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CARLOS, ANA, Silvia, Paula y Sebastián entraron a la mansión Soler y ya era casi media noche. Carlos había llamado a Judith para anunciarle que iban en camino, así que se la encontraron en el vestíbulo para recibirlos. Ana sonrió en su corazón cuando la vio abrazar a sus hermanos y consolarlos por todo lo que habían tenido que vivir; deduciendo lo cansados que estaban, Judith los llevó de inmediato a sus habitaciones.

Antes de irse, se giró a ella y le sonrió diciéndole:

—Bienvenida de nuevo a mi casa —Ana le correspondió asintiendo con su cabeza, y deseando abrazarla por primera vez. Todo el que amara a sus hermanos, se ganaba de inmediato su respeto.

Los niños y Judith se fueron y los dejaron a ella y a Carlos a solas. Pensando que entre más pronto hablara con él mejor, intentó iniciar una conversación, pero él apenas si le permitió pronunciar su nombre.

—Leti? —llamó, y el ama de llaves de la mansión se acercó presta a recibir sus órdenes—. Arregla una habitación para Ana, para que pase allí la noche.

—Señor? —preguntó la mujer, confundida, pues habían pensado que como antes, ella dormiría en la habitación de él. Ana se lo quedó mirando con el corazón roto. Pero claro, qué había esperado?

—Lo que oíste, Leti, lo que oíste —dijo él alejándose por las escaleras, dándole a ella la espalda. Leti miró a Ana con los ojos llenos de conmiseración, y Ana se odió a sí misma por el deseo de llorar que le entró. No debía mostrarse débil delante de nadie. Ella era fuerte, ella no necesitaba de nadie.

—Siento hacerte trabajar a estas horas —le dijo a Leti, y la mujer sólo se alzó de hombros. Le pidió que la siguiera y Ana así lo hizo.

Minutos después de estar a solas en su habitación, Carlos sintió que alguien llamaba a la puerta.

Sería Ana? Se preguntó, lleno de expectativa. Abrió la puerta sin preguntar quién era y se encontró al ama de llaves.

—Las cosas de la señorita están aquí... —dijo ella un poco aturdida por la velocidad de él al abrir la puerta.

—Ah, claro—. Decepcionado, y burlándose de sí mismo por eso, Carlos la dejó pasar y la vio sacar del armario ropa para Ana. Dios, pero qué estaba haciendo? Si se moría por tenerla a su lado de nuevo! Por abrazarla en medio de la noche, así los dos estuvieran vestidos con sus pijamas!

Pero no, se detuvo cuando casi se le sale la orden de dejar todo así y trasladar a Ana aquí. Antes, era él quien siempre daba el primer paso, siempre buscándola, siempre atrayéndola a él con todas sus fuerzas, utilizando cada recurso a mano para que ella lo amara. Estaba cansado de eso, y de sentirse tan poco correspondido. Necesitaba una prueba de que Ana de verdad lo amaba, y no sólo se había dejado arrastrar por él, que era como constantemente sentía.

Esta vez, tenía que ser ella quien diera el primer paso.

Ana recibió sus cosas y le sonrió a Leti tratando de disimular, pero siempre había sido una mala actriz y tuvo que sacarla pronto de su habitación. Había matado el amor de Carlos? Ni teniéndola cerca, él sentía algo ya? Tan malo había sido lo que le había hecho?

Se sentó en la cama lentamente. Qué hacía aquí? Si Carlos ya no la amaba, qué hacía en esta casa?

Iba a ser así? Se verían en el desayuno y serían como dos extraños, no podría ella dirigirle siquiera la palabra, le rehuiría él cuando se encontraran en la misma habitación?

En qué punto empezarían a discutir? A decirse cosas desagradables, a maldecirse, a odiarse?

Le impediría él siquiera contarle todo aquello por lo que estaba pasando cuando tomó esa maleta?

Sólo recordar el momento le hacía erizarse por el terror que había tenido que pasar. Ella había demostrado que tenía razón al tener miedo. Se había equivocado de jardín, de prado, de casa, pero había acertado en lo demás. No lo había visto él?

Lo había perdido?

Se llevó una mano a la mejilla cuando se dio cuenta de que una lágrima había rodado. Estaba cansada. Cansada de llorar, cansada de sus cargas. Con la muerte de Antonio y la captura de Lucrecia sus miedos habían disminuido en gran manera, pero ahora tenía delante una nueva prueba y no se sentía con la fuerza para luchar.

Había perdido a Carlos, lo había perdido. Había perdido a su mejor amigo, a su confidente, a su amante.

No quería esto.

Se recostó en la cama lentamente y cerró sus ojos secando sus lágrimas, deseando retroceder en el tiempo y escribir en ese papel “te amo”. Lo hubiese hecho, debió haberlo hecho. Había analizado mil veces sus acciones y encontró que volvería a irse llevándose lejos a sus hermanos; volvería a hacerlo, pero esta vez, habría escrito en las paredes si era necesario que lo amaba, que por favor la perdonara, que la comprendiera.

Se fue quedando dormida, y a pesar de su tristeza, ésta vez no tuvo pesadillas.

-Vaya, madrugaron —dijo Carlos saludando a Silvia y los demás, que bajaban uniformados y llevando sus mochilas llenas de libros—. No llamé al colegio avisando que irían.

—Pero vamos —dijo Paula sentándose con prisa en la mesa de desayuno—. Ya hemos perdido demasiadas clases.

—Mi año está en un tilín —dijo Sebastián bebiéndose casi de un trago la mitad del jugo de naranja—. Si no empiezo ya mismo a ponerme al día, tendré que repetir curso.

—Y yo tengo que apurarme o me graduaré a los treinta. No puedo seguir retrasándome —Carlos sonrió orgulloso. Nunca había imaginado que los adolescentes fueran tan serios en esto de velar por su propio futuro. Pero bueno, esto se los había enseñado Ana.

—Entonces yo mismo los llevaré al colegio y hablaré con la rectora...

—Para qué?

—Para explicarle la situación; un adulto tiene que hacerlo.

—No tienes que ser tú. Ana puede hacerlo.

—Dejen descansar a su hermana.

—Cuidas de ella todavía —observó Silvia—. Por qué eres tan terco? Ve y perdónala —Carlos hizo una mueca. No iba a opinar al respecto.

—No digas nada, Silvia —la reprendió Paula—. Eso es cosa de ellos, tienen que resolverlo sin ayuda de nadie.

—No lo creo —insistió Silvia—. Ella es terca como una mula; él, orgulloso como un faraón. Si lo dejamos en sus manos, yo me casaré y tendré hijos y ellos seguirán disgustados.

—Te sirve saber que Ana lloró por ti todas las noches? —dijo Sebastián mirándolo con ojos grandes y casi suplicantes—. Yo la escuchaba, lloraba mucho.

—Sebastián, no se puede confiar en ti —rezongó Paula.

—Desayunen —ordenó Carlos imponiendo el silencio—. Se les hará tarde.

Tal como prometió, los llevó hasta el colegio, habló con la rectora y estuvo allí buena parte de la mañana recibiendo los reportes y la lista de temas en las que debían ponerse al día. Por lo larga y profunda en temas que era, sospechaba que necesitarían un tutor.

Luego se fue a la fábrica a cumplir con su horario de trabajo. A eso del medio día llamó a su casa para preguntar por la salud de Ana y lo que escuchó lo dejó un poco aterrado. Ella se había levantado casi al medio día y no había salido de la habitación sino para desayunar. Luego se había vuelto a encerrar y allí estaba.

Eso no era típico de ella, así que llamó a Landazábal para que le hiciera un chequeo en su casa.

No ignoraba que Ana había sufrido esos días que estuvo en Trinidad. El aspecto desmejorado con que la encontró así lo anunciaba, pero dudaba que si lloraba lo hacía por él. Debía ser otra razón, y tenía para escoger.

—Fabián! —exclamó Ana al verlo y casi corrió a él para abrazarlo. Él había venido a visitarla, al fin.

—Dios mío, mujer, mírate! —Ana lo hizo. Aunque ya no llevaba el brazo en cabestrillo, pues la bala apenas la había rozado, tenía una venda que lo rodeaba cerca del hombro. Llevaba su ropa de antes, y le quedaba holgada.

—Estoy horrible, ya lo sé.

—Pero estás viva, y estás bien... o lo estarás.

—Horriblemente sincero —él se echó a reír, y Ana sintió que su corazón tomaba un poco de su calidez, realmente se alegraba de verlo.

Esa mañana sus hermanos se habían ido a clases cuando ella pensó que se tomarían el día de descanso. Habían ido a su habitación a despedirse y ella había caído en la cama otra vez como si no hubiese dormido en toda la noche. Sin embargo, cuando le anunciaron que Fabián estaba aquí, hizo lo posible por quitarse su cara de recién levantada y recibirlo. Si seguía durmiendo, pasaría de largo hasta el día siguiente.

Lo llevó hasta la sala del invernadero y se sentó a su lado en el sofá sonriéndole, y sentía que no sonreía desde hacía milenios.

—Qué feliz estoy de verte al fin.

—Mentirosa. Te fuiste sin avisar. Nos tuviste preocupados...

—Ya lo sé —contestó ella apretando sus labios—. Les hice daño, pero tenía que hacerlo...

—No discutamos por eso. Será difícil hacerte cambiar de opinión al respecto, y prefiero que sigamos siendo amigos —Ana sonrió mirándolo.

—Sí, sigamos siendo amigos.

—Está bien. Bríndame algo, quieres? Aunque sea agua —ella se echó a reír y miró en derredor, pero no había nadie del servicio que pudiera ayudarla. Eso era raro. Siempre había alguien cerca, sobre todo si llegaba visita.

Pero claro, ella ya no era la mujer del señor. Sabía cómo pensaba el personal porque ella había sido parte de uno antes. Si la estima de ella había bajado a los ojos de él, también bajaría ante los ojos de sus sirvientes por la lealtad que le debían. Miró a Fabián sonriendo un poco avergonzada.

—Espérame aquí, ya te traigo algo.

—Claro que no, no te vas a meter a la cocina por mí.

—Pero tienes sed.

—Sí, pero no moriré por eso —Ana se puso en pie, de todos modos.

—Déjame atenderte —caminó hasta la cocina y Fabián la siguió.

—No has cambiado. Sigues igual de terca.

—Por qué iba a cambiar? Acaso fui a un campamento de “cambia-conciencias”?

—Algo así. Tuviste que ver cómo casi matan a tus hermanos —ella hizo una mueca, y al estar en la cocina, se dirigió directamente a la nevera. Al verla a ella, las muchachas allí reunidas ni se inmutaron, pero al ver a Fabián, de inmediato empezaron a mover sus cabellos y a arreglarse el uniforme.

—Te conformas con un jugo de fruta? —preguntó Ana.

—Vale.

—Yo lo hago —dijo una de las muchachas—. Lo que sea por el joven.

—Gracias —dijo él sonriente. Al ver que no le importaba que le coquetearan tan abiertamente, Ana entrecerró sus ojos.

—Cuándo vas a encontrar una novia?

—Por qué quieres verme atado?

—Fabián...

—No la he conocido. Puede estar en cualquier lugar —y al decirlo, miró los rostros de cada una de las muchachas allí, que casi se desmayan por semejante esperanza. Ana sonrió mirando el techo.

Judith entró entonces a la cocina, y al ver a Ana y a Fabián frunció el ceño.

—Recibes tus visitas en la cocina?

—Ah, no —contestó ella—. Es que...

—Ustedes —interrumpió Judith con voz severa y mirando a las jóvenes—. Quién creen que es Ana? Una recogida, acaso? No saben que cuando se convierta en la señora Soler podrá echarlas a todas y cada una de ustedes? Y si no lo hace ella, seguramente lo haré yo.

—No, Judith...

—Me sacan de quicio! —volvió a exclamar Judith llevándose ambas manos a la cabeza—. Que estés peleada con mi hijo no significa que hayas bajado de categoría. Y tú —dijo mirando a Fabián, que enderezó su espalda al instante—. No pudiste hacer nada? Tan encandilado quedaste con las minifaldas?

—Eh... un poco.

—¡Los hombres, Dios mío, los hombres! Vamos a la sala!

—Sí señora —dijeron Ana y Fabián al tiempo, y la siguieron. Ana miró a Fabián asombrada, nunca se esperó que Judith la defendiera de tal forma, y Fabián estuvo a punto de soltar la risa.

—Por eso odio la terquedad de mi hijo —iba diciendo Judith—. Le dije que no hiciera tal cosa. La ropa sucia se lava en casa, le dije. Los criados se darán cuenta de que tienen problemas, y como no es tu esposa todavía, malinterpretarán las cosas. Pero no, tenía él que enviarte a otra habitación, y claro, todos se dieron cuenta. Ahora quién sabe qué cosas creen de ti...

La cantinela de Judith siguió hasta que entraron a su sala favorita y los tuvo sentados. Ana estaba sentada derecha, y Fabián apretaba los labios conteniendo la risa. Cuando vio que las muchachas del personal marchaban como un relojito alrededor y trajeron su bebida, y a Ana la volvieron a tratar como si fuera una princesa, no lo pudo resistir y soltó la carcajada. Judith lo miró ceñuda, pero al rato relajó la expresión y empezó a hacerle preguntas sobre su abuela, sus tíos y sus primos, a las que Fabián contestó con su usual buen humor.

Landazábal llegó cuando ya Fabián se había ido, y tuvo que sonreír cuando supo que había sido el mismo Carlos quien lo enviara. Estaba preocupado. Bueno, le venía bien.

El médico le había revisado la herida y le había hecho una curación, la había pesado y auscultado de arriba abajo.

—Has tenido tu periodo regularmente? —le preguntó, y Ana se sonrojó. Afortunadamente, estaba a solas con él.

—No.

—Tienes un retraso, eh?

—Pero es normal. Con todo lo que ha pasado...

—Si no te llega la próxima semana, llámame.

—Pero no creo que esté embarazada.

—Acaso no es probable? —Ana frunció el ceño. Ella embarazada? Hizo cuentas rápidamente, y calculó que tenía un retraso bastante largo. Se llevó las manos al vientre, como si así pudiera saber si allí había alguien.

Hacía una semana ella se había ido a trinidad, pero antes de eso, Carlos y ella habían estado bastante activos en la cama, a pesar de las preocupaciones.

—Sí, es probable —susurró. Landazábal la miró parpadeando un poco. Tal vez había esperado que ante la sola mención del embarazo, Ana saltara de felicidad. Ella tuvo que sonreír—. Pero no creo que lo esté. Lo sabría, lo sentiría. Y me lo habrían dicho en el hospital ahora que me hirieron en el brazo...

—Como sea. Te recetaré unas vitaminas, le dejaré una copia a Carlos para que te las compre de inmediato. Deberás comer sanamente y a horas. Estás muy baja de peso; eres delgada, pero ya no es normal. Te sugiero que te tomes las cosas con más calma. Toma una siesta en la tarde y si sigues todas mis recomendaciones, en un par de meses habrás conseguido reponerte.

—No me gusta dormir en el día, y no tengo tiempo para eso.

—Ana, mírame —dijo el doctor con voz seria—. Si estás embarazada, en tu estado actual sufrirás osteoporosis, o anemia, o tal vez las dos; y cuando el bebé nazca ni siquiera serás capaz de amamantarlo. Quieres eso?

—Ni siquiera estamos seguros de que...

—Entonces ve al laboratorio y hazte una prueba ya mismo, y si sale negativo déjate morir, ya que por ti misma no hallas una razón lo suficientemente fuerte como para cuidar tu cuerpo y tu salud—. Ana se quedó callada. Tragó saliva.

—Todos insisten en regañarme.

—Porque se preocupan por ti. Y como contigo no valen mimos, tocan regaños. Como dijo una vez alguien: déjate querer, que eso no duele—. Ana sonrió.

—Usted es bastante convincente.

—Soy tu doctor, tengo que serlo—. Landazábal empezó a recoger sus instrumentos—. Llévame a tus hermanos al consultorio, quiero examinarlos también —ella asintió.

Cuando ya se iba, él apretó fuerte su mano.

—Nos tuviste preocupados —dijo en voz baja—. Nunca vi a Carlos peor—. Ana hizo una mueca.

—He tenido que disculparme con medio mundo por eso.

—Pero te disculpaste con él? —Ana esquivó su mirada—. Si no te llevó personalmente a mi consultorio, es que sigue enojado.

—Usted es médico, no psicólogo de parejas.

—Ah, conozco a unos muy buenos —dijo él sonriendo, y al fin subió a su auto. Ana se quedó allí unos instantes. Todo el mundo alrededor no hacía sino reprocharle y decirle lo mucho que había sufrido Carlos en su ausencia. Bueno, ella también había sufrido mucho, sólo que nadie lo había visto.

Sin embargo, le dolía el corazón cada vez que alguien le pintaba la imagen de un Carlos deprimido. Esa misma imagen la había perseguido a ella cuando estuvo allá en Trinidad.

Carlos llegó en la noche con regalos para todos: nuevos teléfonos celulares. Silvia y Paula gritaron emocionadas, sobre todo porque tenían el mismo número que antes, y ambas lo abrazaron y besaron en la mejilla.

Luego, él se giró a ella y le extendió la bolsa que contenía el suyo. Ella lo recibió lentamente, apretando sus labios y deseando hacer lo mismo que sus hermanas; abrazarlo y besarlo. Como buenas celestinas, y viendo la rara oportunidad, las niñas se fueron de la sala dejándolos solos.

—Carlos, tenemos que hablar —le dijo. Él sonrió de medio lado.

—Sí, la típica frase.

—Pero sabes que tenemos que hablar. Vamos a seguir así?

—No lo sé —dijo, y dio la media vuelta dejándola sola de nuevo.

Ana se sentó lentamente en el sofá y destapó la caja con su nuevo teléfono conteniendo las ganas de llorar. Se repitió su propia pregunta: iban a seguir así?

-Hi, Sophie —saludó Ana. Sophie soltó una perorata en inglés que ella a duras penas entendió. Su profesora había estado preocupada; la había llamado, pero su teléfono sonaba muerto desde hacía milenios... o eso fue lo que ella logró captar.

Había llamado a sus compañeros de la universidad, incluso al que la ayudó con lo de la renta del auto; a sus profesores, a Ángela y Eloísa, indicándoles que ya podían volver a llamarla. Afortunadamente, tenía un respaldo de su directorio en su cuenta y ahora había rescatado a todos sus contactos. Retomaría sus clases mañana mismo; tenía mucho que hacer.

En un par de días el ritmo de antes volvió a la mansión Soler, y excepto porque ahora Ana y Carlos apenas si se hablaban, todo había vuelto a la normalidad. Ella y sus hermanos habitaban la casa, se peleaban, se reían. Ahora, además, podían salir con tranquilidad. Algunas veces incluso traían a sus amigos y compañeros aquí para hacer tareas y algunas actividades.

Carlos había vuelto a depositar dinero en su cuenta, sin decirle nada, claro, para que ella tuviera cierta libertad financiera. La cifra no era tan alta como la de antes, pero qué podía reclamar? Él ni siquiera debía darle dinero.

También fue muy estricto con lo de los diferentes tutores, incluso diseñó un horario para que ellos lo siguieran al pie de la letra. Ana no podía ya decirle que eso era asunto de ella. Cada vez que intentaba pedirle que no se preocupara tanto, él simplemente la miraba cortante y hasta allí llegaba su conato de independencia.

Él se portaba como si esto fuera a durar toda la vida; ella y sus hermanos viviendo aquí, ellos dos y su relación rota.

No entendía por qué no había conseguido aún una casa que pudieran habitar. Se suponía que el trato era hasta que ellos se mudaran, pero él ni había mencionado el tema. Bueno, a duras penas le dirigía la palabra, qué iban a hablar?

Y qué iba a hacer ella?

Haciendo las cuentas, ni viviendo en el apartamento más pequeño y económico del mundo podría vivir sin deudas. El colegio de los chicos, el valor de su universidad, los transportes, la alimentación y el vestuario... todo eso sobrepasaba casi tres veces su salario. Había vuelto a trabajar en Texticol, y no tenía esperanzas de ser ascendida, ni encontrar otro empleo tan bien pagado donde además le permitieran seguir estudiando. Era lo mejor que podía encontrar.

Tendría que seguir viviendo de la caridad por tiempo indefinido, y eso la estaba matando. Sus deudas no hacían sino crecer y ahora ni siquiera podía justificarse tras su relación con Carlos para vivir aquí.

Su teléfono sonó, y ella miró la pantalla un poco espantada cuando vio que era Isabella Manjarrez. Salió de la biblioteca, donde había estado, y preguntó por Carlos, pero él no estaba. Tendría que recibir la llamada.

El teléfono dejó de sonar, y ella lo miró por largo rato como si de repente fuera a estallar. Qué quería ella? Acaso le iba a reclamar algo? Le iba a hacer reproches, quizá? O tal vez era una nueva amenaza que se cernía sobre ella? Lucrecia estaba en la cárcel, y Antonio muerto, tal vez pretendía cobrarle que su familia se hubiese destruido.

A los pocos segundos, el teléfono volvió a sonar.

Cerrando sus ojos con fuerza, contestó.

—Sí?

—Ana? Ana, por favor no me vayas a colgar. Soy yo, Isabella.

—Sí, ya sé que eres tú.

—Ana, Ana, te necesito. Necesito tu ayuda. Eres la única que me puede ayudar—. Ana quedó en silencio unos segundos, tremendamente sorprendida. De todo se había imaginado menos esto—. Sigues allí? —preguntó Isabella ante su silencio.

—No puedo creerlo. Me llamas para pedirme ayuda? No sabes lo que me hicieron tus padres?

—Lo sé, lo sé. Apenas me enteré, te juro que no sabía nada! Ayúdame, por favor, estoy en una terrible situación.

—No quiero trampas. No quiero saber nada de ti, nada de los Manjarrez.

—Mi abuelo murió —dijo Isabella con voz rota—. Murió hoy! Papá también está muerto, mamá en la cárcel. No tengo a nadie! —Ana la escuchó llorar. Poco a poco su corazón se fue ablandando. Ni siquiera se había preguntado qué era de ella, y al parecer, no estaba nada bien con todo lo que le estaba pasando.

—Siento lo que te está pasando, pero...

—Ya sé que es culpa nuestra que tú lo hayas pasado mal, pero te lo ruego por Dios, escúchame lo que tengo que decirte. Te prometo que jamás en la vida te volveré a molestar.

—No tienes amigos que te puedan ayudar?

—Ninguno! Todos me miran terrible luego de lo que pasó, incluso me han negado la entrada a los clubes, ya no sé qué hacer! No tengo a nadie a quien acudir!

—Vas a tener que sobrevivir por ti misma. Tal vez no vivas con los lujos de antes, pero podrás hacerlo.

—No se trata de eso, es peor! Hay un hombre que me acosa, quiere que le pague un dinero que papá le quedó debiendo y tengo miedo de que pueda hacerme algo!

—Qué?

—Es horrible, tiene una cara de asesino que me asusta, y tengo tanto miedo! Dice que él hizo el trabajo que papá le mandó, y dice que si no le pago se las cobrará conmigo!

—Dios! Dónde estás ahora?

—Estoy en un hotel de esos baratos, los bancos llegaron y me quitaron la casa, los autos, hasta las cosas de valor que encontraron dentro. Me congelaron las cuentas y las tarjetas, no tengo sino la ropa que llevo puesta. Ana, ten piedad de mí, estoy al borde de quedarme en la calle! Ya sé que me odias, pero por esa amistad que tuvimos antes, te ruego, te suplico que me ayudes! —Ana suspiró, pero Isabella no se detuvo—. Crees que si no fuera desesperada mi situación te pediría ayuda? Yo? Isabella Manjarrez pidiendo ayuda?

—No, seguro que no.

—Te juro por lo más sagrado que no exagero. Te necesito, Ana—. Ana cerró sus ojos.

—Está bien. Cuánto dinero necesitas?

—Necesito pagar un tiquete de avión. Tengo una tía en España que me va a dar techo allá, es la única familiar que me queda. Pero tampoco ella tiene dinero como para un tiquete...

—Yo te lo conseguiré.

—Te lo agradezco tanto, Ana...

—Dame tu dirección para hacerte llegar el dinero.

—Lo sabía, sabía que podía contar contigo. Eres la única persona honesta que quedaba en mi lista...

—No quiero tus halagos ni agradecimientos. Tendrás el dinero y te irás. Y yo podré olvidarme de ti y tu familia para siempre.

—No puedo evitar que me odies —dijo ella con voz nasal por las lágrimas—. Yo misma no hice nada para evitarlo, pero tendrás mi agradecimiento eterno. Aunque no te interese...

—Dame tu dirección —la cortó Ana, e Isabella se la dio.

Luego de cortar la llamada, Ana enseguida empezó a hacer las cuentas. Con lo que tenía ahora mismo en su cuenta bancaria le alcanzaba. Esperaba que fuera la última vez que tuviera contacto con ella.