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CARLOS entró a su casa y la encontró bastante silenciosa. O tal vez era que iba tan furioso que no escuchaba nada alrededor. Entró a la biblioteca, donde usualmente encontraba a Ana, pero no estaba allí, en su lugar, estaban sus libros y apuntes. Eso indicaba que no tardaría, y necesitaba hablar con ella de una vez por todas.
Cuando se asomó al escritorio, encontró algo que lo puso de peor humor: las cuentas de Ana.
En un lado estaba la lista de sus ingresos, su nimio salario, y al otro, sus gastos, representados en los estudios de sus hermanos, el cálculo de los gastos mensuales de alimentación, transporte y vestuario, y se hacía obvio que la diferencia era descomunal.
Ana estaba pensando huir otra vez. De nuevo había vaciado sus cuentas, de nuevo estaba calculando cuánto valía vivir por su propia cuenta, pero ah, esta vez lo iba a escuchar.
Tenía su cuenta vigilada precisamente por esto. Nunca había hecho algo así, estaba rayando los límites de la demencia, y era por ella, ella lo estaba enloqueciendo.
Ana entró a la biblioteca y se detuvo en sus pasos cuando lo vio allí.
—Ah... Carlos... No te esperaba tan temprano.
—Quieres explicarme para qué quieres tú mil dólares? —Ana palideció. Cómo sabía él que ella había retirado esa cantidad exacta hoy?
—Qué? Cómo...
—Cómo? —rebatió él—. De dónde crees que sale el dinero de tu cuenta? Acaso crees que luego de lo que hiciste no tengo todo bajo control?
—Me tienes vigilada?
—Claro que te tengo vigilada, crees que confío en ti? Sacaste casi dos millones de pesos hoy, así que explícame, para qué!? —Ana parpadeó repetidas veces, sintiendo un enorme peso en su pecho. Carlos nunca le había hablado así.
—Yo...
—Tú qué, Ana!
—Yo... te los pagaré. Se los di a... —Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sentía que estaba hablando con un extraño, no con el hombre que había hecho que se enamorara de él por su dulzura, por su bondad—. Se los di a Isabella.
—Qué? —La voz de él fue de completo asombro, pero Ana no se dio cuenta ya de eso.
—Pero te pagaré —dijo de inmediato—. Tendrás que esperar... Es que también le debo dinero a Fabián, y a Ángela —señaló hacia sus apuntes—. Con mi salario me tomará varios años, pero te juro que soy buena pagando mis deudas—. Las lágrimas bañaban su rostro—. Es sólo que mis hermanos están tan contentos en ese colegio tan caro que Ángela eligió, y no puedo dejar la universidad, porque luego entonces ¿cómo hago para conseguir un buen empleo y pagar?
—Ana...
—Te pagaré, te juro que te pagaré, siento haberlo tomado prestado sin avisar, lo mismo que la cantidad que me llevé antes... No volverá a ocurrir, te juro que...
Carlos se acercó a ella, sintiéndose terriblemente mal al verla así. Había esperado una señora discusión, que ella intentara defenderse, justificarse, pero ahora estaba viendo la verdad de la mujer que amaba: siempre se había sentido sola en el mundo, y ahora que pensaba que él no estaba más a su lado, pues él mismo había llevado la situación a este límite, pensaba que tendría que enfrentarse otra vez al mundo con lo poco que tenía.
—Ana, no...
—Es que Isabella estaba tan mal —siguió Ana—, un hombre que su padre contrató quién sabe para qué ahora la amenaza a ella y yo la ayudé a huir del país. Ya debe estar lejos. No tenía a nadie más, y tú no me quieres hablar, no te podía pedir consejo, porque si me hubiese acercado a ti, me habrías despachado como lo has hecho siempre, y era tan urgente...
—No importa, Ana.
—No quería traicionar tu confianza —dijo entre sollozos—. No quería hacer parecer como que no confío en ti. No quería irme, pero tuve que hacerlo. Iban a matar a mis hermanos, y si eso sucedía, yo enloquecería. Loca o muerta te perdería, preferí dejarte y alejarte de todo eso. Pensé que hacía las cosas correctamente, pero me equivoqué. Me equivoqué! —Ana terminó gritando, y poco a poco se fue agachando hasta quedar sentada en el suelo—. Siempre he tenido que pensar por mí misma, siempre he sido yo sola. No estaba acostumbrada a contar con nadie, menos con alguien que todo lo quiere dominar como tú. Me prostituyo, no me prostituyo. Encierro a Silvia, no la encierro. Me acuesto con Orlando Riveros, no me acuesto con Orlando Riveros. Siempre he sido yo sola, siempre tomé las decisiones yo!
Abatido, Carlos se agachó también frente a ella, y viendo que no podía detenerla, hizo lo único que podía hacer: escucharla.
—Y luego te conocí a ti, y tú reclamabas que te pasara todas mis responsabilidades, pero quién soy yo sin ellas? Que me queda si me quitas mi independencia y mi fuerza? —lo miró directo a los ojos, con los suyos anegados en lágrimas—. Pero me enamoré —susurró.
—Oh, Dios...
—Me enamoré tan profundamente, que me dio miedo. Tú me anulabas!
—No, Ana...
—Y aun así dije: él también tiene miedo, podemos asumir esto juntos... Por eso te besé en la cocina de Ángela, porque te vi igual de asustado a mí.
—Mi amor...
—Es sólo que no soy como las demás, yo tengo tres hermanos que dependen de mí y mis decisiones. Cada nota de orgullo que encuentras en mí es por ellos. Yo no existo, yo no importo, importan ellos, porque no tienen madre, ni padre, sólo me tienen a mí.
—Y a mí, Ana. Déjame ser parte de sus vidas. Déjame ser tu apoyo, tu muro y tu fuerza.
—Pero estás tan enojado...
—Ya no, mi vida. Ya no lo estoy—. Al oír eso, Ana lo rodeó con sus brazos y siguió llorando; de alivio, de miedos que al fin se iban.
—Quise decirte que te amaba —sollozó ella—. En esa nota. Juro que lo iba a decir.
—Y por qué no lo hiciste? Sufrí tanto pensando que no sentías lo mismo por mí!
—Perdóname —le pidió—. Perdóname por irme —se separó de él e intentó secarse las lágrimas, pero fue inútil, éstas volvían a fluir—. Perdóname por escapar sin decir nada. Perdóname, Carlos.
—Está bien. Ya pasó.
—No, no. Quiero oírte decir que me perdonas. Vuelve a confiar en mí —aquello parecía más una orden que una petición, y él sonrió.
—Sólo necesito de ti una promesa.
—La que quieras.
—Prométeme que no volverás a esconderme ningún secreto. Los quiero todos, Ana.
—Todos mis secretos?
—Todos tus secretos —él apoyó su mano en el rostro de ella y se acercó para besar su mejilla húmeda—. No quiero que nada nos vuelva a separar. No importa si en el futuro nos tenemos que volver a alejar, por la situación que sea; yo quiero saber por qué, y quiero tener la seguridad de que volverás.
—Mi amor...
—Y si te enojas conmigo y discutimos y me mandas a la mierda —sonrió él—, quiero saber que allá donde estás me extrañas y piensas en mí, así no me lo digas—. Ella se echó a reír.
—Estás loco.
—Demente, por ti. Caí en la bajeza de vigilar las cuentas de mi mujer.
—Sí, pero te perdono —se miraron a los ojos largamente. Ana anhelaba un beso suyo, pero conociéndolo, sabía que no lo haría hasta haberle arrancado la promesa. Asintió agitando su cabeza. Le urgía ese beso—. No habrá secretos. Te lo prometo —. Él cerró sus ojos y respiró hondo, como interiorizando esas palabras.
—Bien.
—Entonces... Me perdonas?
—Ya no hay nada que perdonar. Ana... te he extrañado tanto... —ella sonrió.
—Y yo a ti—. Él se acercó poco a poco, y al fin la besó. Ana recibió sus labios, y sintió sus manos rodearla. Ah, éste era su Carlos, el Carlos que había hecho desnudar su alma hasta dejarla en los huesos.
—Te amo —susurró él, y profundizó su beso. Ana sintió su lengua empujar suavemente y ella lo recibió feliz, pero llegados a un punto, él se detuvo y se alejó un poco de ella.
—No —protestó Ana—. Hazme el amor —Carlos sonrió.
—Ana...
—Ahora...
—Pero es media tarde.
—Y qué. Hazme el amor. Por favor—. Él elevó sus cejas, y sin hacerse de rogar, la alzó en sus brazos y salió con ella de la biblioteca. Cuando iba subiendo las escaleras, llegaron los chicos del colegio, que al ver la escena, celebraron.
—Qué ruidosos —dijo Carlos, sin inmutarse. Ana tenía la cara escondida en su pecho, y sonreía.
—Carlos! —gritó Silvia.
—Qué.
—Cómprame un auto.
—Los que quieras.
—Te lo dije —le dijo Silvia a sus hermanos—, ahora puedes pedirle lo que sea, que no le importa! Carlos, aumenta mi mesada!
—No abuses —contestó él, pero su voz se perdía ya entre los pasillos de la segunda planta. Paula y Sebastián se rieron de su hermana, que estiraba los labios ya no tan emocionada.
—Le comprarás un auto? —le preguntó Ana a Carlos cuando éste la depositaba suavemente sobre su cama.
—Ya tiene edad para tener uno. Te opones? —ella lo miró negando y sonriendo.
—Los vas a malcriar.
—Yo tuve mi primer auto a su edad. No está mal—. Él se acomodó poco a poco entre sus piernas, y Ana lo sintió aun a través de la ropa. Cerró sus ojos disfrutando el contacto.
—Hay algo...
—Algo?
—No quieres secretos.
—No.
—Puede que esté embarazada —él quedó prácticamente paralizado, y Ana tuvo que abrir los ojos—. Es sólo una sospecha —dijo—. Puede que Landazábal se equivoque.
—Dios!
—Si no me baja la regla esta semana...
—Dios, Dios... —y antes de que ella pudiera decir otra palabra, la besó, casi con rudeza, como si se fuera a comer su boca.
Ana sintió sus manos por debajo de su blusa y ella empezó a desabrochar los botones de su camisa. Por una vez no le importó que sus hermanos supieran lo que estaba haciendo justo ahora, o que se lo imaginaran. Estaba tan feliz nuevamente en los brazos de Carlos que olvidó el resto del mundo al instante, y sólo estaba él, con su boca y sus manos inquietas, con su cuerpo luchando por entrar al suyo.
Esta vez era diferente de las otras veces, él no había puesto la cantidad de verdades que desconocía de ella por delante, y estaba aquí, hambriento de ella, de su cuerpo y de sus palabras de amor. El rendir cuentas vendría después por esta vez, imaginaba.
—Pasé unos días horribles sin ti —le dijo él entre besos, desnudándola—. Cada noche imaginaba que estabas a mi lado, que podía abrazarte.
—Lo mismo me pasaba a mí —admitió ella, alzando la cadera para que él sacara su pantalón. Ella quedó sólo en pantis y él la miró largamente. Sus costillas se notaban por encima de su piel, y Carlos puso una mano en su vientre.
—Voy a tener que llenarte de comida, si quiero que mis hijos nazcan sanos —ella se echó a reír.
—No debí decírtelo, tal vez no lo esté.
—Pero tal vez sí. Mañana mismo iremos al laboratorio a hacerte una prueba.
—Sí, señor. Qué pasará si sale negativo? —Carlos la miró elevando sus cejas y ella se sentó en la cama para desnudarlo poco a poco; le quitó el saco, la camisa, hasta que al fin tuvo su torso expuesto ante sus ojos y empezó a pasear la palma de su mano por todo él.
—Si sale negativo, podríamos empezar a embarazarnos de inmediato —rió él.
—Sí... No, no —se retractó ella, como saliendo de un trance—. Casémonos primero —él se había inclinado para besarla, pero al oírla, se detuvo y la miró fijamente.
—De verdad?
—Claro que sí... No quiero casarme con una panza, sabes? Si no estoy embarazada ya, esperaremos hasta después de la boda. Y si ya lo estoy... Dios! Dos semanas será muy poco tiempo para organizar una boda? —como él no decía nada, y sólo la miraba, Ana siguió—: No te gusta la idea?
—No, no... es sólo que... es la primera vez que eres tú quien sugiere que nos casemos—. Ella sonrió al verlo así sorprendido.
—Carlos, cariño, aún dudas de la fuerza de mi amor por ti? —él sólo la miraba— Te amo, y casarnos será genial. Podré estar así contigo todos los días de manera legal —él se echó a reír y Ana se acercó más a él para abrazarlo. Fue un abrazo sensual, donde sus pieles se tocaban, y él la rodeó con sus brazos, como si con eso pudiera meterla dentro de su ser y tenerla allí para siempre.
—Sí, casémonos.
—No quiero una boda grande, así que no exageres.
—Lo dejaré todo en tus manos, si no confías—. Ella miró el techo sonriente y pensativa.
—Mis amigas me ayudarán, estoy segura —Él empezó a besar la curva de su cuello— y estoy segura de que mi suegra no me dejará hacer nada extravagante, oh... —jadeó ella cuando él bajó su cabeza hasta su pecho. Olvidó de qué estaban hablando, o si estaban hablando, y perdió un poco la coherencia de las cosas; sólo fue capaz de sentir.
Carlos se deleitó besando de nuevo aquellos pechos que tanto extrañó, y al escuchar cada jadeo, cada gemido de ella, su deseo fue creciendo más y más, hasta llegar al punto en que no fue suficiente con tocarla, con besarla, y se introdujo suavemente en su cuerpo hasta ser parte de ella otra vez. La apoyó suavemente en la cama, le tomó ambas manos apresándolas por encima de su cabeza y la miró a los ojos, los de ella estaban nublados ya de deseo. Su cuerpo se arqueaba como si la energía quisiese salir de sus poros. Él sonrió, aunque el hacerla esperar lo estaba matando, y pensó que no había nada más hermoso que esto aquí, que ella contorsionándose de deseo por él, que ella anhelándolo aun cuando lo tenía dentro. Se movió suavemente y ella lanzó un gemido quedo.
—Carlos —le rogó—. Por favor.
—Por favor qué, amor? —Ponerlo en palabras era vergonzoso para ella. Se suponía que él debía saber qué quería ella, no? —Dilo —insistió él.
—Más...
—Más qué?
—Ahh! Me estás castigando? —él sonrió, y al instante hizo una mueca. Por la fuerza de su deseo, su cuerpo casi obra solo, pero logró contenerse.
—Te lo mereces.
—Carlos, por favor.
—Pero no sé lo que quieres —Oh, qué agonía!, gritó ella por dentro, intentó mover las caderas por su cuenta, pero él se lo impidió, y ella tuvo que soltar un quejido de dolor y pena. Lo tenía dentro, pero no podía hacer nada. Esto era un suplicio.
Bien, se dijo ella, esto era un juego de dos.
Como no podía besarlo, ni tampoco podía tocarlo con sus manos, se concentró en sí misma, en su cuerpo y sus músculos rodeándolo. Era una imagen enloquecedora y por pura inercia lo apretó tan fuerte que él tuvo que salir de su cuerpo y alejarse, liberándola.
—No! —gritó ella—. Carlos, mi amor, no! —En sus ojos había lágrimas, y gateó en la cama hasta él—. Por favor, mi amor. Está bien, será como quieras, te diré lo que quieras; suplicaré, sólo por hoy pero lo haré—. Eso lo hizo reír, y la tomó de la mano sacándola de la cama y se sentó en el diván al pie de ella.
—Mi Ana de espíritu indomable —susurró él sentándola sobre sus piernas, de espaldas a él—, al fin encontré algo que puede quebrar tu voluntad.
—Qué... —quiso preguntar ella. Esta posición ella no la conocía. Él separó sus rodillas usando las suyas, hasta que quedó abierta de piernas sobre él. Ella quiso girarse, para mirarle la cara, pero él la tomó fuerte por la cintura manteniéndola en su lugar.
—Así que vas a suplicar sólo por hoy? —dijo él, y se tomó a sí mismo con su mano para introducirse en ella. Ana lanzó un gemido todo lo que tardó él en estar completamente dentro de ella. Se sentía tan húmeda y tan invadida que no podía pensar en nada más. Casi ni lo escuchaba. Él tomó sus brazos con cuidado de no lastimarla, la dobló sobre él y empezó a moverse.
—Sí, sí! —celebró ella ante cada embestida, y ni siquiera se dio cuenta de que ya no estaban ni en la cama ni en el diván, sino en el suelo, y él estaba de rodillas tras ella, embistiéndola, haciéndola arquearse una y otra vez, con su cabello suelto y sus pequeños senos moviéndose al ritmo de sus embates. Él no soltaba sus brazos, evitando que ella se pudiera apoyar en el suelo, o que lo tocara, y aceleró el ritmo hasta que Ana empezó a llorar. Pero él se quedó quieto justo en el momento en que el orgasmo se formaba en su interior.
—Por amor de Dios, Carlos! —suplicó—. Por favor, mi amor. Termina... Jesucristo, termina! —ella escuchó su risa y el leve movimiento que eso produjo entre los dos casi la lleva al abismo.
—No, no te irás sin mí —sentenció él con voz seria.
—Carlos, te amo —soltó ella de pronto—. Te amo tanto que me duele, dentro y fuera me duele—. Él se quedó en silencio, reconociendo la táctica de ella para hacerle perder el control—. No es... no es muy romántico, pero tal vez sí pueda vivir sin ti, lo hice todos estos años pasados... pero no quiero vivir sin ti. No quiero. Siempre que pueda elegir, te elegiré a ti, porque eres mi vida, porque eres mi amor.
Ella había ganado. No tenía un punto, tenía mil. La enderezó suavemente, y soltó sus brazos. Movió su cabeza de manera que pudo besarla, paseó sus manos por sus pechos, por su pubis, y tocó el lugar donde los dos se unían. Ella puso su mano sobre la de él y juntos empezaron a moverse, como las palmeras mecidas por el viento, como las algas sometidas a las corrientes del mar.
Se dijeron mil cosas más, entrecortadas, sin sentido, y pronto los dos llegaron a la cima de ese monte en donde antes sus almas desnudas se habían encontrado. Era hermoso, pero la estancia demasiado corta, así que en cuanto regresaron, Carlos la tomó en brazos, la acostó en su cama, y empezó una nueva ronda para volver a llegar allí, y esta vez no hubo castigos, ni súplicas, ni retos. Esta vez sólo fueron un hombre y una mujer que se recreaban en su amor.
—Silvia tiene dieciocho años —dijo Ana estirándose como una gata encima de él, y Carlos se preguntó por qué ella soltaba la edad de su hermana cuando ambos estaban desnudos y saciados después de haber hecho tantas veces el amor. La miró elevando una ceja, y ella habló como si la respuesta fuera muy obvia— Que se va a imaginar todo lo que está pasando aquí.
—Ni yo puedo imaginarme lo que va a suceder cada vez que tú te quitas la ropa, ella no podrá —Ana se echó a reír, y lo abrazó plenamente satisfecha.
—No podré verlos a la cara.
—Eso debiste pensarlo antes de suplicarme que te hiciera el amor.
—Yo no te supliqué.
—Ah, no?
—Bueno... tal vez lo pedí por favor, pero no creo que haya suplicado.
—En serio? —preguntó él moviéndose en la cama y apresándola bajo su cuerpo. Ana reía. Pero luego se quedaron mirándose, con el rostro sonriente, sus cuerpos relajados. Afuera había oscurecido, y tal vez el mundo seguía con sus afanes, sus locuras, gente trabajando y otra volviendo de sus trabajos, chicos de fiesta y chicos haciendo tareas.
Qué importaba el mundo?
Guardaron silencio por un largo rato, pero fue un silencio que decía muchas cosas, que hacía muchas preguntas. Ana respiró audiblemente y apoyó su cabeza en la almohada y miró el techo.
—Ese día estaba muy asustada, Carlos —empezó—. Yo había tenido ese sueño desde mucho antes... —Carlos se acodó en la cama y la miró atento.
—Cuéntame el sueño—. Ana agitó su cabeza negando, y a pesar de que sólo recordarlo hacía que se erizara, de alguna manera sabía que él debía saberlo, y que si él estaba a su lado, los horrores no volverían a invadirla.
—En el sueño yo siempre aparecía en un lugar que parece un jardín, un prado inmenso y bonito. Escucho a mis hermanos y giro a mirarlos, y encuentro que están sentados en el suelo, aterrados y llorando, y Orlando Riveros les apunta con un arma.
—Orlando Riveros? —Ana hizo una mueca con sus labios.
—He analizado y... Él representaba mi peor miedo, mi peor amenaza... mi peor vergüenza. Verlo amenazar a mis hermanos simplemente me... —Carlos la abrazó cuando a ella empezó a faltarle el aire.
—Ya está bien. Nadie amenaza a tus hermanos ahora.
—Sí... lo sé. Pero...
—Tranquila—. Estuvieron allí, abrazados y en silencio por espacio de un minuto—. Por qué no me lo contaste, Ana? —preguntó él al cabo—. Qué creíste que pensaría yo si me lo contabas? —ella esquivó su mirada.
—Sabía que me prometerías que estarían a salvo.
—Y entonces no me habrías creído —Ella siguió mirando a cualquier lado menos a él, y Carlos tuvo que tomarle la barbilla y obligarla a mirarlo—. Dime —ordenó.
—No se trataba de que te creyera o no te creyera. Se trataba de que yo estaba absolutamente segura de que ese sueño se cumpliría, por encima de ti y de cualquiera. Si por ti yo me quedaba y algo le pasaba a mis hermanos, nunca me lo habría perdonado, y estaba segura de que con el tiempo terminaría culpándote también a ti. No quería eso.
—Así que decidiste irte y alejarme de toda posible culpa.
—Creí que en cierta forma nos estaba protegiendo.
—Terminaste nuestra relación para protegerla. No tiene sentido.
—Lo sé, pero tenía tanto miedo por mis hermanos que... sólo pensé en ellos.
—Me pusiste a mí, y de paso a ti, en último lugar.
—Y lloré tanto por eso...
—Te creo que lloraste. Sebastián me lo dijo. Volverías a hacerlo, Ana? —ahí estaba, se dijo ella. La pregunta horrible. Él se echó a reír antes de que ella pudiese contestar—. Sabes, estoy aquí contigo, te tengo desnuda en mi cama, te he sacado la promesa de que no me volverás a esconder cosas tan graves... y aún siento que no te tengo del todo. Por qué, Ana?
—Me tienes.
—Pero me volverías a dejar.
—Es difícil. Es la vida de mis hermanos, se trata de vida o muerte, no de felicidad o infelicidad...
—Y te entiendo, Ana, completamente.
—Es sólo por ese sueño. Mira todo lo que hice, y aun así se cumplió al pie de la letra!
—Y por mi culpa. Ves que no valió de nada que intentaras protegerme de la culpa?
—Por tu culpa? Por qué? —Fue turno de Carlos apoyarse en la almohada.
—Porque prácticamente llevé a Antonio Manjarrez hasta ese jardín a que matara a tus hermanos —cuando ella lo miró con sus ojos muy abiertos, él procedió a contarle lo que la policía había descubierto: Antonio Manjarrez, de alguna manera, había descubierto que ella y sus hermanos se escondían en Trinidad, su pueblo natal y el de su esposa. Fue hasta allí, pero no pudiendo encontrarlos el mismo día que llegó, se hospedó en un hotel; hotel que usó Carlos para pasar la noche.
Ana se quedó en silencio largo rato. No le habían contado eso.
Los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez, y cuando Carlos la sintió llorar, se abrazó a ella.
—No sirvió de nada entonces?
—No. Alejarme de la posible culpa no sirvió de nada. De todos modos, tuve participación en el evento.
—Entonces pasé esa semana horrible porque sí?
—Por eso necesito tu promesa sincera de que no me dejarás por fuera. Nunca.
—Esa semana sin ti ha sido mi peor castigo. No quiero, en lo que me queda de vida, vivir algo igual—. Respiró profundo y sorbió sus lágrimas y sus mocos—. Lo que me asusta ahora es que de alguna manera sé que esos sueños los seguiré teniendo.
—Mi mujer vidente —ella se echó a reír.
—No es videncia, es...
—Lo que sea, ahora hace parte de ti.
—Se cumplirán, haga lo que haga.
—Entonces no luchemos contra el destino. Luchar contra él, sólo hará que se acelere su cumplimiento.
—Como Layo —Carlos frunció el ceño tratando de recordar quién era Layo—. El padre de Edipo —lo ayudó ella—. Eloísa tenía razón.
—Mmmm —murmuró él y la abrazó suavemente, envolviéndola en sus brazos con cuidado—. Apresúrate a soñar, y dime si cuando me haga viejo, tendré panza —ella se echó a reír.
—Lo intentaré. Pero si no haces ejercicios, te saldrá panza.
—Por eso tengo mi propio gimnasio.
—Entonces no tendrás panza—. Él sonrió.
—Te amo, Ana —ella lo miró fijamente, tan feliz de escuchar de nuevo esas palabras.
—Y yo te amo a ti, Carlos.
—Habla con tus amigas y determina pronto la fecha para nuestra boda. Cuando la tengas, me la dices para sacar los días necesarios para nuestra luna de miel. Quiero que sea pronto, Ana.
—Sí, señor.
—Me urge ponerte un anillo, atarte a la pata de mi cama. Un grillete; si es de oro, no se verá tan feo —ella se echó a reír.
—La cama, eh? Qué peligro —él respiró profundo, y eso se parecía mucho a un suspiro.
—Recuperé Jakob —dijo él, y ella esquivó su mirada—. Si quieres, volverá a ser tuya.
—Siento mucho eso. Ni siquiera sabía que estaba a mi nombre.
—Lo sé, y no te preocupes por eso; escuché de principio a fin la grabación; sé por qué lo hiciste. Mi error fue no habértelo dicho, pero quería que fuera mi regalo de bodas—. Ana sonrió de medio lado.
—Haga lo que haga, tú me cubrirás de regalos, verdad?
—Tuviste la mala suerte de enamorarte de un hombre con dinero, qué esperabas?
—Y además, un poco dominante.
—Al principio me acusaste de ser sumiso, y yo te dije que no lo era. No me creíste.
—Sí, ya veo que me equivoqué.
—Y ya sé que me acusas de dominante y más cosas, pero Jakob no es un objeto, es una empresa de la que dependen muchas familias, por eso me gustaría que cuando te gradúes, hagas también una especialización para poder dirigirla, si quieres dirigirla. Si no quieres, hay mucha gente calificada para que lo haga; o se la pasas a Silvia cuando esté lista, o a uno de nuestros hijos, o nietos. Hagas lo que hagas, recuerda que fue mi regalo de bodas para ti.
—Lo tendré en cuenta—. Él tomó su mano y se la besó, sintiendo que al fin podía estar tranquilo, que toda la bruma que los había envuelto, toda la turbulencia, toda la aflicción, poco a poco iba pasando. Y ahora era posible que ella estuviera embarazada.
No había nada en este mundo que le pudiera quitar esta felicidad.