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CARLOS SOLER hijo bajó del automóvil mientras Edwin, su chofer, le sostenía la puerta. Miró la fachada de la casa de su hermano Juan José sosteniendo firmemente un portafolio lleno de papeles que era preciso que su cuñada y socia revisara. En deferencia a su estado de embarazo, había sido él quien se desplazara a su casa, y ya que los papeles eran importantes, había venido personalmente.

Una mujer, a la que reconoció como el ama de llaves, le abrió la puerta y lo invitó a seguir. Ángela bajaba las escaleras apoyando su mano en su vientre, un poco crecido por su quinto mes de embarazo. Sonrió al pensar que este sería su segundo sobrino, y ya se sabía que era un niño.

—Bienvenido, cuñado —le saludó ella con una sonrisa. Él correspondió al saludo tomando su mano y besándosela cuando la tuvo delante —siempre tan galante —rió ella.

—Nunca se es lo suficientemente galante con la madre de tus sobrinos—. Eso la hizo reír de nuevo.

—Ven, vamos a la oficina —ella lo condujo hasta un pequeño despacho que tanto ella como Juan José ocupaban cuando necesitaban llevar el negocio desde casa. Era pequeño, pero cómodo. La casa no era grande, pero era lo justo para ellos, que luego de dos años casados, agrandaban su familia.

—Lamento que tengas que venir hasta aquí —se excusó Ángela, invitándolo a sentarse frente al escritorio mientras ella ocupaba el sillón—, ya sé que eres un hombre muy ocupado.

—No te preocupes, estoy seguro de que tú harías lo mismo por mí —Ángela le dedicó una sonrisa que se le antojó demasiado hermosa. No cabía duda de que el embarazo le sentaba de maravilla a su cuñada.

—Espero poder hacerlo algún día, aunque no te imagino embarazado —él apenas sonrió por la broma. Sacó del portafolio los papeles que necesitaban ser firmados y se los pasó explicándole algunos detalles. Ángela los leyó por encima, luego frunció los labios y firmó.

—No vas a leer la letra menuda?

—No conozco hombre más correcto que tú. Si hubiese algo que debiera ser cambiado, ya lo habrías hecho —Carlos elevó una esquina de su boca en una sonrisa que no llegó a sus ojos.

—Confías demasiado.

—Bueno, si me estás estafando, ya me enteraré —eso lo hizo reír—. Hay algo que quisiera hablar contigo, y es un favor que necesito pedirte —siguió ella, ya más seria.

—Claro, lo que necesites.

—Es acerca de Ana —Carlos la miró fijamente, dándose cuenta de que había palidecido un poco.

—¿Ana? Tu... amiga?

—Exacto. Está en la universidad. Empezó hace más de un año, y le está yendo muy bien. Es muy dedicada, sabes?

—Ah —susurró él, sintiéndose un poco aliviado, y adivinando hacia dónde quería Ángela encaminar la conversación. Tu secreto está a salvo, se dijo.

—Ana odiará esto que estoy haciendo —siguió Ángela, recostándose en su sillón y acariciando distraídamente su vientre —pero necesito que la ayudes.

—Que la ayude? De qué modo?

—Con un empleo dentro de Texticol —Carlos hizo una mueca. Texticol era la fábrica de telas que era su empresa más importante desde que la heredara hacía ya más de ocho años. La había recibido en la quiebra, y él solo, con muy duro trabajo, había logrado levantarla de nuevo. Ahora era una de las empresas en alza más importante del país, elevando su superávit cada año y con cada negociación. Contratar al personal estaba en sus manos, y cada nuevo empleado era minuciosamente seleccionado. Nunca había estado de acuerdo con aquello de contratar gente sólo porque eran amigos. Pero no podía contradecir al deseo de su socia más importante.

Si en el pasado Ángela no hubiese aportado su dinero en el momento en que lo hizo, él difícilmente habría logrado sacar Texticol adelante. Tenía que estar agradecido, pues además, Ángela había resultado ser una socia muy fácil de llevar, y que no había exigido ningún cambio significativo en la empresa condicionando su participación, sino que todo se lo había dejado en sus manos. Pero ahora estaba en una encrucijada. No sólo Ana no estaba calificada para ostentar ningún cargo en su empresa, sino que también... tenerla por allí...

—Ya sé que tienes tus principios muy estrictos en la contratación —dijo Ángela interrumpiendo sus pensamientos—. Pero puedo jurarte que Ana es la persona más dedicada y juiciosa que he conocido en mi vida. Incluso más que tú —eso llamó su atención, y miró los ojos grises de Ángela apoyando el dedo índice sobre sus labios.

—No tengo vacantes, Ángela.

—No te estoy pidiendo un cargo ejecutivo —insistió ella—. No es para que la pongas de directora de algo. Por favor, soy consciente de que no podría; sólo tiene unos tres semestres en su carrera, pero algo que te puedo asegurar es que la pongas en el sitio en que la pongas, ella te va a responder positivamente. Podría empezar como... no sé, secretaria, archivadora, lo que tengas! Es sólo que me ayudes a introducirla en el mundo de los negocios.

—Creí que estaba trabajando ya.

—En una cafetería. Lleva la caja. Le viene perfecto porque tiene un horario que se ajusta a sus clases universitarias, pero estoy preocupada porque eso no la ayudará a crecer ni beneficiará su carrera. Puedes? Di que sí.

Carlos no dijo nada. Si bien Texticol podía permitirse un cargo nuevo, tenía al personal estricto y necesario para todo lo que tuviera que hacerse en la empresa. Contratarla significaba tener que remover toda la plantilla sólo para ubicar a una amiga de una socia.

—No quería llegar a esto —siguió Ángela, poniéndose en pie con un poco de dificultad, lo que hizo que Carlos se pusiera en pie también— pero, recuerdas cuando me hice socia?

—Sí, lo recuerdo.

—Me dijiste que yo podía incidir en la contratación de nuevo personal. La única condición que me pusiste fue que te consultara antes—. Carlos la miró entrecerrando sus ojos.

—Me estas chantajeando?

—Un poquito. De veras me importa Ana. Quiero que crezca profesionalmente, y si puedo hacerlo, lo intentaré—. Él respiró profundo, sacudió su cabeza y la miró desde su estatura.

—Está bien. Que vaya a las oficinas. Ya se me ocurrirá un sitio donde ponerla.

—Muchas gracias! —exclamó ella, se acercó a él y besó su mejilla—. Te quedas a cenar?

—Bueno...

—Quédate. En unos minutos llegará Juan José, y Carolina no está ahora, pero estará feliz de verte. No pensarás que venías aquí de entrada por salida, verdad? —él sonrió. Siempre era lo mismo cuando visitaba a su hermano, de una u otra manera, lo sonsacaban hasta que se quedaba más tiempo del planeado.

Ángela salió de la oficina, y él recogió los documentos recién firmados y fue tras ella hacia la sala, donde se encontró con la persona de la que hasta hacía unos segundos habían estado hablando.

—Ana! —exclamó Ángela al ver a su amiga. Ésta la abrazó.

—Vine en cuanto pude. Estás bien?

—Claro que estoy bien!

—Pero me dejaste ese mensaje y me quedé preocupada.

—Lo siento, no quería que te preocuparas. Sólo quería que vinieras para darte la noticia —Ángela se giró para mirarlo, y entonces los oscuros ojos de Ana se encontraron con los suyos— Te presento a tu nuevo jefe.

—Qué? —preguntó Ana mostrándose confundida.

—Carlos, explícale —pidió Ángela.

—Tienes un empleo en Texticól —contestó él como un autómata, metiéndose la mano que tenía libre en el bolsillo—. Puedes ir mañana mismo si lo deseas para que firmes el contrato.

—Pero yo ya tengo empleo! —exclamó Ana mirando a Ángela con su ceño fruncido.

—Pero el de ahora será mejor —rebatió Ángela, llevándola hasta el sofá para sentarse juntas. Carlos permaneció en su sitio en silencio. No podía irse a casa ya, había aceptado cenar con Ángela, y rechazarla ahora sería una auténtica descortesía.

—Disculpen —dijo él, señalando la puerta—, voy a...

—No puedes irte —le interrumpió Ángela con voz alarmada—, aceptaste cenar con nosotros...

—Sólo voy a dejar el portafolio en el auto.

—Ah... —Se encaminó a la puerta sospechando que había caído en una trampa. Todo olía a encerrona. Ángela se estaba aprovechando de su estado para manipular a las personas... pero por qué? Ella no sabía nada de nada. O eso pensaba.

Cuando Carlos salió de la casa, Ángela apretó los labios conteniendo una sonrisa. Ana, que no era tonta, la pellizcó en el brazo.

—Ay! Que estoy embarazada!

—Eso te dolió a ti, no al niño. Y no puedes ir por la vida haciendo eso!

—Haciendo qué? —preguntó ella con voz dolida y sobándose el brazo.

—Ya sé lo que pretendes. Nunca te gustó que trabajara en la caja de una cafetería y ahora estás usando tu influencia para que tu cuñado me contrate. Sabes que no me gusta! Trabajar a su lado va a ser una pesadilla!

—No seas tonta. Carlos es un encanto.

—Encanto, mi trasero. Ángela, me odia! Voy a pasar de la caja de una cafetería a la cocina de una fábrica! Qué avance!

—Claro que no. Le pedí que te ubicara en un puesto afín a lo que estudias. Y tú estudias negocios, así que no te preocupes.

—Ángela... es que el sólo saber que trabajaré con él... me produce urticaria!

—Exageras. No sé por qué te cae mal. Para mí es un hombre muy dulce y muy correcto.

—Es sólo porque es tu cuñado, no puedes decir lo contrario.

—Ana...

—Preferiría quedarme calva que trabajar con él —eso hizo reír a Ángela, pero cuando la vio seria, tuvo que calmarse.

—Ve y hazte una entrevista con él —le pidió—. Si ves que es demasiado insufrible, pues está bien, me rindo. Pero si no, Ana, vas a aceptar. O si no... cómo me vas a pagar todo lo que me debes, ah? —Ana la miró con rencor por sacar ese tema ahora.

Ellas habían vivido juntas el año antes de la boda entre Ángela y Juan José. Cuando la boda se produjo, la pareja decidió irse a una nueva casa con su hija, y Ana había planeado irse a otra con sus tres hermanos menores a una más económica cuyo alquiler pudiera pagar, pero entonces Ángela había insistido para que siguiera ocupándola. Ana se oponía, le parecía terriblemente aprovechado de su parte seguir ocupando una casa sin pagar un alquiler, y ni qué decir de los servicios como agua, gas o teléfono; por el estrato en el que estaba ubicada, era más alto de lo que su modesto salario se podía permitir, así que entre las dos llegaron a un acuerdo: La casa era de Ángela, así que ella podía decidir a quién cedérsela, y ella se la cedía a Ana y a sus hermanos, además se ocuparía del pago de los servicios públicos. A cambio, Ana debía prometerle el continuar la carrera hasta el final, y ser contratada en un alto rango en alguna empresa para así, algún día, poder pagarle todos los años de alquiler y servicios que ahora no pagaba.

Era un contrato loco, demasiado demente e irreal, pero Ángela se había puesto terriblemente testaruda al respecto. Utilizó todos sus argumentos, tales como la enorme deuda que tenía con ella por haberle dado un techo y alimento cuando no tuvo a donde ir, y el haber arriesgado su vida con tal de salvar a Carolina de un secuestro del que había sido víctima. Ángela no entendía que lo primero había sido en pago de otras deudas que ella ya tenía con ella, y que lo segundo lo habría hecho otra vez, no importándole si esta vez no salía bien.

Habían pasado dos años desde que se separaran, y en ese tiempo, Ana había terminado su bachillerato e iniciado la carrera de negocios en una importante universidad. La cuenta no hacía sino crecer, pues no le había sido fácil estar a la altura de sus compañeros de universidad y había tenido que contratar profesores privados para entender lo básico de ciertas asignaturas, y ahora Silvia, su hermana, también quería estudiar, y ella todavía no ganaba lo suficiente.

Pero entrar a trabajar en Texticol sería un calvario, pues tendría como jefe a su enemigo natural: Carlos Eduardo Soler. Lo odiaba con todas las fibras de su cuerpo.

Afortunadamente, en estos últimos años, no había tenido que encontrárselo muy a menudo, pero cada ocasión había sido memorable: en una navidad, él había asistido a la fiesta en casa de su hermano con una despampanante rubia, extranjera, preciosa, y había estado dedicado a ella, ensalzando sus muchas virtudes, pues la susodicha era profesional, tocaba el piano, había viajado por todo el mundo, su vestido era un Gucci, su loción era de Cartier, o al revés, no recordaba; hablaba varios idiomas, etc., etc. Nadie sabía, pero ella tenía más que claro que lo hacía sólo para humillarla más a ella. En esa ocasión se había quedado a solas por un momento con la mujer, y cuando intentó ponerle conversación, ella dijo, en inglés, que no hablaba bien el español, y con eso la despachó. Desde entonces había sido mucho más atenta en sus clases de inglés en la universidad, haciendo cursos en vacaciones junto con sus hermanos para mejorar su nivel. Ahora, si bien no era fluida en el idioma, se podía defender en una conversación.

En otra ocasión, un cumpleaños de Juan José que él había organizado, los había llevado a todos a un fino restaurante, donde el plato principal había sido caracoles. ¡Caracoles! Ella apenas sabía utilizar el cuchillo y el tenedor, ¿cómo se las iba a arreglar para utilizar las malditas pinzas de los benditos caracoles? Había hecho el oso, obviamente, y él había mantenido una risita humillante. Recordaba haber contratado por un mes a una mujer experta en etiqueta y glamour para aprender ese tipo de trucos, y luego enseñárselos a sus hermanos. Había ahorrado lo de dos meses de paga, pero había aprendido. Ahora manejaba las pinzas para caracoles como una experta, y descorchaba botellas de vino, diferenciaba una cuchara sopera de la del consomé, se sentaba recta, y se ponía correctamente la servilleta en una mesa...

Él siempre parecía estar allí para burlarse o criticarla. Si tomaba un vino sin degustarlo apropiadamente, hacía, casualmente, un comentario acerca de la fineza de la botella; si reía un poco alto, era seguro que le lanzaría una mirada huraña, y nunca parecía estar de buen humor. No entendía cómo Ángela podía decir que era dulce, no tenía nada de dulce, si tenía que asignarle un sabor, era agrio; sus comentarios, sus miradas, hasta las sonrisitas que se le escapaban, todo en él era agrio.

—Ya sé que piensas que me estás haciendo un favor, Angie —siguió Ana, luego de su silencio—, pero no creo que pueda resistir mucho tiempo bajo la tutela de ese hombre. Espero que me ubique en un cargo bien alejado del suyo, que no tengamos ni que vernos las caras.

—No te aflijas, Texticol es bastante grande, seguro que ocurre así.

En el momento entró Carlos preguntando por su sobrina. Ángela miró su reloj.

—Ya debe estar por llegar. Eloísa se la llevó un rato al parque, que se lo había prometido. Juan José tampoco tarda en llegar—. Se puso en pie y dio unos pasos alejándose—. Voy a ver cómo va la cena —dijo, y desapareció dejándolos solos.

Ana le dirigió a la espalda de Ángela una mirada asesina, sabiendo que lo hacía a propósito. Cruzó sus piernas a la altura del tobillo (ya que sabía que subir una rodilla encima de la otra era de poca clase, según su maestra, y además producía venitas rojas en las piernas), y permaneció en silencio.

—Imagino que tienes curiosidad acerca del cargo que tendrás en Texticol... —empezó a decir Carlos, con voz un poco tiesa, y sentándose en el sofá frente al que estaba Ana.

—La verdad, no —lo atajó ella, sin mirarlo—. Ya me imagino qué me tocará hacer.

—De verdad? Vaya, tal vez puedas ayudarme, porque yo aún no tengo claro... —Ella lo miró intentando no hacer una mueca.

—Tal vez consideres que alguien como yo debería estar en las cocinas, y que mi capacidad se limita fregar o recordar un pedido. Cómo prefieres el café? Tal vez deba ir aprendiendo —él la miró pestañeando un poco y en silencio.

—No sabía que el trabajar en ese oficio fuera tan ofensivo para ti —dijo al cabo de unos segundos en el que ella tampoco dijo nada—. Parece que tienes bastantes prejuicios —Eso la hizo reír, y no se molestó en disimular su risa.

—Lo dices tú? —preguntó casi entre dientes—. Esto es épico!

Él la miró confundido, iba a decir algo más, pero entonces la puerta se abrió y entró Juan José con Carolina dormida en brazos; tras él, Eloísa.

—Carlos! —exclamó Juan José al ver a su hermano—. No te esperaba por aquí hoy.

—Vine a traerle unos documentos a tu mujer.

—Qué haces tú aquí? —le preguntó Eloísa a Ana.

—Sufrir —contestó ella, y Carlos alcanzó a escuchar. Juan José le seguía preguntando cosas, pero él apenas escuchaba, estaba concentrado en acariciar el cabello rubio de su sobrina.

Minutos después de haber acostado a la niña, se sentaron a la mesa. Juan José, como siempre, inició una charla amena y despreocupada. Carlos participaba como siempre, con comentarios divertidos que, pese a todo, Ana encontraba ofensivos, y rara vez participaba. Sin embargo, y a pesar de la apatía de ambos a dirigirse la palabra el uno al otro, fue una velada agradable, como siempre.

—Carlos podría acercar a Ana a su casa —sugirió Ángela, recostándose en el hombro de su esposo mientras empezaban las despedidas.

—No es necesario —dijo Ana, mirando a Ángela con dureza—. Eloísa me llevará.

—Claro, por supuesto —contestó Eloísa un poco sorprendida. Miró a Carlos a ver qué cara ponía, pero éste parecía muy neutral. Se acercó a su cuñada y le dio un beso en la mejilla, a su hermano simplemente le dio un toque en el hombro y salió de la sala. Eloísa se giró entonces a Ana—. Una cosa —le dijo—, se vale odiar a una persona, pero no se vale ser maleducado.

—Lo hice con toda intención; y Ángela, por favor para. Deja de intentar reconciliarnos, o lo que sea que intentas.

—Yo no intento nada.

—Reconciliarlos? —se hizo escuchar Juan José—. Acaso han sido amigos alguna vez?

—Él me detesta, y Ángela cree que tal vez podamos ser amiguitos. Pues no podemos. En su mundo yo debo ser Cruella de Vil, y él el dueño de los pobres perritos—. Eloísa se echó a reír.

—Estoy segura de que exageras, pero eso es lindo en ti. Vamos, que se nos hace tarde—. Ana se despidió de Ángela y Juan José con un beso, y fue tras Eloísa. Cuando quedaron solos, Juan José miró a su esposa con las cejas alzadas de manera interrogante.

—De verdad, qué intentas, mujer? —preguntó—. No olvides que tratas con mi hermano—. Ángela hizo rodar sus ojos en sus cuencas alejándose de él.

—No exageres, no es un niño.

—Aun así. De qué te acusa Ana?

—Es... Es sólo que no me gusta nada la mujer con la que está saliendo actualmente.

—Mi hermano está saliendo con alguien?

—No me extraña nada que no lo supieras. Es un asunto siniestro, y lo odio, y la odio a ella también. No tengo ningún motivo concreto para ello, es sólo intuición, sexto sentido. Además —dijo, cruzando sus brazos sobre su pequeño vientre—, con cuántas mujeres ha salido Carlos en su vida?

—No las he contado —contestó Juan José mientras la conducía por las escaleras—. Ciertamente, no han sido pocas.

—Pero a cuántas ha presentado como su novia?

—A ninguna, pero no veo por qué tengas que forzar a Ana y a Carlos a verse más seguido, nunca he visto ningún comportamiento extraño, aparte de la antipatía que se tienen el uno al otro, y siempre ha sido así—. Juan José vio a su mujer hacer una mueca y luego respirar profundo.

—Se odian, es verdad. Tuve que chantajear a Carlos para que le diera un empleo a Ana en Texticol; y a Ana, para que lo aceptara. Sin embargo, creo que lo que hay entre los dos es sólo un enorme malentendido que podría solucionarse... con un poco de conocimiento... mutuo?

—Conocimiento mutuo. Esa es la frase más rebuscada que he oído —dijo él sacudiendo su cabeza.

—Sabía que no lo entenderías —contestó ella, algo dolida—. No importa. Ya eché la piedra al río, a ver qué ondas se producen.

—Qué libro has estado leyendo? —inquirió él mirándola con ojos entrecerrados—. “conocimiento mutuo”, “echar piedras al río”... estoy intrigado —ella sonrió volviéndose a él frente a la puerta de la habitación de ambos y rodeándole el cuello con los brazos.

—Llévame a la cama y tal vez lo averigües —él sonrió abrazándola tiernamente.

Edwin Cortés miró a su jefe a través del espejo retrovisor y lo que vio lo dejó un poco preocupado. Él estaba recostado en los asientos traseros y se masajeaba el puente de la nariz. Llevaba años trabajando con él, y las veces que lo había visto así era porque de verdad había crisis, y si venía de una confortable cena en casa de su hermano y sus amigos, algo muy grave debía haber pasado.

—Está bien, señor? —le preguntó. Carlos lo miró entonces.

—Ah, sí, Edwin. Estoy bien.

—Todo bien con la señora Ángela?

—Todo perfecto.

—Bien. Alcancé a preocuparme—. Carlos miró por la ventanilla hacia la calle, aunque lo que veía ahora eran los jardines delanteros de las casas vecinas de su hermano.

—Perdona que te haya tenido ocupado hasta esta hora —se disculpó Carlos, de repente.

—No hay problema. En la cocina del señor Juan José también se come bien —Carlos sonrió. Seguro que había tenido una larga charla con Martha, el ama de llaves de Juan José, y el resto de personal que tenían en su casa, aunque no eran sino un par más para mantener el jardín y la casa limpias. Estaba contento porque a su hermano le estaba yendo muy bien en todos los aspectos de su vida; su matrimonio iba bien, su hija estaba sana y era preciosa, sus negocios prosperaban y había oído que la única dificultad era que la casa se les hacía chica y no querían cambiarse a otra.

Eso lo hacía sentirse feliz, y en cierta manera, nostálgico.

Sus pensamientos se deslizaron hacia una furia morena que no perdía oportunidad en insultarlo e intentar cabrearlo. Ahora tendría que trabajar con ella, y no sabía qué podía derivarse de esta situación. Auguraba que nada bueno, y en lo más profundo de su ser, rechazaba la idea, lo aterraba. Pero había aceptado la petición de Ángela no sólo como cuñada, sino como socia, y nada podía hacer al respecto.

La sometería al período de prueba como a cualquier otro, tiempo que tendría que bastarle a Ángela para convencerse de que no había sido buena idea intentar integrarla en su empresa. Él, por otro lado, tendría que ingeniárselas para darle un cargo que nada tuviera que ver con el suyo, uno donde no tuvieran que verse ni por casualidad. Lamentablemente, no había muchos donde alguien como ella pudiera encajar, pero algo se le ocurriría.

Ana entró en su casa aún un poco molesta. Ángela se pasaba a veces. Aunque sabía que lo hacía todo con buena intención, no podía dejar de molestarse. Dios quisiera y todo esto no terminara en una reyerta, aunque su grado de odio hacia ese hombre en ocasiones alcanzara cotas bastante peligrosas.

Encontró a sus hermanos en la sala de televisión, aprovechando que ella no estaba para ver películas y acostarse tarde.

—A dormir, jovencitos —les dijo apenas verlos, y aunque protestaron un poco, Paula y Sebastián, los dos menores, se fueron a la cama. Silvia la miró de arriba abajo un poco analítica—. Tú también deberías dormirte. Mañana tienes clase.

—Qué pasó? —le preguntó la adolescente.

—Qué pasó con qué?

—Estás de mal humor.

—No—. Silvia soltó una risita incrédula, se puso en pie y apagó el televisor. Luego la miró con los brazos cruzados como esperando a que dijera algo—. En la casa de Ángela estaba nadie más y nadie menos que Carlos soler.

—Ah, ya me lo imaginaba.

—Y eso no es nada —siguió Ana casi sin escucharla—. No sé cómo hizo, pero lo convenció para que me diera un empleo en su empresa. Te lo puedes imaginar? Yo trabajando con ese hombre! Terminaré convirtiéndome en una asesina en menos de lo que canta un gallo.

—O en una bestia sedienta de sangre —se burló Silvia, y Ana no dudó en dirigirle una mirada de reproche—. No entiendo por qué lo odias tanto. Tú nunca has odiado a nadie... que yo sepa —Ana miró a otro lado. Su hermana no sabía nada de ella, y eso que era la persona que más tiempo había vivido a su lado. De hecho ella sí era capaz de odiar, y en su corta vida, de apenas veintitrés años, ya había odiado profundamente a otras dos personas.

Se sentó en el mueble en el que antes habían estado sentados sus hermanos sintiéndose un poco desinflada, tanto que olvidó lo de sentarse recta.

—A veces quisiera... —empezó a decir, pero se quedó callada.

—Quisieras qué? Cambiarlo todo? —Ana hizo una mueca.

—No lo sé. Las cosas han cambiado demasiado en los últimos años. No tengo un punto en el pasado al que quisiera volver. Y ahora que todo debería ser feliz, yo... siento que simplemente no puedo.

—Porque le has tomado un odio irracional a ese pobre señor que nada te ha hecho.

—“Ese pobre señor” —parafraseó Ana sonriendo—. Lo haces parecer como a un pobre ancianito, y a mí como una bruja malvada.

—Aunque de ancianito no tiene nada —sonrió Silvia con picardía—, la verdad es que está buenísimo, con esos ojazos que se manda. Siempre he querido verlo en una piscina, pero nada que se deja! —Ana la miró entrecerrando sus ojos, pero Silvia no se avergonzó—. Nunca me has dicho por qué lo odias tanto. Qué te hizo? De veras fue tan grave?

No dijo nada, simplemente hizo una mueca y meneó la cabeza, aunque no pudo evitar recordar cuando, en aquella fiesta de bodas, la había llamado “india”. Desde entonces no había hecho sino intentar superarse a sí misma cada día. Tanto, que a veces se preguntaba si sus propósitos seguían siendo solamente suyos, o si en todos estaba metido el dedo acusador de ese sujeto.

—No, deja así —suspiró Ana poniéndose en pie, sintiéndose emocionalmente cansada. Odiar a una persona requería demasiada energía—. Deberías irte a dormir. Mañana madrugas.

—Sí, ya lo dijiste. Duerme tú también—. Se despidió Silvia, dándole un beso en la mejilla antes de irse al igual que sus hermanos. Ana se quedó deambulando por la casa, cerrando puertas y ventanas, y apagando luces como solía hacer. Desde que recordaba, era siempre la primera en levantarse y la última en acostarse. Aunque ahora sus hermanos ya no dependían enteramente de ella para vestir y comer, la tarea de educarlos y velar por su seguridad seguía siendo suya.

Se encaminó hacia su habitación pensando en que tendría que dejar su actual empleo y reorganizar para el siguiente semestre los horarios de clase para no tener que ausentarse demasiado en su nuevo trabajo. Aunque podía utilizar eso a su favor para no quedar contratada, no podía hacerle eso a Ángela cuando se había tomado tanto trabajo en convencer a ese hombre para que la admitiera en su empresa.

Todavía tenía que pasar la entrevista. Esperaba que no fuera Carlos Soler quien la realizara.