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-BUENOS días, señor —dijo Mabel con una sonrisita sabedora, y Carlos sólo movió la cabeza contestando a su saludo. Estaba seguro de que en cuanto entrara, las secretarias afuera se pondrían a cuchichear, pero no le importaba.

Entró a su oficina, y se sacó los lentes de sol que llevaba puestos, tenía los ojos enrojecidos, y se sentía un poco aletargado, a pesar de las dos tazas de café negro y amargo que se había bebido.

Esa mañana había amanecido en el sofá de la sala y con el delicioso aroma de café preparado por Ángela. Juan José lo había mirado con la misma sonrisita sobrada, y lo había puyado un poco por haber caído ebrio con unas pocas copas. Claro, qué esperaba, lo máximo que había bebido alguna vez era un par de copas de vino, pero nunca se había sentado con el propósito de perder el conocimiento así a lo bestia.

—Buenos días, señor.

—Hola, Susy —murmuró sin levantar la vista. Susana se lo quedó mirando por unos segundos.

—Está bien?

—Ya sabes que no. Ha pasado algo por aquí?

—No, todo en orden. Por qué vino? Nuestra jornada los sábados acaba al medio día. Son las diez de la mañana. Habría sido mejor que se quedara en casa si se sentía mal, no?

—No. Preferí venir, ya perdí la tarde de ayer.

—El mundo sigue girando, ninguna catástrofe en su ausencia —Carlos le echó malos ojos por su comentario—. Sin embargo, ya que está aquí, quería recordarle que ya se venció el número de semanas en el que la señorita Ana Velásquez cumplía su período de prueba—. Carlos arrugó su cara como si le hubiesen golpeado por detrás.

—No podemos dejarlo para después?

—Claro. La citaré para el lunes...

—No, no. Hoy está bien. Pero bueno, antes de reunirla, cuál fue su desempeño?

—A mi modo de ver, excelente —contestó Susana, situándose en la silla de siempre frente al escritorio—. Ha aprovechado la ubicación de su actual puesto para aprender de todo un poco; así, la he encontrado en ocasiones ayudando al personal de contabilidad, o resolviendo dudas del personal de venta, o colaborando con recursos humanos cuando hubo necesidad. Es multifacética, aprende rápido, y no le ve problema a desarrollar tareas que no son de su obligación.

—En otras palabras, la empleada del mes —contestó Carlos, en tono sarcástico, y Susana se lo quedó mirando un poco severa.

—Creo que podríamos aprovechar su capacidad de desempeñar cualquier tipo de tarea para promocionarla...

—No, eso no es posible, al menos no hasta que se gradúe, y faltan varios años para eso.

—Comprendo—. Cuando Susana se quedó en silencio, Carlos alzó la mirada hacia ella.

—Algo más? —la anciana sólo sonrió.

—Sólo que tienes una resaca de Dios Padre.

—Lárgate.

—Sí, señor—. Pero Carlos pudo ver la sonrisita que su asistente llevaba pintada en el rostro.

Ana entró a la oficina de Susana un poco aprehensiva. No sabía para qué la llamaban, pero estaba segura de que para nada bueno. La despedirían? Había decidido Carlos que no quería tenerla cerca? O la enviarían a otro lado del edificio? A manejar la maquinaria de la fábrica, por ejemplo?

Se atusó la blusa que llevaba puesta y entró. La oficina de Susana era bastante femenina, por sus colores suaves. Nunca había entrado a la del jefe, sólo la había visto por fuera, y ésta y la de Susana eran muy diferentes.

—Pasa algo? —preguntó entrando. Susana estaba analizando algo en la pantalla de su ordenador, así que le señaló la silla en frente sin muchas ceremonias.

—No te preocupes, no vas a ser despedida ni degradada —Ana la miró un poco sorprendida.

—No pensaba eso.

—Yo creo que sí—. Hizo una mueca—. Tu período de pruebas ha finalizado, y con éxito. Sólo lamentamos que no podamos disponer de tu tiempo completo. Así que tendrás que ser la chica del archivo hasta que esa situación cambie—. Ana hizo una mueca; lo comprendía, pero no dejaba de molestarle. Ella quería ascender, se había esforzado para que su trabajo fuera impecable, pero Susana tenía razón, no podía ser la secretaria de nadie porque no estaría disponible al cien por ciento—. Y bien, eso es todo. Por lo general, no reunimos a las personas para darles este informe, pero ya que tu contrato es un asunto especial... —parecía quedar implícito que era Carlos quien debía darle este informe, pero le había legado la responsabilidad a ella—. Parece que no hubieses dormido —comentó Susana ladeando un poco su cabeza, como si así pudiese observarla mejor.

—Sí dormí, sólo tuve... pesadillas.

—Qué mal. Afortunadamente, en unas pocas horas ya estarás de vuelta en tu casa —Ana sonrió volviendo a asentir.

—Susana, dónde está el contrato de Classic Jeans? —preguntó la voz de Carlos, y luego apareció él en el interior de la oficina. Al verlo, Ana se puso en pie, incapaz de articular palabras. Susana se puso en pie también, presta para buscar lo que su jefe le pedía, y al parecer, no estaba allí, pues salió, dejándolos solos.

—Ah... buenos días —dijo él, con voz seca. Ana simplemente asintió. Tenía el cabello como siempre, no más largo; la barba perfectamente cortada, no crecida; y sus ojos no eran azul luminoso, sino apagados, seguro por la borrachera de ayer.

—Mmm —murmuró Carlos, mirando a través de la puerta de Susana hacia el pasillo. La resonancia de su voz provocó un escalofrío en Ana. Demasiado parecido a su sueño. Era la misma voz, el mismo aroma. Era él—. Dile a Susana que espero esos papeles en mi oficina —dijo, y salió.

Agitada, confundida, molesta consigo misma, Ana se sentó de nuevo en la silla en la que había estado. Cómo podía un simple sueño cambiar la perspectiva desde la cual siempre había visto a Carlos? Tenía que dominar sus sentidos de ahora en adelante! Ella gobernaba su cuerpo, no al revés!

Salió también de la oficina de Susana, caminando como sonámbula hasta el cuarto de archivo. Esto no podía seguir así.

Sebastián llegó a casa casi al tiempo que Ana. Traía su mochila con el equipamiento de fútbol colgada al hombro, las mejillas coloreadas, y los ojos llenos de entusiasmo. Silvia bromeó con él por su excesiva afición por ese deporte, pues se había levantado mucho más temprano de lo que tocaba con tal de irse al entrenamiento.

—Está como Ana, llamándonos para ir al colegio siendo que es vacaciones —se burló Paula.

—Y además, sábado —completó Silvia, riendo.

—Dejen de reírse —los reprendió Ana—. Como si nunca les hubiera pasado—. Vio el pelo revuelto de Sebastián, mientras Silvia le servía una bebida fría, y recordó cuando Carlos lo saludó en aquel centro comercial. No quiso preguntar nada delante de sus hermanas, pero ciertamente, tenía que saber por qué se trataban con tanta familiaridad.

Cuando el niño se metió en su habitación para darse una ducha, lo siguió.

—Sebas —lo llamó. Él ya se había quitado la camiseta, y la miró esperando—. A qué se refería Carlos cuando te preguntó “cómo vas” el día que salimos a cine con Fabián? —Sebastián arrugó su frente, recordando.

—Ah... Nada, no era nada.

—Le dijiste que habías quedado en segundo lugar —insistió Ana—. A qué te referías tú? Desde cuándo son tan amigos? —Sebastián hizo una mueca.

—No es nada.

—Me estás mintiendo.

—Claro que no.

—Sebastián, te conozco desde el mismo día que naciste; sé cuándo me estás mintiendo. Desembucha—. El niño la miró fijamente, sabiendo que una vez descubierto, con su hermana era mejor llevar la fiesta en paz.

—Prometí guardar el secreto.

—Pero yo soy tu hermana mayor, y la responsable de ti ante Dios y las autoridades, y si no me dices ya, Sebastián...

—Ya, ya, ya! Te contaré, pero no te enojes, por favor—. Ana se mordió el interior de las mejillas.

—Lo intentaré.

—No, te vas a enojar.

—Si inicias una conversación diciendo “No te enojes”, es seguro que se trata de algo que hará que el otro se enoje.

—Entonces no debí pedirte que no te enojaras.

—Sólo empieza!

—Está bien! —Sebastián se sentó en el borde de su cama y empezó a sacarse los zapatos y los calcetines.

—Recuerdas que luego de tu accidente, lo del secuestro de Caro y eso, yo empecé a sacar malas notas en matemáticas?

—Sí, tuve que pagarte un tutor.

—Sí, bueno... el tutor era pésimo.

—Qué? —preguntó Ana, escandalizada.

—Era pésimo —aseguró Sebastián—. No le entendía nada, y él me trataba como si fuera yo un idiota que no sabe nada de nada—. Ana lo miró sin decir nada por unos momentos. Siempre había temido que eso pasara, y aunque sus hermanos no le ponían quejas, a veces sospechaba que eran aislados o marginados entre sus compañeros por sus orígenes.

—Eso nunca me lo dijiste.

—Claro que no te lo dije, estabas pagando para que me fuera mejor, y yo no estaba funcionando...

—No era culpa tuya, tuviste una primaria difícil...

—Sí, sí, sí —dijo el niño, quitándole importancia—. Así que un día, luego del entrenamiento de fútbol, no fui a la clase, como se esperaba; me... me escapé.

—Sebastián Velásquez Gómez, tú qué...

—Sabía que te enfadarías —murmuró el niño mirando al techo exasperado, luego casi gritó—: No quería ir! No estaba entendiendo nada, y peor, ya hasta le estaba tomando fastidio a todo! Lo llamé imitando tu voz y le dije que ese día no iría porque estaba enfermo. Me puse a deambular por ahí... y Carlos me encontró en la calle.

Ana se sentó lentamente frente a su hermano, mirando a través de él, imaginándose la escena.

—Iba pasando en su carro —siguió contando el niño—, y me vio, y me reconoció. Bajó el vidrio y me saludó. Me preguntó qué hacía por ahí, y le dije una mentira, que estaba perdido. Él me subió al carro, y como me di cuenta de que me iba a devolver a la casa, no aguanté más y le conté. Al principio me dio vergüenza, porque pensé que si él es un hombre importante y eso, no iba a entender que alguien no supiera matemáticas, pero entonces me dijo que podía contarle cualquier cosa, y que quedaría entre nosotros, como un secreto, si yo quería. Entonces pensé que tal vez él me entendería, porque es un hombre como yo. Sólo le conté que no entendía nada las matemáticas, no que el profesor fuera idiota, pero él lo entendió. Y me llevó a su casa y me explicó él mismo las clases.

—Que hizo qué? —Sebastián la miró a los ojos.

—Me llevó hasta su casa —repitió—, y me explicó lo de las multiplicaciones con fraccionarios.

—Carlos Soler es un hombre muy ocupado, las tardes de los sábados seguramente trabaja y trabaja más, al igual que los domingos, y que los festivos, y que en navidad y año nuevo. Cómo iba él a... dar clases de matemáticas a un niño?

—Pues lo hizo —contestó Sebastián, alzándose de hombros—. Y no sólo ese sábado, sino muchos sábados después.

—Y por qué nunca me lo dijiste?

—Porque era un secreto, obviamente!

—Pero ese profesor nunca me dijo que faltabas a las clases!

—Porque Carlos puso a una de las muchachas del servicio de su casa para que se hiciera pasar por ti y cancelara las clases.

—Y por cuánto tiempo estuviste yendo? —Sebastián guardó silencio.

—Hasta que me gradué de primaria.

—Sebastián! Estuve consignándole a la cuenta de ese profesor por años!

—No, no. Recuerdas que un día “el profesor” te llamó para decirte que había cambiado el número de su cuenta y yo-no-sé-qué-más? No era el profesor, era Carlos, yo estaba ahí. Él sabe mucho de esas cosas, me dijo que me había abierto una cuenta para niños en un banco, pero que para ti aparecería como una empresa de un colegio, no sé... todo con tal de que no te enteraras de lo que estábamos haciendo, y ahí está todo el dinero. Él me dijo que así podía ahorrar para mi universidad, o lo que sea.

—Y los informes... yo constantemente le preguntaba por tu progreso!

—Era él. Se hizo pasar por mi profesor. De veras, no te pareció extraño que nunca pudiera reunirse personalmente contigo?

—Siempre me pareció enfermizo y debilucho —susurró Ana, y Sebastián soltó una risita.

—Y luego ya no fue necesario recibir más clases —siguió el niño—. A él sí le entendía. Me explicaba tan bien, que a la primera entendía todo. Me daba exámenes que luego eran casi iguales a los que me ponían en la escuela. Era genial, porque pasé de ser el niño más bruto al más inteligente!

—Tú no eres bruto —exclamó Ana, sentándose a su lado, y abrazándolo—. Eres listo, eres muy listo.

—Lo sé, lo sé, él me decía lo mismo—. Ana cerró fuertemente sus ojos y besó los cabellos oscuros de su hermano.

—Entonces ese día fue muy indiscreto, pues te preguntó cómo ibas delante de mí.

—Tal vez ya no le importa si te enteras —sugirió Sebastián alzándose de hombros, y Ana sintió una punzada no supo dónde. Se separó de su hermano, y lo dejó terminar de desvestirse para meterse en la ducha. Siempre creyó que ella sola estaba luchando por sus hermanos para sacarlos adelante, y ahora resultaba que había tenido un aliado secreto.

—No me vuelvas a hacer esto, Sebastián —sentenció—, o tendremos problemas.

—Me habrías dejado ir a su casa para que me enseñara si te lo cuento? —preguntó él desde el cuarto de baño.

No, se contestó ella misma. Habría buscado cualquier excusa, algo como que Carlos era alguien muy ocupado, algo como que era deber suyo y sólo suyo ocuparse de sus hermanos. No lo habría permitido.

Y ahora caía en cuenta de que, si bien Carlos nunca fue amable con ella, ella no había sido mejor con él. De golpe vinieron a ella todas las escenas en las que alguna vez estuvieron en la misma sala, y ella fue descortés, e hiriente, y remilgada. Ella lo acusaba a él de esnob y estirado, por ser ella de clase baja y él rico, pero la verdad es que el prejuicio había estado también de su lado.

Tal vez él la había llamado “india” esperando con esa palabra ubicarla en lo más bajo de lo bajo de los estratos, porque eso era lo que la cultura dictaba con toda su prepotencia; pero también había ayudado a su hermano, que por ende era también un indio, a salir adelante en una asignatura. Y a cambio de nada.

Sólo imaginárselo diseñando un examen para que su hermano practicara, le provocaba un dolor en alguna parte que no atinaba a identificar. Por qué la había llamado india entonces, si estaba visto que no tenía problema en socializar con un niño como Sebastián y ayudarlo? O era puro altruismo?

Se puso en pie sin encontrar una respuesta, y salió de la habitación.

—Por qué me ama? —se preguntó. De alguna manera, ahora le creía; su declaración llegaba ahora a ella como una ola tardía con mucho más sentido, pues esos sentimientos venían acompañados de pequeñas acciones que no podían significar otra cosa. Pero el interrogante seguía allí: qué podía ver un hombre como él en ella? Tan testaruda, orgullosa, tan odiosa? —Él también está loco —concluyó.

-Solo, como siempre —le dijo Isabella Manjarrez a Carlos, sentándose en la silla desocupada que tenía al frente, mientras almorzaba en un fino restaurante.

—Hola, Isabella —la saludó él.

—Dime. Conservas el mismo número de empleados?

—Qué pregunta tan curiosa. Sí, por qué?

—Pensé que habría una estampida.

—Algo en lo que estés trabajando? —inquirió Carlos, recordando ahora que en varias ocasiones había visto a Ana junto con esta mujer—. O sólo quieres que alguien en particular salga en estampida de mi empresa?

—Mmm, siempre has sido muy perspicaz.

—Tú nunca te preocupaste por ser discreta. Y dime, me vas a contar por qué de un momento a otro te interesaste por Ana Velásquez?

—Sólo me causó curiosidad. Me parece que es alguien que conozco de antes, o que escuché su nombre, tal vez...

—Hay un sinnúmero de mujeres llamadas Ana en el mundo —adujo él, y ella sonrió enseñando sus dientes, con ojos casi mortíferos.

—Pero es ella la que estoy buscando, verdad?

—Déjala en paz. No tiene nada que ver contigo—. Carlos miró su plato. Había tenido que comer hoy aquí, solo. Su madre lo había llamado para decirle que de repente se iba para Miami el fin de semana. No le extrañaba; desde que se podía permitir de nuevo ese tipo de caprichos, era como si se estuviera vengando de los años en que no pudo hacerlo. No había querido ir a casa de su hermano y comer con ellos, ya había invadido demasiado su privacidad anoche, y esta mañana.

Tal vez lo que necesitaba era una esposa, pensó. Estaba cansado de estar solo.

La mujer que tenía delante se había propuesto para ese lugar, pero las cosas habían salido abominablemente mal.

—Recuperaré todo lo que es mío —sentenció Isabella—. Y cuando digo todo, tal vez también me refiera a ti.

—Lo que tú necesitas, por ahora, es resignarte. Si Jakob volviera a manos de tu padre en este momento, perderás inexorablemente toda tu herencia.

—La herencia ya casi que está perdiendo interés para mí. Ahora sólo quiero mi venganza.

—Isabella, no eres la primera mujer en el mundo a la que le pasa lo que nos pasó a nosotros.

—Pues muy estúpidas las otras mujeres si dejaron todo tal cual.

—Ya te pedí perdón...

—No soy capaz de perdonar.

—Sabes que tarde o temprano volverás a tenerlo todo, podrás seguir tu vida normal, tal como antes.

—Ya nada volverá a ser normal para mí, por tu culpa.

—Entonces sigue dándote de cabeza contra la vida. Aquí no tienes nada que hacer —ella sonrió, pero pareció más bien una mueca.

—Sabes que una sola gota de veneno puede echar a perder todo un estanque de agua? Y que si la gota es constante... pronto toda el agua estará corrupta?

—Vaya, no sabía que eras capaz de construir metáforas de ese tipo. De qué hablas exactamente?

—Espero ver pronto los frutos de mi trabajo —dijo, poniéndose en pie—. Te dejaré sin orgullo, Carlos, porque tú me dejaste sin orgullo a mí.

Se fue, dejándolo solo de nuevo, y cerró sus ojos dejando los cubiertos. Él se había echado ese muerto encima, como decían por ahí. Tratando de ayudar a un anciano que le suplicó, ahora estaba perdiendo su paz. Nunca había tenido enemigos; uno que otro lo menospreciaba, o lo envidiaba, o era cauteloso, pero ninguno vino a amenazarlo jamás.

Isabella no tenía poder para destruirlo, ni económico, ni político; pero estaba tocando su lado más sensible al meterse con Ana, y él había sido tan tonto como para revelar su talón de Aquiles a la que más tarde se convertiría en su enemiga.

Tal vez fue por eso, precisamente, que se convirtió en su enemiga.

Ana vio a Paula arrastrar unos libros por la mesa, frente a ella, que sentada en la sala que habían convertido en biblioteca, se concentraba en una lectura. Se quedó mirándola por espacio de un minuto, y cuando Paula, la adolescente de sólo catorce años sintió su mirada, preguntó:

—Qué? —Ana sólo agitó su cabeza, e intentó concentrarse de nuevo en su libro. Pero al minuto volvió a mirar a su hermana, que abría y cerraba la mano.

—Te duele? —le preguntó, y Paula negó.

—Sólo que me va mejor si antes de escribir me ejercito un poco—. Ana asintió, comprendiendo.

Paula había sufrido un accidente en la clase de deportes hacía más o menos un año, y se había fracturado la muñeca. Lo curioso de todo es que unos días antes lo había soñado, había visto exactamente la manera como había caído, al correr de espaldas, y se había apoyado en la mano derecha. Los huesos habían cedido ante el peso y su hermana había tenido que ser transferida al hospital más cercano.

Les había contado a sus hermanos lo curioso del caso, y cómo en otras ocasiones, también soñaba con cosas que luego se realizaban exactamente igual.

—Tienes un poder sobrenatural —había dicho Silvia, sonriente—. Puedes ver el futuro en tus sueños.

Ella había negado, era una absoluta tontería, pero era verdad, y todo desde que Miguel Ortiz, el hombre que había secuestrado a Carolina, la hija de Ángela y Juan José, le rompiera la crisma por tratar de impedirlo. Esa vez, había sacado a la niña por la mañana a disfrutar del día soleado, y un hombre obsesionado con su amiga le había roto el cráneo con la culata de un arma, la había dejado abandonada en el suelo y robado a la niña. Había pasado varios días en coma, y los médicos le habían dicho que no habría consecuencias, o secuelas. Se esperaba que de vez en cuando le doliera la cabeza, pero ni eso. Sólo tenía sueños que parecían más bien premoniciones. A veces eran tonterías, como que se iba a cortar un dedo mientras usaba un cuchillo, o un bombillo no iba a encender al presionar el interruptor; y otras veces eran de mayor trascendencia, como la vez del accidente de Paula.

Nunca había logrado evitar nada de lo que sucedía en sus sueños, era como un deja vú que ocurriría hiciera lo que hiciera.

Volvió a mirar su libro; una idea fue bajando hasta su mente como una pluma mecida por el viento: ella anoche había soñado que hacía el amor con Carlos, y según el comportamiento de él en el sueño, no era la primera vez, sobre todo, teniendo en cuenta, que ambos estaban desnudos en una cama.

Se puso en pie de repente y cerró de un golpe el libro. No, no, no y no. Eso no iba a pasar. Jamás de los jamases, nunca de los nunca. Never, jamais, nie, nunca!

—Qué pasó? —preguntó Paula, extrañada, cuando Ana salió de la biblioteca como una exhalación.