I
Por encima de esa pareja, estaba Ana, reina de Inglaterra. La reina Ana era una mujer vulgar. Era jovial, benévola, casi augusta. Ninguna de sus cualidades alcanzaba a la virtud, ninguna de sus imperfecciones alcanzaba al mal. Su gordura era floja, su malicia torpe, su bondad estúpida. Era tenaz y débil. Como esposa era infiel y fiel, teniendo favoritos a quienes entregaba su corazón, y un consorte para quien reservaba el lecho. Como cristiana, era hereje y santurrona. Tenía una belleza, el robusto cuello de una Niobe. El resto de su persona era desproporcionado. Tenía la piel blanca y fina, y la exhibía mucho. De ella procedía el collar de grandes perlas ajustado al cuello. Tenía la frente estrecha, los labios sensuales, las mejillas carnosas, los ojos grandes, la vista baja. Su miopía se extendía a su inteligencia. Fuera de un arranque intermitente de jovialidad, casi tan pesada como su idea, vivía en una especie de gruñido taciturno y de silencio gruñón. Escapábanle palabras que era preciso adivinar. Era una mezcla de mujer mala y de diabla buena. Gustábale lo inesperado, lo cual es profundamente femenino. Ana era un modelo apenas desbastado de la Eva universal. A ese bosquejo le había venido ese azar, el trono. Ana bebía. Su marido era un danés de raza. Con ser tory, gobernaba por los whigs. Como mujer, como loca, tenía rachas. Era quisquillosa. No existía persona más torpe para manejar las cosas del Estado. Dejaba desperdiciar los acontecimientos. Toda su política estaba cascada. Sobre salía en producir grandes catástrofes con pequeñas causas. Cuando se le ocurría una fantasía de autoridad, llamaba a eso: atizar la leña de la chimenea.
Pronunciaba con aire profundo y meditabundo palabras como éstas: «Ningún par puede estar cubierto ante el rey, a excepción de Courcy, barón Kinsale, par de Irlanda». Decía: «Sería una injusticia que mi marido no fuese lord almirante, cuando lo fue mi padre». Y hacia a Jorge de Dinamarca gran almirante de Inglaterra «and of all Her Majesty Plantations». Estaba perfectamente transpirando malhumor; no expresaba su pensamiento, lo trasudaba. En aquella oca había algo de esfinge.
No odiaba el fun. Si hubiese podido hacer jorobado a Apolo, se habría alegrado. Pero lo habría dejado Dios. Siendo buena, su ideal era no desesperar a nadie, y aburrir a todo el mundo. Con frecuencia tenía el hablar duro, y con un poco más, habría jurado como Isabel. De vez en cuando, sacaba de una faltriquera de hombre que tenía en su guardapéis, una cajita redonda de plata repujada, encima de la cual estaba su retrato de perfil entre las dos letras Q. A. «Queen Ana. La reina Ana». Abría esta caja y sacaba de ella con la yema del dedo un poco de pomada con que se coloreaba los labios. Entonces, una vez arreglada su boca, reía. Estaba orgullosa de su obesidad.
Más bien era puritana que otra cosa. Habría caído gustosa en los espectáculos. Tuvo un capricho de academia de música, calcada en la de Francia. En 1700, un francés llamado Forteroche quiso construir en París un circo Real costando cuatrocientas mil libras, a lo cual se opuso de Argenson. Este Forteroche pasó a Inglaterra y propuso a la Reina Ana, seduciéndola de momento, la idea de edificar en Londres un teatro mecánico, más bello que el del rey de Francia. Gustábale como a Luis XIV, que su carroza marchase al galope. Sus tiros y sus postas hacían a veces en menos de cinco cuartos de hora el trayecto de Windsor a Londres.