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ANA estaba sentada en una de las banquetas del centro comercial bastante exhausta. Había sido un día soñado, al menos para sus hermanas: fue un día de compras.
Habían caminado de tienda en tienda comprando cada cosa que necesitaban, y no habían adquirido nada estrambótico ni innecesario, pues estaban gastando el dinero de Carlos, pero ya tenían las manos llenas con tantas cosas y no habían terminado. Faltaban zapatos, pero se temía que eso tendría que dejarlo para otro día; lo que era ella, quería irse a casa y subir las piernas en algún sitio. En esta ocasión, sí se dejaría atender por alguna de las chicas del servicio de la mansión soler en alguna de sus bonitas salas o jardines.
Miró su reloj. Silvia y Paula estaban en una tienda de comidas rápidas, pues les había dado hambre, y habían ido a hacer el pedido también para ella, pero se estaban tardando un poco. No estaban solas, habían ido con dos hombres, entre ellos Edwin, quien la vigilaba desde cierta distancia.
Estiró las piernas en su banqueta y algo a un lado le llamó la atención. Una anciana miraba en derredor y parecía perdida. Tenía el cabello totalmente blanco y los ojos azules, y se veía como un niño que había perdido de vista a sus padres. El centro comercial era enorme, si había perdido a las personas con las que había venido, sería difícil localizarla. Además, no se la veía muy lúcida como para buscar por sí misma información y pedir ayuda. Sin pensarlo dos veces, Ana se puso en pie y caminó a ella. No la tocó, pues sabía que no sería lo más acertado, sólo apoyó sus manos en sus muslos doblándose hasta alcanzar su estatura, pues era más baja que ella, y la miró a los ojos.
—Quiere que la ayude? —preguntó. No dijo: “¿Necesita ayuda?”, pues sabía de ancianos orgullosos que no admitían fallas o errores, y guardó silencio. La anciana esquivó su mirada, pero en voz baja dijo:
—Mi hijo debe estar por aquí.
—Quiere que lo busquemos juntas?
—Él no debe tardar —volvió a decir la anciana, terca.
—Mi nombre es Ana —se presentó ella, sabiendo que le producía desconfianza a la anciana y por eso no aceptaba su ayuda—. Vine de compras con mis hermanas. Es bonito el centro comercial, cierto? —la mujer asintió.
—Y enorme.
—Sí, demasiado. A mí ya me duelen los pies de tanto andar, y mire, traje zapatos sin tacón—. Miró en derredor suspirando—. No entiendo cómo algunas vienen aquí con tacones altos como si fueran a ir a una fiesta—. La anciana al fin la miró a la cara.
—A mí también me duelen los pies.
—Entonces sentémonos. Yo estoy esperando a mis hermanas, que fueron por comida—. Ana dio un paso y se detuvo, como animándola a que la siguiera. La anciana había estado apoyada en la pared, y Ana, como si tal cosa, le ofreció su brazo para que se apoyara en él.
La anciana titubeó un poco, miró en derredor otra vez, pero finalmente, tomó el brazo de Ana. Cuando llegaron a la misma banqueta en la que había estado antes, encontraron a Silvia y Paula. Cuando la vieron llegar con la anciana, la miraron interrogante, pero Ana les abrió los ojos para que no hicieran preguntas.
—Mire, ellas son mis hermanas: Silvia y Paula.
—Hola —dijeron ellas, la anciana sólo fingió una sonrisa.
—La adoptaste? —sonrió Silvia en voz baja.
—Cállate —le reprochó Ana entre dientes. Le quitó una de las bebidas de la mano y se la ofreció a la mujer mayor—. Luego de caminar tanto, a uno le da sed, verdad? —ella le recibió la bebida y la miró.
—No puedo tomar azúcar.
—No contiene azúcar. Se lo aseguro —luego de asegurarse de que era verdad, ella bebió un poco. Ana y sus hermanas se sentaron alrededor de la anciana y empezaron a comer. Le ofrecieron a su nueva compañera de lo que tenían, y luego de perder la desconfianza o la timidez, les recibió. Le pusieron conversación hasta que averiguaron su nombre: Cecilia Arbeláez, y era la mamá de Octavio Arbeláez. Ella se comportaba como si todo el mundo debiera saber quién era Octavio Arbeláez, pero la verdad es que no tenían ni idea, y sólo se miraron la una a la otra sonriendo. Cuando Ana vio que Ceci, como le habían empezado a llamar, ya se sentía más cómoda entre sus hermanas, se puso en pie diciendo que iba por otra bebida, pero en realidad fue hasta el puesto de información más cercano. Puso allí una especie de denuncio por persona desaparecida, y los vigilantes de inmediato hicieron llamadas.
Resultó que Octavio Arbeláez era un político. Cuando vio a su madre rodeada por las tres mujeres, casi llora de alivio. Iba con su esposa, y al parecer, se peleaban por haber descuidado a la anciana.
Según decía Rubiela, la esposa, la había perdido de vista sólo por un segundo mientras realizaba un pago, y al girarse, ya no estaba.
—Nunca me ha querido —confesó—. Por eso no se deja llevar de mí. Es increíble que te haya aceptado a ti, a veces ni al personal de la casa le recibe alimentos.
—Mamá a veces es como una adolescente caprichosa —sonrió Octavio.
Cecilia se había pegado al brazo de su hijo bastante posesiva, y miraba a su nuera con cara de pocos amigos. Ana se preguntó si su futuro iba a ser así también; se imaginaba a Judith en las mismas condiciones. Le extrañaba que un personaje público estuviera por allí de compras con su esposa, y él mismo confesó que nunca lo hacía, que le dejaba esos menesteres a ella, y justo hoy habían venido con la anciana para que cambiara de aires, y ésta se había extraviado.
Edwin, al ver el movimiento en el sitio en el que estaban Ana y sus hermanas, se acercó para ver qué sucedía, y cuando Octavio lo vio, lo reconoció como el chofer de Carlos, y de inmediato preguntó por él. El mundo a veces parecía tan pequeño como un pañuelo, porque Octavio y Ricardo Soler, el abuelo de Carlos, habían sido grandes amigos.
—Mi hermana es su novia —dijo Silvia, como sacando pecho. Ana la miró reprendiéndola, pero ella sólo sonrió.
—Ah sí? Vaya! No sabía que Carlos tenía novia! Un placer conocerte, Ana!
—Mucho gusto —dijo ella con una sonrisa un poco forzada. Nunca había tratado con políticos, y se imaginaba que todos eran una especie de lobos en piel de oveja siempre en campaña por nuevos votos.
—Judith debe estar feliz —dijo Rubiela, y Ana la miró más detenidamente; era rubia, estaba un poco pasada de peso y tenía una sonrisa amplia.
—Pues al principio no tanto —admitió Ana.
—Ah, no, y por qué?
—Digamos que no soy lo que ella soñó para su hijo —el par de esposos se miraron brevemente, y luego la miraron un poco confundidos; Ana sólo se encogió de hombros—. Soy de clase trabajadora.
La franqueza con que Ana soltó esas palabras los hizo reír, y soltaron la carcajada.
—Eres exquisita. Ya veo por qué encandilaste a Carlos —dijo Octavio entre risas—, no sólo eres preciosa, sino que tienes chispa. Deberían venir a visitarnos un día de estos. Carlos hace años no va a mi casa.
—Querido, invítalos al evento que tenemos...
—Ah cierto! —el hombre, calvo, alto y delgado, buscó en sus bolsillos su teléfono móvil y consultó algo en él—. Tenemos un evento cultural dentro de pocos días. Estaríamos muy encima de la fecha, pero nos gustaría que tú y Carlos fueran. Te debemos mucho por haber rescatado a mi madre, así que permítenos invitarte.
—Un evento cultural? —preguntó Silvia. Ana volvió a abrirle los ojos.
—Sí, claro. Puedes llevar a tus hermanas... son tus hermanas, verdad?
—Sí, pero yo aún no puedo votar —dijo Paula, y antes que molestarse, Octavio volvió a reír.
—Eso no importa, la cultura es para todos. Carlos debe tener una invitación; siempre le envío, y lo que hace ese cabeza dura es pasársela a alguno de sus ejecutivos, nunca va él. Esta vez podrías convencerlo.
—Tal vez nosotras debamos convencerla a ella —dijo Silvia.
—No te gustan las fiestas? —preguntó Octavio.
—No es eso. Pero si logro convencerlo, iremos.
—Eso es! Me encantará verlos allí—. Pronto empezaron las despedidas, y Cecilia las abrazó preguntándole si iban a ir a su casa. Ana le dio una respuesta vaga, pero que la satisfizo, y así quedaron. Cuando volvieron a quedar solas, todas dejaron salir el aire.
—Ser novia de Carlos tiene muchas ventajas. Un evento cultural!
—Qué será? Música? Baile?
—Con nuestra suerte, será algo tan aburrido como el lanzamiento de un libro —las adolescentes se echaron a reír, y Ana sólo miraba lejos pensativa. Ellos no la habían rechazado cuando dijo que era de clase trabajadora, ni la habían mirado distinto. Tal vez, después de todo, la gente de la clase alta no era tan prejuiciosa.
Judith estaba aburrida. Era un domingo aburrido. Estaba en el club, como siempre, y Arelis había tenido que levantarse de la mesa en la que habían estado charlando para recibir una llamada de un pariente en el extranjero y la había dejado sola. Pasados unos minutos, su puesto lo ocupó una mujer mayor y que ella conocía bien: Rebeca, la suegra de Dora.
—Estás bastante pensativa el día de hoy —Judith se acomodó en su silla como si de pronto le fueran a examinar la postura. Rebeca no era cualquier cosa, siempre se la había conocido por su austeridad, su lengua afilada y sus excentricidades. Pero era demasiado rica e importante como para ser descortés con ella, así que todos tenían que aguantarla.
—Lo normal —contestó Judith, esquivando su mirada.
—Sí, lo normal. Dime, ya aceptaste a esa muchacha? —Judith la miró de reojo.
—Qué muchacha?
—Ana, la novia de tu hijo mayor.
—Ah, ella —dijo, haciendo una mueca.
—No la has aceptado. Qué difícil eres, mujer.
—Por qué tú sí la apruebas? Si te enumero mi lista de razones para no aceptarla, encontrarás que son todas de peso.
—Recuerdas que también tuve dos hijos? Uno de ellos se casó con la mujer adecuada, perfecta socialmente; pero él no estaba enamorado. Tú eres su amiga, así que dime, son felices? —hablaba de Dora, y no, Judith sabía que no eran felices. Dora siempre se quejaba de que su suegra no la aprobaba, y permanentemente andaba con la sospecha de que su marido le era infiel. Guardó silencio por lealtad a su amiga—. En cambio —siguió Rebeca—, mi hijo, el rebelde, se casó con una mujer que ni en mis más locos delirios yo habría aprobado. Y nunca la aprobé —la mujer respiró profundo—. Nunca pude convencerlo de que la dejara, al contrario, entre más insistía yo, más se enamoraba él. Así que hizo lo que era de esperarse, tomó a su mujer y se fue al extranjero, y así perdí a mi hijo, porque murió con su esposa en ese accidente, y no tuve tiempo de decirle que al final no me importaba la mujer con la que estaba, que yo sólo quería que fuera feliz. Si esa muchacha lo hacía feliz, yo tenía que haberla aceptado —Rebeca respiró profundo—. Ahora tengo una nieta que vive fuera del país y que sólo conozco por fotografías, pues ella no quiere saber de mí; me culpa por la muerte de sus padres. Ves?
Judith la miraba sorprendida. Aquello era historia patria; todos sabían que Fernando, el hijo menor de Rebeca, había sido un chico desobediente que se escapara con una compañera de la universidad de un estrato muy diferente al suyo. Habían muerto jóvenes en un accidente de auto, en Inglaterra, y Dora alguna vez le había mostrado las fotografías de la nieta de Rebeca en sitios tan hermosos como la torre Eiffel o la torre de Pisa. La conocían sólo por fotos; al parecer, la chica había jurado odiar la familia de su padre y nunca pisar el mismo país que ellos.
—Eso ya no importa en mi caso —dijo Judith—. Carlos es un hombre hecho y derecho que no se deja manipular por mí. Supongo que eso es bueno.
—Sí, es muy bueno, pero si lo llevas demasiado contra las cuerdas, hará locuras, y no quieres eso.
—No, claro que no... pero al fin de cuentas... he terminado cediendo un poco. La chica hasta está viviendo en mi casa.
—Qué?
—Lo que oyes. Su casa sufrió un incendio y se quedó sin dónde vivir, así que ocupa mi casa, ella y sus hermanos—. Rebeca se echó a reír.
—Debes estar al borde de una crisis nerviosa —Judith se encogió de hombros.
—Me dan qué hacer. Hay gente en la casa, tengo con quién conversar a la hora del desayuno, puedo compartir el té a diario con alguien, y no esperar a que mis amigas se dignen a visitarme o invitarme. Es... agradable.
—Vaya, parece que al fin maduraste. Creí que habías olvidado que en su momento tú también te enamoraste de la persona equivocada.
—No sé de qué hablas.
—Tu problema no fueron las diferencias sociales, sino las diferencias de edad, no es cierto, Judith?
—Por favor!
—Tus padres no quisieron casarte con Ricardo Soler, y tú te resignaste a aceptar al hijo —Judith tenía las mejillas rojas. Se puso en pie, dispuesta a dejarla sola, pero la mujer siguió— No te preocupes, eso sólo lo sé yo—. Ella se giró a mirarla—. Él me lo contó. Lloraba. Te amaba. Pero eras la esposa de su hijo—. Judith tragó saliva y parpadeó ahuyentando las lágrimas. Al verla así, Rebeca respiró profundo y se apoltronó en su silla—. Fueron unos idiotas; sabiendo lo que sé de la vida, y que cuando se es infeliz ésta es muy larga, demasiado, yo habría olvidado todo y huido con él. Fueron cobardes, y ahora tú eres infeliz. Deja a tu hijo escoger, déjalo que su corazón elija. Si se equivoca, no tendrá a quién echarle la culpa, así como tú.
Judith salió de allí sin decir nada, con un nudo en la garganta, desando gritar. Rebeca, en cambio, tenía una sonrisa tonta en el rostro. La gente se creía que no se daba cuenta de nada, pero al contrario, se daba cuenta de todo; su intuición le decía que era mejor dejar en paz a Carlos y Ana.
-Así que hicieron nuevos amigos, eh? —sonrió Carlos. Estaban todos sentados a la mesa y cenaban. Judith no estaba; había llegado esa tarde del club con un terrible dolor de cabeza y se había recluido en sus habitaciones. Le habían llevado la cena, pero la había devuelto intacta. Carlos no había ido aún a verla, pero Ana le había hecho prometer que en cuanto cenaran iría a comprobar que estaba bien.
—Sí —contestó Silvia—. Una abuelita lo más de linda llamada Ceci. Tal vez vayamos a cine un día de estos.
—No te burles de los ancianos, Silvia —la reprendió Ana, y Sebastián se echó a reír. Ana estaba tan feliz de verlo tan recuperado que casi olvidó la insolencia de Silvia. Le había preguntado mil veces si no prefería que le llevara la cena a la habitación, pero el niño ya estaba cansado de comer solo, y se había empeñado en bajar. Vestía una camisa de lino muy suave y fresca, que no le lastimaba la piel, y estaba allí otra vez, compartiendo la mesa con sus hermanas. Aunque esta mesa no se parecía mucho a la que compartían en su antigua casa, y mucho menos a la de Trinidad. Eran ellos, sus hermanos, quienes la rodeaban, y Ana no encontraba en el mundo nada mejor.
Sintió el apretón de manos de Carlos, y ella le sonrió sabiendo que él adivinaba sus pensamientos. Ah, como si fuera poco, él estaba a su lado, tenía su amor. No había mujer más afortunada en el mundo.
Sin embargo, había un tema que quería hablar con él y sospechaba que no le iba a gustar mucho.
—Nos invitaron a un evento cultural —dijo Silvia—. No nos dijeron de qué se trataba, pero debe ser algo bueno. Dijeron que quieren que vayamos.
—“Vayamos”? —inquirió Ana.
—Él dijo muy claro que nosotros podíamos ir también. “La cultura es para todos”, dijo. Políticos y sus frases de cajón.
—El abuelo de Carlos fue un político —informó Sebastián—. Fue gobernador, nada menos.
—Sí, pero no tenía frases de cajón —lo defendió Carlos.
—Ahora vas a decir que él sí era un político honesto?
—Política y Honestidad son palabras muy difíciles de combinar —rió Carlos—. No lo conocí como político, sino como abuelo. Era el mejor. Nos amaba mucho, a mí y a Juan José.
—Ah, vaya, los trataba igual? —Carlos la miró con ojos entrecerrados.
—No hacía distinción entre sus nietos.
—Qué bien.
—Podemos ir? —preguntó Silvia, volviendo al tema del evento cultural.
—No lo sé...
—Él dijo que tú tienes invitaciones, pero que siempre se los das a tus empleados —informó Paula.
—Además —agregó Silvia con picardía—, tu novia debe darse a conocer, sabes? Tienes que presentarla, la gente ni siquiera sabe que tienes novia—. Carlos y Ana se miraron el uno al otro. Aquello era más por decisión de ella que de Carlos, pero había llegado el momento de romper aquella promesa. Si querían encontrarse en algún evento con Lucrecia Manjarrez, Ana debía ir del brazo de Carlos, y eso por sí mismo anunciaría quién era ella y qué relación tenía con él. Ana respiró profundo asintiendo, llegando, en silencio, al mismo acuerdo: contarle al mundo quién era ella.
—Está bien, pediré otra invitación, no creo que me la nieguen.
—Yay! —exclamaron Silvia y Paula al tiempo.
—Pero desde ya les advierto que esas reuniones no son tan divertidas como se las imaginan, así que no se hagan ilusiones.
—Seguro reparten huevos de pescado —dijo Sebastián con voz de asco.
—Eso se llama caviar...
—Igual, es un asco.
—Si es tan aburrido, prefiero no ir —dijo Silvia arrugando su boca. Paula suspiró.
—Leer un libro siempre es mejor que ver cómo lo lanzan. Yo espero aquí.
—Qué fáciles son mis cuñadas de persuadir.
—No queremos arruinar tu noche romántica con Ana —dijo Silvia, y Ana quiso pegarle, pero todos en la mesa rieron, y ella se quedó sin argumentos. Miró su plato pensando en preguntarle a Eloísa, la que siempre sacaba de esos apuros a ella y a Ángela, qué ponerse en esa fiesta. Había ido de compras hoy, pero se le avecinaba otra carrera por las tiendas.
-Fuiste a ver a tu madre? —le preguntó Ana cuando él entró a la habitación. Ana ya tenía puesta su pijama y se lavaba la cara frente al espejo del enorme baño de Carlos.
Él se recostó a la encimera mirándola sin decir nada. Ana no tenía más rutina de belleza que el lavarse la cara con un jabón suave y luego aplicarse una crema. No usaba mascarillas nocturnas, ni se ponía objetos extraños en el pelo, ni tardaba mucho en desmaquillarse, pues ni siquiera usaba maquillaje.
—Fuiste, Carlos? —insistió ella. Como saliendo de un sueño, él contestó.
—Sí, fui.
—Está bien? —Carlos frunció el ceño. Cuando había entrado a la habitación, encontrándola oscura, le pareció que su madre estaba más deprimida que enferma. Tenía la voz nasal, como si hubiese estado llorando, y cuando se le acercó lo suficiente, ella lo había abrazado fuertemente, diciéndole lo mucho que lo amaba. Siempre se había sentido mal por eso; pensaba que no era justo que él obtuviera todo el amor de su madre mientras su hermano sólo recibía migajas. Pero bueno, era su madre.
—La verdad es que no lo sé. No tenía temperatura alta, y no me supo decir en verdad qué le dolía. Me preocupa que sea algo que un médico normal no pueda tratar —Ana lo miró fijamente.
—Ella no está loca, Carlos.
—No digo que lo esté. Y espero que no sea así... Pero madre siempre ha tenido un comportamiento extraño... no te lo sé explicar... Digamos que no creo conocerla bien.
—No me hables de eso. Yo sí que desconozco a mi madre... no todas son amor y ternura. Mira también a la de Ángela—. Carlos sonrió.
—Sí, tienes razón... Quién de nosotros fue afortunado por tener una buena madre?
—Eloísa —contestó Ana de inmediato—. La señora Beatriz es un ángel.
—De verdad? Me encantaría conocerla. Paloma, la madre de Mateo, también era una gran mujer. Adoraba a sus hijos... pero murió tan joven...
—Qué injusta es la vida, verdad?
—Sí...
—Si pudiera pedir algo... sería vivir lo suficiente como para enseñarle a mis hijos qué caminos es mejor andar.
—Serías una mamá bastante estricta —sonrió él pegándose a ella, que había terminado de aplicarse su crema facial.
—Por supuesto, pero nunca los asfixiaría... tú estarías allí para impedirlo.
—Ah, ya estás imaginando que yo seré el papá flexible mientras tú la mamá regañona? —ella rió y lo rodeó con sus brazos—. Cuando todo esto pase, quiero casarme contigo, Ana—. Ella miró sus labios, al principio sin decir nada, pero luego de unos segundos dijo:
—Sí.
—Sí?
—Sí. Pero primero debo irme de aquí.
—Qué? —preguntó él, sintiendo cómo la burbuja estallaba.
—No es correcto que viva aquí... Ya Sebastián está bien.
—Pero no están seguros, ni a salvo.
—Te permitiré que cuides de nosotros hasta el mismo día de la boda, pero no en la misma casa. Carlos... por favor.
—Estamos en una sociedad moderna, Ana. Las parejas, a menudo, viven juntas antes de casarse—. Ella cerró sus ojos negando.
—No es eso lo que quiero que mis hermanos aprendan. Yo quiero que ellos valoren el amor, el matrimonio.
—Pero Ana...
—Tuvimos ya un muy mal ejemplo con papá y mamá... Por favor.
—Pero yo estoy tan feliz contigo aquí...
—Y volveré cuando nos casemos, te lo prometo.
—Oh, Dios... —pero a pesar de que Carlos casi suplicó, Ana se mantuvo firme en su postura, y al final, decidieron que se mudarían de casa en cuanto encontraran una lo suficientemente cerca, amplia y segura para ellos. Ana no se iba a poner orgullosa y a elegir una que pudiera pagar con su dinero, la seguridad de sus hermanos estaba por encima de eso, y ya se había salido con la suya permitiendo que él la dejara irse.
Quería entrar a su vida por la puerta grande. No quería que nadie cuchicheara a su alrededor diciendo que ella vivía en su casa sin ser su esposa. Si bien le importaba muy poco lo que dijeran de ella, no era así cuando se trataba de él. Era su manera de cuidarlo, y él tuvo que entenderlo. No estaba feliz, para nada, pero había cedido y ella se lo agradecía inmensamente. Le prometió fijar la fecha de la boda lo más pronto posible.
—Entonces voy a tener que hacerte el amor muchas veces durante los días que te queden aquí —amenazó él, pero Ana estaba lejos de alarmarse; como si la hubiesen retado, ella lo tomó de la mano y lo llevó hasta la enorme cama, donde se entretuvieron por las siguientes horas de maneras muy diversas.