III
Toda senda dolorosa se complica con una carga

Poco más de cuatro horas hacía que se había alejado la urca de la caleta del Portland, dejando en la orilla a aquel muchacho. Durante esas largas horas que llevaba abandonado y, andando sin dirección fija, sólo había tenido aún, en esa sociedad humana donde tal vez iba a entrar, tres encuentros, un hombre una mujer y una niña. Un hombre en lo alto de la colina; una mujer en la nieve y una niña, la que tenía en los brazos.

Estaba extenuado de fatiga y de hambre. Avanzaba más resueltamente que nunca, con menos fuerza y más peso. Ahora se hallaba casi sin ropas. La poca que le quedaba, endurecida por la helada, era cortante como el vidrio y le desollaba la piel. Enfriábase él, más la niña se calentaba. Lo que perdía él, no se perdía, ella lo ganaba, Comprendía que aquel calor era para la pobre pequeña un aumento de vida y seguía avanzando.

De vez en cuando, sin abandonarla, bajábase y con una mano cogía un puñado de nieve, y frotaba con ella sus pies, para impedir que se helasen.

En otras ocasiones como se le abrasase la garganta, poníase en la boca un poco de la misma nieve y la chupaba, con lo cual engañaba por un instante su sed, cambiándola en fiebre. Alivio que era una agravación.

La tormenta se había hecho informe a fuerza de violencia y si son posibles los diluvios de nieve, aquel lo era. Atravesó por debajo de aquel cierzo, andando siempre hacia el Este, sobre inmensas superficies de nieve. No sabía que hora era, desde largo rato ya no veía humaredas. Esas indicaciones nocturnas, desaparecen pronto; además era sobradamente hora de que estuviesen apagados todos los fuegos; sin contar con que tal vez se había equivocado, y que era posible que no hubiese población alguna por donde iba. Más en la duda, perseveraba.

La niña gritó dos o tres veces. Entonces él imprimía a su andar un movimiento de cuna; calmábase ella y callaba. Así acabó la niña por dormirse profundamente. Sentíala caliente el niño, mientras él tiritaba.

Apretaba con frecuencia los pliegues de la chaqueta alrededor del cuello de la pequeña, a fin de que no se introdujese la escarcha por alguna abertura, y para que no se deslizase nieve derretida entre la niña y su abrigo.

La llanura tenía ondulaciones. En los declives donde se acumulaba la nieve, amontonada por el viento en los pliegues del terreno, era tan alta para él niño que casi se hundía todo entero en ella, y tenía que andar medio sepulta do. Andaba empujando la nieve con las rodillas.

Salvado el barranco, llegaba a unas mesetas barridas por el cierzo, donde era delgada la capa de nieve. Allí encontraba el hielo.

El tibio aliento de la niña hería su mejilla, calentábale por un instante, y se detenía y se helaba en sus cabellos formando en ellos escarcha.

Dábase cuenta de un temible peligro, el de que podía caer. Conocía que no se volverla a levantar. Estaba rendido de fatiga, y el plomo de la muerte le había retenido en el suelo como a la madre de la niña. Había rodado por pendientes de precipicios, y se había librado, había caído en hoyos, y había salido de ellos; desde aquel momento, una simple caída era la muerte. Un paso en falso le habría la tumba. No convenía resbalar, porque ya no tendría fuerza suficiente ni para sostenerse sobre sus rodillas.

Y todo aquel terreno que le rodeaba era resbaladizo por doquier había hielo y nieve endurecida.

La niña que llevaba, hacíale la marcha atrozmente difícil; no era solamente un peso excesivo para su lentitud y su cansancio, era además un estorbo. Ocupábale ambos brazos, y para el que anda sobre hielo, los dos brazos son un balancín natural y necesario. Y él tenía que prescindir de ese balancín. Y prescindía de él y andaba sin saber qué sería de él con aquella carga. Aquella niña era la gota que hacia rebosar el vaso de su dolorosa situación.

Avanzaba bamboleándose a cada paso, como en un trampolín, y realizando como para que nadie lo viese, milagros de equilibrio. Sin embargo, lo repetimos, en aquella senda dolorosa, seguíale acaso unos ojos abiertos, en la lejana sombra, los ojos de la madre y de Dios.

Bamboleábase, tropezaba, enderezábase, cuidaba de la niña arreglándola la ropa, cubríala la cabeza, volvía a tropezar, seguía avanzando y resbalaba enderezándose luego de nuevo. El viento tenía la cobardía de empujarle. Verdaderamente hacía mucho más camino del que convenía. Según las apariencias, hallábase en aquellas llanuras don de más tarde se estableció la Bimcleaves Earm, entre lo que llama ahora Spring Gardens y Personaje House, cortijos y alquerías hoy, eriales entonces. Con frecuencia, menos de un siglo separa una estepa de una ciudad.

De improviso, habiéndose interrumpido la borrasca glacial que le cegaba, divisó a poca distancia delante de él un grupo de tejados puntiagudos y chimeneas que ponían de relieve la nieve, lo contrario de una silueta, una ciudad dibujada en blanco sobre el horizonte negro, algo de lo que se llamaría hoy una prueba negativa.

¡Techos, habitaciones, un lecho! Al fin estaba en algún sitio. Sintió el inefable estímulo de la esperanza. El vigía de un buque extraviado gritando: ¡tierra! produce estas emociones. El niño apretó el paso. Al fin iba a encontrar hombres. Iba a encontrarse entre seres vivientes. Ya nada tenía que temer. Ya desde aquel momento no había noche ni invierno, ni tormenta. Parecíale que todo el mal posible lo dejaba ya a sus espaldas. La niña no le pesaba ya. Casi corría.

Tenía la mirada fija en aquellos tejados. Allí estaba la vida. No los perdía de vista. Así miraría un muerto lo que se le apareciese por una rendija de su ataúd. Allí estaban las chimeneas cuya humareda había visto.

Ya no salía humo de ellas. No tardó en llegar al arrabal de la población, que era una calle abierta. En aquella época caía en desuso el cierre de las calles durante la noche con cadenas.

La calle empezaba por dos casas. En aquellas dos casas no se percibía vela ni lámpara alguna, ni tampoco en toda la calle, ni en toda la ciudad, en cuanto podía alcanzar la vista.

La casa de la derecha era más bien un cobertizo que una casa; nada más mezquino; la pared era de tierra y el techo de paja; tenía más rastrojo que tierra. Una inmensa ortiga nacida al pie de la pared, alcanzaba el borde del techo. Aquella cabaña no más tenía una puerta que parecía una gatera, y una ventana que era un tragaluz. Todo estaba cerrado. Una pocilga habitada que había al lado, indicaba que la cabaña tenía dueños.

La casa de la izquierda era ancha, alta, toda de piedra con techo de pizarra, cerrada también. Era la casa del rico frente a la casa del pobre.

El muchacho no vaciló. Dirigiose a la casa grande. La puerta de dos hojas, macizo tablero de roble con grandes clavos, era de esas tras las cuales se adivina una robusta armazón de barras y cerraduras; de ella pendía un aldabón de hierro.

Levantó el aldabón con alguna dificultad, porque sus entumecidas manos tenían menos de manos que de muñones. Dio un golpe. No se le contestó.

Llamó por segunda vez y dando dos golpes. Nada se movió en la casa.

Llamó por tercera vez inútilmente. Comprendió que dentro dormían y que no pensaban en levantarse.

Entonces se volvió hacia la casa pobre, cogió del suelo, entre la nieve, un guijarro llamó a la puerta baja. No le contestaron.

Alzose de puntillas y golpeó con su guijarro el ventanillo, con suficiente cuidado para no romper el vidrio, lo bastante recio para ser oído. Ninguna voz se oyó, ni paso alguno, ni se encendió luz alguna. El muchacho pensó que tampoco allí querían despertarse.

En la casa de piedra y en la de rastrojo, reinaba igual sordera para los infelices.

El muchacho se decidió a ir más lejos, y penetró en el callejón de casas que se prolongaba ante él, tan obscuro, que más bien se le podría haber creído un canal entre dos elevadas crestas, que la entrada de una población.