II

Homo no era un lobo cualquiera. Por su afición a los nísperos y las manzanas, se le habría tomado por un lobo de pradera; por su pelaje obscuro se le habría tomado por un lobo de veras y por su aullido atenuado en ladrido, se le habría tomado por un culpen, perro chileno, pero no se ha observado todavía bastante la pupila del culpen para tener la seguridad de que no es una zorra, y Homo era un verdadero lobo. Medía cinco pies de largo, lo cual es una magnífica longitud de lobo hasta en Lituania; era muy fuerte, tenía la mirada oblicua, lo cual no era culpa suya, tenía suave la lengua y con ella lamia a veces a Ursus. Tenía un estrecho cepillo de pelos cortos encima de la espina dorsal y estaba delgado con una buena delgadez de gozque. Antes de conocer a Ursus y de tener un carromato de que tirar, hacía alegremente sus cuarenta leguas en una noche. Al encontrarle en un matorral cerca de un arroyo de agua viva, Ursus le había tomado cariño viéndole pescar cangrejos, con astucia y prudencia, y había saludado en él a un honrado y auténtico lobo kompara, del género llamado perro cangrejero.

Ursus prefería Homo a un asno, como bestia de carga. Hacer tirar de un barracón a un asno, le habría repugnado; hacía demasiado caso del asno para eso. Además, había observado que el asno, pensador de cuatro patas, poco comprendido por los hombres, pone a veces tiesas las orejas de una manera sospechosa cuando los filósofos dicen bestialidades. En la vida, entre nuestro pensamiento y nosotros, un asno es un tercero, y eso molesta. Como amigo, Ursus prefería Homo a un perro, considerando que el lobo es menos susceptible de la amistad. Por eso a Ursus le bastaba Homo. Homo era para Ursus más que un compañero, era un igual; Ursus le daba golpecitos en sus huecos costados, diciendo:

—He encontrado mi tomo segundo, —y añadía—: Cuando haya muerto, quien me quiera conocer no tendrá más que hacer que estudiar a Homo. Le dejaré tras de mí para que sirva de copia.

La ley inglesa, poco tierna con los animales de los bosques, habría podido buscar rencillas a ese lobo y querellarse con él por su atrevimiento de ir familiarmente a los poblados; mas Homo aprovecha la inmunidad concedida por un estatuto de Eduardo IV a los «animales domésticos»: Todo animal doméstico podrá ir y venir libremente siguiendo a su amo. Además, había resultado cierta condescendencia con respecto a los lobos, con las modas de las mujeres de la corte, bajo los últimos Estuardos, de tener, a guisa de perro, unos lobitos llamados adives, del tamaño de un gato, y que se hacían traer del África con grandes gastos.

Ursus había comunicado a Homo parte de sus habilidades, tenerse en pie, convertir su cólera en malhumor, refunfuñar en vez de aullar, etc.; por su parte, el lobo había enseñado al hombre lo que sabía, prescindir de todo, del pan y del fuego, preferir el hambre en un bosque a la esclavitud en un palacio.

El barracón, especie de cabaña-coche que seguía el más variado itinerario, pero sin salir de Inglaterra y de Escocia, tenía cuatro ruedas, además de unas varas para el lobo y una bolea para el hombre. Esta bolea era una prevención para los malos caminos. El barracón era sólido aunque construido con ligeras tablas como armazón de tabique. Tenía en la delantera una puerta vidriera con un balconcito que servía para las peroraciones, tribuna con honores de púlpito, y detrás una puerta de recia madera con un postigo. Para entrar en el barracón que durante la noche quedaba perfectamente cerrado con cerrojos y cerraduras, se bajaba una armadura con tres escalones que giraba sobre bisagras y solía estar izada en la citada puerta.

El barracón, pues, había sido pintado, pero no se sabía de qué color, pues los cambios de estación son para los barracones lo que los cambios de reinado para los cortesanos. Delante, a la parte de afuera, en una especie de frontispicio de chilla, habríase podido descifrar, en otro tiempo, esta inscripción, en caracteres negros sobre fondo blanco, dos colores que poco a poco se habían ido mezclando y confundiendo: «El oro pierde anualmente por el roce, un catorce centavo de su volumen; es lo que se llama el frei; de donde se sigue que sobre mil cuatrocientos millones de oro que circulan por toda la tierra, se pierde todos los años un millón. Este millón de oro se convierte en polvo, se evapora, flota, es átomo, se hace respirable, carga, dosifica, lastra y embota las conciencias, y se amalgama con el alma de los ricos a quienes hace orgullosos, y con el alma de los pobres a quienes vuelve feroces,». Esta inscripción borrada y enmendada por la lluvia y la bondad de la Providencia, estaba afortunadamente ilegible porque es probable que esta filosofía del oro respirado, enigmática y transparente a la vez, no habría sido del gusto de los sheriffs, prebostes y demás gente empelucada de la ley. La legislación inglesa no se chanceaba en aquellos tiempos. Costaba poco ser felón. Los magistrados se mostraban feroces por tradición, y era moneda corriente la crueldad. Menudeaban los jueces de inquisición; Geffrys había tenido sucesores.