XVI
Imprevista solución del enigma

El huracán acababa de enfrenarse. Ya no hubo en el aire ni Sudeste ni Nordeste. Calláronse los furiosos clarines del espacio. La tromba salió del cielo, sin disminución previa, sin transición, y como si se hubiese hundido a sí misma en un abismo. Ya no se supo donde estaba. Los copos reemplazaron al granizo. La nieve volvió a caer lentamente. Ya no más olas. El mar se puso liso.

Aquella súbita calma es peculiar de las borrascas de nieve.

Agotado el efluvio eléctrico, todo se tranquiliza, en las tormentas ordinarias consérvase con frecuencia una prolongada agitación. Aquí nada, ninguna prolongación de cólera en las olas. Estas, al igual de un obrero después de un trabajo fatigoso, se adormecen inmediatamente, desmintiendo así la ley de la estática, pero sin que sorprenda a los viejos pilotos porque éstos saben que todo lo inesperado está en el mar.

Este fenómeno hasta tiene lugar, aun cuando muy raramente, en las tempestades ordinarias. Así en nuestros días, cuando el memorable huracán del 27 de julio de 1867, en Jersey, el viento después de catorce horas de furia, cayó de improviso en la más completa calma.

Al cabo de algunos minutos, la urca solo tenía en torno suyo agua mansa. Al mismo tiempo, porque la última fase parece a la primera, ya nada se distinguió. Todo lo que se había hecho visible en las convulsiones de los nublados meteóricos, reapareció turbio. Las pálidas siluetas se esfumaron, y lo sombrío de lo infinito rodeó por todas partes el buque. Ese negro muro, ese cierre circular, ese interior de cilindro cuyo diámetro descrecía de minuto en minuto, envolvía la Matutina, y se iba achicando formidablemente, con la siniestra lentitud de un banco de hielo que se cierra. En el cénit, nada. Una cobertera de niebla. La urca estaba como en el fondo del pozo del abismo. En este pozo, un aguazal de plomo líquido que era el mar. El agua nunca es más feroz que en estado de estanque.

Todo era silencio, apacibilidad, ceguera. El silencio de las cosas es tal vez taciturnidad.

A lo largo de las bordas, deslizábanse los últimos latidos del mar. El puente estaba horizontal con insensibles declives. Algunas dislocaciones se removían débilmente. El casco de granada que sustituía al fanal, y donde ardían estopas embreadas, ya no se balanceaba en el bauprés ni dejaba caer ya gotas inflamadas en el mar. Lo que quedaba de viento en las nubes, ya no producía ruido. La nieve caía espesa, suave, apenas oblicua. No se oía la espuma de rompiente alguna. Paz de tinieblas.

Este reposo, después de aquellas exasperaciones y de aquellos paroxismos, fue para aquellos infelices por tanto tiempo traqueteados, un indecible bienestar. Parecíales que les sacaban del tormento. Entreveían en torno suyo y encima de ellos, que se consentía en salvarles. Recobraron su confianza Todo lo que había sido furia, era entonces tranquilidad. Aquello les pareció una paz firmada. Sus miserables pechos se dilataron. Podían soltar el cabo de cuerda o de tabla que aferraban, levantarse, enderezarse, tenerse en pie, andar, moverse. Sentíanse inexplicablemente sosegados. En la obscura profundidad, hay esos efectos paradisíacos, preparación para otra cosa. No cabía duda que estaban decididamente libres de la ráfaga, de la espuma, del viento, libres de todo.

Desde aquel momento, todas las probabilidades estaban en su favor. Dentro de tres o cuatro horas, amanecería, serían vistos por algún buque que pasase, y les recogerían. Volvíase a entrar en la vida. Lo importante, era haber podido sostenerse encima el agua hasta haber cesado la tempestad.

—Esta vez, —se decían—, se acabó.

De repente se apercibieron que en realidad se había acabado. Uno de los marineros, el vasco del Norte, llamado Galdeazun, bajó, para buscar cable, a la cala, volvió a subir, y dijo: —La cala está llena.

—¿De qué? —preguntó el jefe.

—De agua, —contestó el marinero.

—¿Qué quiere decir eso? —gritó el jefe.

—Eso quiere decir, —repuso Galdeazun,—que dentro de media hora vamos a hundirnos.