabo de la Hougue. Estamos en Francia. No había más que un abrigo posible, España. Francia no es menos peligrosa para nosotros que Inglaterra. Libres del mar, habríamos ido a parar a la horca. No teníamos otra alternativa que morir ahorcados o ahogados. Dios ha escogido por nosotros. Démosle gracias. Nos concede la tumba que lava. Hermanos míos, ahí está lo inevitable. Pensad que nosotros somos quienes hace poco hemos hecho lo posible para mandar allá arriba a alguien, a ese niño, y que en este mismo momento, en el instante en que estoy hablando, hay tal vez encima de nuestras cabezas un alma que nos acusa ante un juez que nos mira. Aprovechemos el aplazamiento supremo. Esforcémonos, si es posible aún, en reparar en todo lo que dependa de nosotros, el mal que hemos hecho. Si el niño nos sobrevive, acudamos en su ayuda. Si muere, procuremos que nos perdone. Quitémonos de encima nuestro crimen. Descarguemos de este peso nuestras conciencias. Procuremos cenizas al mar, no se vean engullidas ante Dios, porque este es el naufragio terrible. Los cuerpos van a los peces, las almas a los demonios. Compadeceos de vosotros. ¡De rodillas os digo! El arrepentimiento es la nave que nunca se sumerge. ¿Creéis que no tenéis brújula? Os equivocáis. Tenéis la oración.

Aquellos lobos se convirtieron en corderos. Estas transformaciones se ven en la angustia. Acaece que los tigres lamen el crucifijo. Cuando se entreabre la sombría puerta, es difícil creer, no creer es imposible. Por imperfectas que sean las diversas tentativas de religiones hechas por el hombre, aun cuando la creencia es informe, aun cuando el contorno del dogma no se adapte a la entrevista eternidad, en el instante supremo, él alma se estremece. Algo empieza después de la vida. Esta presión se sobrepone a la agonía.

La agonía es un convencimiento, En aquel segundo fatal, se siente sobre sí la responsabilidad difusa. Lo que ha sido complica lo que será. Vuelve lo pasado y penetra en el porvenir. Lo conocido se convierte en abismo, lo propio en lo desconocido, y esos dos precipicios, el uno donde tenemos nuestras faltas y el otro donde tenemos nuestras esperanzas confunden su reverberación. Esta confusión de los dos abismos, es lo que aterra a los moribundos.

Los náufragos habían gastado sus restos de esperanza del lado de la vida. Por esto se volvieron hacia el otro lado. Ya solo les quedaba probabilidades en esta sombra. Así lo comprendieron. Fue una lúgubre alegría seguida inmediatamente de una recaída de horror. Lo que se comprende en la agonía, se parece a lo que se distingue en la exhalación. Todo, y luego nada. Se ve y se deja de ver. Después de la muerte, volverán a abrirse los ojos y lo que fue una exhalación, se convertirá en un sol.

—¡Tú! ¡Tú!, —gritaron al doctor—, no hay más que tú. Te obedeceremos. ¿Qué se tiene que hacer? ¡Habla!

—Trátase, —contestó el doctor—, de pasar por encima del precipicio desconocido y de alcanzar la otra orilla de la vida, que está más allá de la tumba. Siendo el que sé más cosas, soy el que más en peligro estoy entre vosotros. Hacéis bien en dejar la elección del puente al que lleva el fardo más pesado. La ciencia pesa sobre la conciencia. ¿Cuánto tiempo nos queda aún?

Galdeazun observó el calado y contestó:

—Poco más de un cuarto de hora.

—Bien, —repuso el doctor.

El techo, bajo la toldilla donde se apoyaba, formaba una especie de mesa. El doctor sacó del bolsillo su tintero, su pluma y su cartera, de la cual extrajo un pergamino, el mismo en cuyo reverso había estado escribiendo, algunas horas antes, una veintena de líneas tortuosas y apretadas.

—¡Luz! —dijo.

La nieve que caía como la espuma de una catarata, había apagado las antorchas una tras otra. Una sola quedaba. Ave-María la sacó de su sitio, y fue a colocarse de pie, sosteniéndola, al lado del doctor. Volvió éste a guardar su cartera en el bolsillo, colocó encima de la toldilla la pluma y el tintero, desdobló el pergamino, y dijo:

—Escuchad.

Entonces en medio del mar, encima de aquel pontón inseguro, especie de trémula tabla de la tumba, empezó con suma gravedad una lectura que toda la sombra parecía escuchar. Todos aquellos condenados inclinaban la cabeza en torno de él. Los reflejos de la antorcha acentuaban su palidez. Lo que el doctor leía estaba escrito en inglés. A intervalos, cuando una de aquellas lamentables miradas parecía pedir una aclaración, el doctor, se interrumpía y repetía ya en francés, ya en español, en vasco o en italiano, el pasaje que acababa de leer. Oíanse ahogados sollozos y golpes sordos de pecho. El buque seguía hundiéndose.

Terminada la lectura, el doctor colocó el pergamino extendido encima de la toldilla, cogió la pluma, y firmó en un margen blanco dispuesto al pie de lo que había escrito: DOCTOR GERHARDUS GEESTEMUNDE.

Después, volviéndose hacia los otros, dijo:

—Venid y firmad.

La vizcaína se acercó, cogió la pluma y firmó: ASUNCIÓN.

Pasó la pluma a la irlandesa quien, no sabiendo escribir, hizo una cruz. Al lado de esta cruz el doctor escribió BÁRBARA FERMOY, de la isla Tyrryf en las Hébridas.

Después tendió la pluma al jefe de la partida. Este firmó: GÁIZDORRA.

El genovés firmó debajo del jefe: GIANGIRATE.

El de Languedoc firmó: Jacques Quatourze, llamado el NARBONÉS.

El provenzal firmó: QUC-PIERRE CAPGAROUPE, del presidio de Mahón.

Debajo de estas firmas, el doctor escribió esta nota:

«De tres hombres de tripulación, habiendo sido arrebatado el patrón por un golpe de mar, quedan solamente dos, y han firmado.

Los dos marineros pusieron sus nombres debajo de esta nota. El vasco del Norte firmó GALDEAZUN, y el vasco del Sud firmó AVE MARÍA.

—Capgaroupe, —dijo después el doctor.

—Presente, —contestó el provenzal.

—¿Tienes la calabaza de Hardquanonne?

—Sí.

—Dámela.

Capgaroupe bebióse el último trago de aguardiente y tendió la calabaza al doctor.

La creciente interior del agua se agravaba. El buque penetraba cada vez más en el mar. Los bordes del puente formando plano inclinado, estaban cubiertos de una delgada plancha rojiza que iba creciendo.

Todos se habían agrupado en el arrufo del barco.

El doctor secó la tinta de las firmas acercándolo a la antorcha, dobló el pergamino en pliegues más estrechos que el diámetro del gollete, y lo introdujo en la calabaza.

—¡El tapón! —gritó.

—No sé dónde está, —contestó Capgaroupe.

—Ahí tenéis un cabo de cable, —dijo Quatourze.

El doctor tapó la calabaza con aquel trozo de cable y dijo:

—Venga brea.

Galdeazun fue a proa, cogió un puñado de estopa en la granada de brulote que se apagaba, la desenganchó del branque y la llevó al doctor medio llena de brea hirviendo.

El doctor sumergió el gollete de la calabaza en la brea, y lo retiró luego. La calabaza que contenía el pergamino firmado por todos, estaba tapada y embreada.

—Ya está, —dijo el doctor.

Y de todas aquellas bocas, salió vagamente articulado en todas las lenguas el lúgubre rumor de las catacumbas:

—Ainsisoitil. —Así sea—. ¡Mea culpa! —Así sea—. ¡Aro rait! —Amén.

Parecía oírse dispersar en las nieblas, ante la espantosa negativa celeste de oirías, las sombrías voces de Babel.

El doctor volvió la espalda a todos sus compañeros de crimen y de desventura, y dio algunos pasos hacia el bordaje, y llegando al borde del buque, miró en lo infinito, y murmuró en inglés con profundo acento:

—¿Estás cerca de mi?

Probablemente se dirigía a algún espectro. El bastimento se iba hundiendo.

Detrás del doctor todos estaban rezando. La oración es una fuerza mayor. No se inclinaban, se doblegaban. En su contrición había algo de involuntario. Doblábanse como se dobla una vela a la cual falta la brisa y aquel huraño grupo iba tomando poco a poco por la unión de las manos y el abatimiento de las frentes, la actitud, diversa, pero anonadada, de la confianza desesperada en Dios. Un inconcebible y venerable reflejo procedente del abismo, bosquejábase en aquellos malvados rostros.

El doctor volvió hacia ellos. Fuese cual fuese su pasado, aquel anciano era grande en presencia del desenlace. La vasta reticencia que le rodeaba, preocupábale sin desconcertarle. Era hombre a quien no se coge desprevenido. Había en él un horror tranquilo. En su rostro aparecía la majestad de Dios. Aquel criminal envejecido y pensativo, tenía, sin darse cuenta de ello, la postura de un pontífice.

—Poned atención, —dijo.

Contempló por un momento la inmensidad que le rodeaba, y añadió:

—Ahora vamos a morir.

Después cogió la antorcha de manos de Ave-María y la sacudió. De ella se desprendió una llama que desapareció en las tinieblas. Luego el doctor arrojó la antorcha al mar. Apagóse ésta, desvanecióse toda claridad. Ya no hubo más que la inmensa sombra desconocida. Fue algo parecido a la tumba que se cierra. En medio de aquel eclipse, oyose al doctor que decía:

—Recemos.

Todos se pusieron de rodillas. No era ya en la nieve, era en el agua donde se arrodillaban. Ya sólo les quedaban unos minutos.

Únicamente el doctor había quedado de pie. Los copos de nieve, al posarse encima de él, le tachonaban de lágrimas blancas y le hacían visible sobre aquel fondo obscuro. Hubiérase tomado por la estatua parlante de las tinieblas.

El doctor hizo la señal de la cruz, y elevó la voz, mientras bajo sus pies comenzaba esa oscilación casi indistinta que anuncia el instante en que un buque va a sumergirse.

—Pater noster qui es in caelis.

—Notre père qui étes aux cieux, —repitió en francés el provenzal.

—Ar nathair ata ar neavut, —repuso la irlandesa en lengua gala comprendida por la mujer vasca.

—Sanctificetur nomen tuum, —prosiguió el doctor.

—Que votre nom soit sanctifié,—dijo el provenzal.

—Naombthar halnm,—dijo la irlandesa.

—Adveniat regnum tuum,—prosiguió el doctor.

—Que votre rêgne arrive, dijo el provenzal.

—Tigeadh do rioghachd, —dijo la irlandesa.

Los que estaban arrodillados tenían agua hasta los hombros.

—Fiat voluntas tua, —continuó el doctor.

—Que votre volonté soit faite, —balbuceó el provenzal.

Y la irlandesa y la vasca lanzaron ese grito:

—¡Deuntar do tholl ar a Hhalâmb!

—Sicut in coelo, et in terra, —terminó el doctor.

Ninguna voz le contestó.

Bajó los ojos. Todas las cabezas estaban debajo del agua. Ni uno se había puesto de pie. Habíanse dejado ahogar de rodillas.

El doctor cogió en su mano derecha la calabaza que había colocado encima de la toldilla, y la levantó por encima de su cabeza.

El buque se iba a pique. Mientras se hundía, el doctor murmuró el resto de la oración dominical.

Su busto permaneció un momento fuera del agua, después su cabeza, luego ya no quedó más que su brazo sosteniendo la calabaza, cual si la enseñase al infinito.

Aquel brazo desapareció, la superficie del profundo mar quedó tan tersa como un charco de aceite. Seguía cayendo nieve.

Algo sobrenadó y se fue por encima del agua en la sombra. Era la calabaza embreada, que su envase de mimbres sostenía.