II

En tiempo de Ana, no había reunión alguna sin la autorización de dos jueces de paz. Doce personas reunidas, aun cuando fuese para comer ostras y beber «porter», eran traidores.

Bajo este reinado, relativamente benigno sin embargo, hízose con extrema violencia la leva para la flota, prueba sombría de que el inglés es más bien súbdito que ciudadano. Hacia siglos que el rey de Inglaterra empleaba un procedimiento tiránico que desmentía todas las antiguas cédulas de franquicia y del cual, Francia en particular triunfaba y se indignaba. Lo que amengua algo ese triunfo, es que respecto a la leva de los marineros en Inglaterra, había en Francia la leva de los soldados. En todas las grandes ciudades de Francia, todo hombre hábil que anduviese por las calles a sus quehaceres, hallábase expuesto a ser conducido por los reclutadores a una casa llamada «horno». Allí se le encerraba junto con otros, escogíanse los que eran útiles para el servicio, y los reclutadores vendían aquellos transeúntes a los oficiales. En 1695, había treinta «fours» (hornos) en París.

Las leyes contra Irlanda, dimanadas de la reina Ana, fueron atroces.

Ana había nacido en 1664, dos años antes del incendio de Londres, a consecuencia del cual los astrólogos (los había aún, testigo Luis XIV, que nació asistido de un astrólogo con su horóscopo) habían pronosticado que siendo «la hermana mayor del fuego», seria reina. Lo fue, gracias a la astrología y a la revolución de 1688. Estaba humillada de que su padrino fuese tan sólo Gilberto, arzobispo de Cantorbery. Ser ahijada del Papa, ya no era posible en Inglaterra. Un simple primado, es un padrino sólo regular. Ana tuvo que contentarse. Ella tenía la culpa. ¿Por qué era protestante?

Dinamarca había pagado su virginidad, virginitats empta, como dicen los antiguos documentos, con una viudedad de seis mil doscientas cincuenta libras esterlinas de renta garantidas con la bailía de Wardinbourg y con la isla de Fehmarn.

Ana seguía, sin convicción y por rutina, las tradiciones de Guillermo. Los ingleses, bajo aquel reinado, nacido de una revolución, tenían todo lo que puede caber de libertad entre la torre de Londres, donde se metía al orador, y la picota donde se ponía al escritor. Ana hablaba algo danés en sus apartes con su marido y algo francés en sus apartes con Bolingbroke. Jerga pura; pero, sobre todo en la corte, era la gran moda inglesa hablar francés. Ana se preocupaba mucho por las monedas, especialmente por las de cobre, que son las populares; quería figurar mucho en ellas. Durante su reinado, se acuñaron seis «farthings». En el reverso de los tres primeros, hizo poner simplemente un trono, en el del cuarto quiso un carro triunfal, y en el del sexto una diosa teniendo en una mano la espada y en la otra un ramo de olivo, con la inscripción Bello et Pace. Hija de Jacobo II, que era ingenuo y feroz, ella era brutal. Y al mismo tiempo, era dulce en el fondo. Contradicción que es sólo aparente. Una cólera la metamorfoseaba. Calentad el azúcar y hervirá.

Ana era popular. A Inglaterra le gustaban las mujeres reinantes. ¿Por qué? Francia las excluye. Ya es una razón. Tal vez hasta no hay otra. Para los historiadores ingleses, Isabel es la grandeza, Ana es la bondad. Como se quiera. Sea. Pero nada hay de delicado en esos reinados femeninos. Las líneas son pesadas. Es una grandeza basta y una bondad también basta. En cuanto a su virtud inmaculada, Inglaterra se empeña en ella y nosotros no nos oponemos. Isabel era una virgen templada por Esex, y Ana una esposa complicada con Boliugbroke.