IV
Magíster Elegantiarum

No hay que decir que Josiana se aburría.

Lord David Dirry-Moir tenía una situación magistral en la vida alegre de Londres. Nobility y Gentry le veneraban.

Mencionemos una gloria de lord David: atrevíase a lucir sus cabellos. Empezaba la reacción contra la peluca. Así como en 1824 Eugenio Deveria fue el primero en atreverse a dejarse crecer la barba, en 1702, Price Devereux osó ser el primero en aventurar en público, fingiendo un inteligente rizado, su cabellera natural. Arriesgar su cabellera era casi arriesgar su cabeza. Universal fue la indignación, y sin embargo Price Devereux era vizconde Hereford y par de Inglaterra. Se le insultó, y el caso valía la pena. En lo más recio de la lucha, apareció de improviso lord David, también con sus cabellos y sin peluca. Esas cosas anuncian el fin de las sociedades. Lord David, fue aun más insultado que el conde Hereford. Pero se mantuvo firme. Price Devereux había sido el primero, David Dirry-Moir fue el segundo. A veces es más difícil ser el segundo que el primero. Necesitase menos ingenio, pero más valor. El primero, embriagado por la innovación, ha podido ignorar el peligro; el segundo ve el abismo y se precipita en él.

Lord David se arrojó en ese abismo de no volver a llevar peluca. Más tarde se les imitó; después de aquellos dos revolucionarios, se tuvo la audacia de peinar el cabello propio, y vinieron los polvos, como circunstancia atenuante.

Para fijar de paso ese importante punto histórico, diremos que la verdadera prioridad en la guerra a la peluca, pertenecía a una reina, Cristina de Suecia, la cual se vestía de hombre y desde 1680 se había presentado con su cabello castaño natural, empolvado y rizado. Tenía además «algún pelo en la barba», según dice Misson.

Por su parte, el papa con su bula de Marzo de 1694, había rebajado algo la peluca, quitándosela de la cabeza de los obispos y de los sacerdotes, y ordenando a la gente de iglesia que se dejasen crecer el cabello.

De modo que lord David no llevaba peluca y usaba botas de piel de ternera. Estas grandes cosas lo designaban a la opinión pública. No hubo club del cual no fuese campeón, ni «boxe» que no le desease para árbitro.

Había redactado los estatutos de varios círculos de la «high life»; había hecho fundaciones de elegancia, una de las cuales, «Lady Guinea», existía aun en Pall-Mall en 1772. «Lady Guinea» era un círculo a donde acudía toda la joven lordship. Allí se jugaba. La apuesta menor era de un rollo de cincuenta guineas, y jamás había menos de veinte mil guineas sobre el tapete. Junto a cada jugador, había una mesita para colocar la taza de té, y la gamella de madera dorada donde se colocan los rollos de guineas. Los jugadores llevaban, como las criadas cuando limpiaban los cuchillos, mangas de cuero, que protegían sus encajes, plastrones de cuero, que defendían sus chorreras, y en la cabeza, para defender sus ojos de la intensa luz de las lámparas y para, conservar en orden sus rizos, holgados sombreros de paja cubiertos de flores. Estaban enmascarados, para que no se viese su emoción, sobre todo en el juego de quince. Todos llevaban al hombro sus ropas al revés, para atraer la suerte.

Lord David era del Beefsteak Club, del Surly Club y del Splitfarthing Club, del Club de los Caprichosos y del Club de los Roñosos, del Sealed Knot, club de los realistas, y del Martinus Scribblerus, fundado por Swift en sustitución de la rota fundada por Milton.

No obstante su belleza, era del Club de los Feos. Este club estaba dedicado a la deformidad. Contraise el compromiso de batirse, no por una mujer hermosa, sino por un hombre feo. La sala del club tenía por ornato retratos repugnantes, Thersites; Triboulet, Duns, Hudribas, Scarron; encima de la chimenea Esopo entre dos tuertos, Cocles y Camoens; Cocles era tuerto del ojo izquierdo y Camoens del derecho, y ambos estaban esculpidos por su lado tuerto, y esos dos perfiles sin ojos estaban frente a frente. El día en que la bella madame Visart tuvo la viruela loca, el Club de los Feos la honró con un «toast». Ese club florecía aún a principios del siglo XIX; había enviado un diploma de miembro honorario a Mirabeau.

Desde la restauración de Carlos II, estaban abolidos los clubs revolucionarios. En la callejuela inmediata a Moorfields, había sido demolida la taberna donde existía el Calf Head Club, club de la Cabeza de Ternera, así llamado porque el treinta de enero de 1649, día en que manó sobre el patíbulo la sangre de Carlos I, habíase bebido allí, en un cráneo de buey, vino rojo a la salud de Cromwell. A los clubs republicanos, habían sucedido los clubs monárquicos. Había el club de los destellos de calor, metafóricamente Merry, danzas donde se daba por espectáculo un verso de Lucrecia, Tune Venus in sylvis jungevat córpora amantum; había el Helfire Club «Club de las Llamas», donde se pujaba a ser impío. Era la justa de los sacrilegios. El infierno estaba subastando al mayor blasfemo. Había el Club de las Cabezadas, así llamado porque en él se daban cabezadas a la gente. Divisábase algún bracero de ancho pecho y tipo imbécil. Ofrecíasele y en caso necesario se le obligaba a aceptar una esportilla para que se dejase dar cuatro golpes en el pecho con la cabeza. Y se hacían apuestas sobre su resistencia. Una vez, un hombrón, llamado Gogangerdd, expiró a la tercera cabezada. Eso pareció grave: Se hicieron investigaciones, y el jurado dio este veredicto: «Muerto de una hinchazón de corazón producida por exceso de bebida».

Había el Fun Club, Fun, como caut y como humour, es una palabra intraducible. El Fun es al sainete lo que la pimienta a la sal. Penetrar en una casa, romper en ella un espejo de valor, acuchillar los retratos de familia, envenenar al perro o meter un gato en la pajarera, a eso se llama cortar un pieza de Fun. Dar una mala noticia falsa que pone inmotivadamente de luto a la familia, es un Fun. El Fun fue el que hizo un agujero cuadrado en un Holbein en Hampton-Curt. El Fun estaría orgulloso si fuese él quien hubiese roto los brazos a la Venus de Milo. En tiempo de Jacobo II, un joven lord millonario, que había pegado fuego a una choza, hizo reír a carcajadas a Londres y fue proclamado rey del fun. Los infelices habitantes de la choza habían escapado en camisa. Los miembros del Fun Club, todos de la más elevada aristocracia, corrían Londres a la hora en que los burgueses dormían, abrían los palomares, cortaban los tubos de las bombas, desfondaban las cisternas, descolgaban las muestras, destrozaban los sembrados, apagaban los faroles, rompían los cristales de las ventanas, y esto principalmente en los barrios pobres. Los ricos eran los que hacían eso a los miserables. De ahí que no hubiese querella alguna posible. Además era pura guasa. Estas costumbres no han desaparecido del todo. En diferentes puntos de Inglaterra o de las posesiones inglesas, en Guernesey por ejemplo, de vez en cuando, os desvastan vuestra casa por la noche, os destrozan un cercado, os arrancan la aldaba de la puerta, etcétera. Si fuesen gente pobre les mandarían a presidio; pero son jóvenes amables.

El más distinguido de los clubs era presidido por un emperador que llevaba una media luna en la frente, y que se llamaba «el gran Mohock». El mohock sobrepujaba el fun. Hacer el mal por el mal, tal era el programa. El Mohock Club tenía ese grandioso objeto: perjudicar. Para cumplir este deber, todos los medios eran buenos; al hacerse mohock, se prestaba juramento de ser perjudicial.

Su deber era el de molestar a toda costa, a todas horas, a todo el mundo y de todas maneras. Todo miembro del Mohock Club debía tener una especialidad. Unos eran «maestros de danza», es decir, hacían dar brincos a los patanes pinchándoles las pantorrillas con su espada. Otros sabían «hacer sudar», es decir, improvisar en torno de un belitre cualquiera, una ronda de seis u ocho gentilhombres con el espetón en la mano; hallándose rodeado por todos lados, era imposible que el belitre no diese la espalda a alguno; el gentilhombre a quien la víctima presentaba la espada, le castigaba con un puntapié que le obligaba a hacer piruetas; otro dado en los riñones advertía al quídam que tenía detrás algún noble, y así sucesivamente, cuando el hombre, encerrado en aquel círculo de espadas, y completamente molido había dado bastantes vueltas y piruetas, haciasele apalear por los lacayos, para cambiar el curso de sus ideas. Otros «aporreaban al león» es decir, detenían riendo a un transeúnte, le aplastaban la nariz de un puñetazo y le hundían los dos pulgares en los ojos. Si los ojos quedaban vacíos, se los pagaban.

Tales eran, a principios del siglo XVIII, los pasatiempos de los opulentos ociosos de Londres. Los ociosos de París, tenían otros. M. de Charolais soltaba un tiro a un plebeyo en el umbral de su puerta. En todo tiempo se ha divertido la juventud.

Lord David Dirry-Moir aportaba a esas diversas instituciones de placer su ingenio magnífico y liberal. Como otro cualquiera, quemaba alegremente una choza de rastrojo y madera, tostando algo a los que se hallaban dentro, pero les reconstruía su casa de piedra. Las luchas de gallos le valieron loables perfeccionamientos. Era admirable ver a lord David vestir un gallo para el combate. Los gallos se cogen por las plumas como los hombres por los cabellos. Pues bien, lord David cogía así a su gallo. Cortábale con unas tijeras todas las plumas de la cola, y desde la cabeza hasta los hombros, todas las plumas del cuello.

—Tanto menos, —decía—, para el pico del enemigo.

Después extendía las alas de su gallo y cortaba en punta una a una todas las plumas, lo cual ponía las alas guarnecidas de dardos.

—Eso, —decía—, para los ojos del enemigo.

Luego le raspaba las patas con un cortaplumas, le aguzaba las uñas, le encajaban en el espolón mayor una espuela de acero aguda y cortante, le escupía en la cabeza, y en el cuello, ungíale de saliva como se flotaba con aceite a los atletas, y lo soltaba, terrible, exclamando:

—Así es como de un gallo se hace un águila, y como un ave de corral se convierte en animal salvaje.

Lord David asistía a los box, y era su regla viviente. En los grandes combates, era él quien hacia plantar las estacas y tender las cuerdas y quien fijaba las toesas que debía tener el cercado de la lucha. Si era segundo, seguía paso a paso a su boxeador, con una botella en la mano y una esponja en la otra, y le gritaba: «Strike foir» (pega de firme), le sugería las astucias, le aconsejaba mientras combatía, le enjugaba la sangre, le recogía cuando era derribado, le colocaba encima de sus rodillas, poníale el gollete entre dientes y con su propia boca llena de agua, le soplaba una lluvia fina en los ojos y en las orejas, lo cual reanima al moribundo. Si era árbitro, juzgaba la lealtad de los golpes, prohibía a todos, excepto a los segundos, el que asistiese a los combatientes, declaraba vencido al campeón que no se colocaba bien, frente a su adversario, vigilaba para que no excediese de media hora el tiempo de los ruedos, castigaba a quien pegaba con la cabeza, oponíase al «butting», y no consentía que se golpease al caído. Toda esta ciencia no le hacía pedante ni quitaba cosa alguna a su comodidad en el mundo. Lord David era uno de los pocos árbitros a quienes no se osa aporrear.

Nadie arrastraba como él. El boxeador de quien él consentía en ser el zaguero, estaba seguro de vencer. Lord David escogía un Hércules, macizo como una roca, alto como una torre, y lo patrocinaba. El problema consistía en hacer pasar aquel escollo humano en el estado defensivo al estado ofensivo. En esto sobresalía. Una vez adoptado el cíclope, ya no le dejaba. Convertíase en nodriza. Le medía el vino, le pesaba la carne, le contaba el sueño. El inventó aquel admirable régimen de atleta, renovado más tarde por Morcley; por la mañana un huevo crudo y un vaso de sherry, a mediodía pierna de carnero sanguinolenta y té, a las cuatro pan tostado y té, por la noche pale ale y pan tostado Después de lo cual, desnudaba al hombre, le frotaba los miembros y le acostaba. En la calle no le perdía de vista, desviando de él todos los peligros, los caballos desbocados, las ruedas de coche, los soldados borrachos, las niñas bonitas. Velaba por su virtud. Esta solicitud material traía sin cesar algún nuevo perfeccionamiento a la educación del pupilo. Le enseñaba el puñetazo que rompe los dientes y el que hace saltar un ojo. Nada más conmovedor De esta manera se preparaba para la vida política, a la cual más tarde había de ser llamado. No es asunto de poca monta convertirse en gentilhombre completo.

Lord David Dirry-Moir tenía pasión por las exhibiciones callejeras, los tablados aparatosos, los circos de animales raros, las barracas de saltimbanquis, los payasos, los clowns, los pasquines, los sainetes al aire libre y los fenómenos de feria. El verdadero señor es el que gusta del hombre del pueblo. Por eso lord David frecuentaba las tabernas y las cortes de los milagros de Londres y de las Cinco Puertas. A fin de poder codearse en caso necesario con un gaviero o con un calafate, sin comprometer su rango en la Escuadra blanca, cuando quería ir a tales hondonadas, poníase una chaqueta de marinero. Para esas transformaciones, veníale admirablemente el no llevar peluca, por que, hasta en tiempo de Luis XIV, el pueblo ha conservado sus cabellos, como guarda sus melenas el león. De esta manera, era libre. La gentezuela a quienes lord David encontraba en aquellas bataholas y con quienes se mezclaba, queríanle mucho y no sabían que fuese lord. Llamábanle Tom Jim-Jack. Bajo este nombre, era popular y muy ilustre entre aquella crápula. Envilecíase magistralmente. Cuando convenía hacia jugar los puños. Este lado de su vida elegante era conocido y muy apreciado de lady Josiana.