XIII
Cara a cara con la noche
La urca volvía a encontrarse desorientada, en la obscuridad inconmensurable.
La Matutina, escapada de los Casquets, descendía de ola en ola. Tregua, pero en el caos. Impelida de costado por el viento, manejada por las mil tracciones del agua, repercutía todas las locas oscilaciones del oleaje. Casi ya no tenía balance, temible señal de la agonía de un buque. Los restos de la embarcación, sólo tienen cabeceo. El balance es la convulsión de la lucha. Únicamente el timón puede luchar contra el viento.
En la tempestad, y sobre todo en el meteoro de nieve, el mar y la noche acaban por confundirse y amalgamarse y por no formar más que un solo humo. Bruma, torbellino, soplo y deslizamiento en todos los sentidos, ningún punto de apoyo, ningún sitio de refugio; ningún tiempo de espera, una perpetua repetición, un abismo tras otro, ningún horizonte visible, profundo retroceso negro; ahí dentro vagaba la urca.
Desprenderse de los Casquets, y eludir el escollo, había sido para los náufragos una victoria, pero más que todo un estupor. No habían lanzado hurras; en el mar no se cometen dos veces esas imprudencias. Lanzar la provocación donde no se puede la sonda, es grave.
Rechazado el escollo, quedaba realizado lo imposible. Eso les tenía petrificados. Sin embargo; poco a poco volvieron a esperar. Tales son los insumergibles espejismos del alma. No existe infortunio, que, aun en el instante más crítico, no vea lucir en sus profundidades la inexplicable aurora de la esperanza. Aquellos infelices no deseaban otra cosa que confesar que estaban salvados.
Pero de pronto, en medio de la noche, prodújose un crecimiento formidable. Surgió a babor, dibujóse y se destacó en el fondo de la niebla una elevada masa opaca, vertical, de ángulos rectos, una torre cuadrada de abismo.
Miraron asombrados. La ráfaga les impelió hacia aquello.
Ellos ignoraban lo que era: era el peñasco Ortach.