XVII
El último recurso
Había una grieta en la quilla. Habíase establecido una vía de agua. ¿En qué momento? Nadie habría podido decirle. Lo más probable era que había tocado el mono. Habían recibido una siniestra dentellada. No se habían dado cuenta de ella en medio del convulsivo vendaval que les sacudía. En el tétanos no se percibe una picadura.
El otro marinero, el vasco del Sur, que se llamaba Ave-María, bajó a su vez a la cala, volvió a subir y dijo:
—El agua en la quilla tiene dos varas de elevación.
—Antes de cuarenta minutos, —añadió Ave-María—, nos vamos a pique.
¿Dónde estaba aquella vía de agua? No se la veía. Es taba anegada. El volumen de agua que llenaba la cala, ocultaba la herida de la urca. El buque tenía un agujero en alguna parte, debajo de la línea de flotación, muy adelante bajo la carena. Imposible verla, imposible taparla. Había una herida y era imposible vendarla. Por lo demás el agua no entraba con mucha rapidez.
—Hay que dar al bombo, —gritó el jefe.
—Ya no tenemos bomba, —contestó Galdeazun.
—Entonces, —repuso el jefe—, ganemos la tierra.
—¿Tierra? ¿Dónde?
—No sé.
—Ni yo.
—Pero la hay en alguna parte.
—Sin duda.
—Que alguien nos lleve a ella, —repuso el jefe.
—No tenemos piloto.
—Coge tú el timón.
—Tampoco tenemos timón.
—Arreglemos uno con una tabla cualquiera. Clavos, un martillo, pronto, herramientas.
—La tena de carpintería está en el agua. Ya no tenemos herramientas.
—De todos modos gobernemos sea donde sea.
—Ya no tenemos gobernalle.
—¿Dónde está la canoa? Echémonos en ella y rememos.
—Tampoco tenemos canoa.
—Pues rememos aquí mismo.
—Es que no tenemos remos.
—¡Pues a la vela!
—Ni vela tampoco.
—Hagamos un palo con un burel, y una vela con un capote. Saquemos partido de eso y confiémonos al viento.
Es que ni viento hay.
Efectivamente, el viento les había dejado. Habíase marchado la tempestad, y aquella partida, que ellos habían tomado como una salvación, era su perdición. El Sudeste, a haber continuado, les habría impelido frenéticamente hacia alguna orilla, habría ganado en velocidad a la vía de agua, habríales llevado tal vez a un banco de arena propicio, y les habría encallado antes de que se hubiesen sumergido. El rápido arrebato de la tormenta habríales podido hacer tomar tierra. Sin viento ya no había esperanza. Moríanse por la ausencia del huracán.
Aparecía la situación suprema.
Los vientos, el granizo, la borrasca, el torbellino, son combatientes desordenados a quienes se puede vencer. La tempestad puede ser cogida por la parte débil de su armadura. Tiénense recursos contra la violencia que incesantemente se descubre, que se mueve en falso y que pega a menudo de lado. Pero nada hay que hacer contra la calma. No hay por donde cogerla. Los vientos son un ataque de cosacos; aguantaos firmes, y se dispersa. La calma es la tenaza del verdugo.
Sin darse prisa, pero sin interrupción, irresistible y pesada, subía el agua en la cala, y a medida que el agua subía el buque descendía. Eso se efectuaba con mucha lentitud.
Los náufragos de la Matutina sentían entreabrirse poco a poco, debajo de ellos, la más desesperada de las catástrofes, la catástrofe inerte. Dominábales la certeza tranquila y siniestra del hecho inconsciente. El aire no oscilaba, el mar no se movía. Lo inmóvil es lo inexorable. La absorción les atraía en silencio. A través del espesor del agua muda, sin cólera, sin pasión, sin quererlo, sin saberlo, sin preocuparse, el fatal centro del globo les atraía. El horror al reposo se los amalgamaba. Ya no eran las abiertas fauces de las olas, ni la doble hilera de dientes del golpe de viento y del golpe de mar, malvadamente amenazadores, ni el remolino de la tromba, ni el espumeante apetito de la ola; debajo de aquellos infelices había una especie de bostezo negro de lo infinito. Sentían que estaban en una profundidad apacible que era la muerte. Todo se reducía a que se adelgazase la cantidad de madera que el barco tenía fuera de las olas. Podíase calcular el instante en que desaparecería. Era todo lo contrario de la submersión de la marea ascendente. El agua no subía hacia ellos. Ellos descendían hacia el agua. Ellos mismos se abrían su tumba. Su peso era el sepulturero.
Sucumbían no por la ley de los hombres, sino por la ley de las cosas.
Caía la nieve y como el buque no se meneaba ya, aquellos hilitos blancos formaban encima del puente un mantel, cubriendo el buque como de un sudario. La cala se iba cargando. No había medio alguno de cortar la vía de agua. No tenían ni siquiera una pala, que por otra parte habría sido ilusoria e imposible de emplear por estar la urca ponteada. Hízose luz; encendiéronse tres o cuatro antorchas que se plantaron en agujeros y de la manera que se pudo. Galdeazun trajo algunos viejos cubos de cuero; tratose entonces de vaciar la cala, formando la cadena, pero los cubos estaban inservibles; porque unos tenían descosido el cuero, otros tenían taladrado el fondo y todos se vaciaban por el camino. La desigualdad entre lo que se recibía y lo que se daba, era irrisoria. Entraba una tonelada de agua y salía un vaso.
—Aligeremos el barco, —dijo el jefe.
Durante la tempestad habíanse amarrado los pocos cofres que había encima el puente. Habían quedado atados al resto del mástil. Desluciéronse las amarras y echáronse al agua los cofres por una de las brechas del bordaje. Una de esas maletas pertenecía a la mujer vizcaína, que no pudo contener un suspiro.
Despejado el puente quedaba la despensa. Estaba muy provista. Ya se recordará que contenía equipajes pertenecientes a los pasajeros y fardos pertenecientes a los marineros. Cogiéronse los equipajes y todos fueron desapareciendo por la brecha del bordaje. Después fueron a parar al fondo del océano los fardos.
Acabóse de vaciar la despensa. La linterna, el taburete, los barriles, los sacos, las tinas y las pipas, y hasta la marmita con la sopa, todo fue al agua. Destornilláronse las tuercas del hornillo de hierro, apagado ya, hacía largo rato, arrancósele, se subió al puente, arraetrósele hasta la brecha y se le precipitó fuera del buque.
Enviose al agua todo lo que se pudo arrancar del maderamen, de las tuercas, de los obenques y de la destrozada jarcia.
De vez en cuando, el jefe tomaba una antorcha, la pasaba por las cifras de estiva pintadas en la proa del buque, y miraba a donde se hallaban del naufragio.