...12...

LA fiesta se pasó rápida y divertida como todas las que organizaban juntos. Entre todos, habían armado la cena, y traído las bebidas. Ana, Eloísa, y Juan José habían trabajado codo con codo en la cocina, mientras Ángela se dedicaba a cuidar de Carolina y ser mimada. Contaron los segundos hasta que fue el nuevo año, y se abrazaron y se dieron besos.

Carlos la miró sonriendo, como si le estuviese recordando su conversación. Él no le daría un beso sencillo sobre los labios, y menos en público.

Bah, tampoco se lo estaba pidiendo, pensó Ana.

—Feliz año nuevo —le dijo, en un momento en que se quedó sola en la cocina. Ella lo miró a los ojos. Tenía una copa en la mano, y se preguntó si acaso estaba un poco achispado.

—Feliz año nuevo —le contestó un poco cautelosa.

—Se me permite decirte lo hermosa que estás hoy? —ella esquivó su mirada, y se concentró en poner el último aperitivo en la bandeja para llevarla a la sala.

—Si no te lo permitiera, qué harías? —él sonrió.

Ella iba a levantar la bandeja, pero él se lo impidió poniendo su mano encima de ella y empujándola de vuelta a la encimera.

—Qué estás haciendo? —se alarmó ella, pero cuando lo vio con los ojos fuertemente cerrados, se quedó quieta y en silencio.

—Qué me haces tú a mí, Ana? —preguntó él, pero parecía que realmente no estuviera esperando ninguna respuesta.

—Prometiste que no hablarías de nuevo de esto —le recordó ella—, y has roto esa promesa dos veces.

—Todo lo que tiene que ver contigo, rompe mis códigos... qué me hiciste? —ella arrugó su entrecejo, en cierta forma, comprendiéndolo. Lo vio abrir sus ojos aguamarina y dejar la copa sobre la encimera en la que estaba la bandeja mientras la miraba sin parpadear. Estaba tan cerca que Ana pudo sentir su respiración, así que entonces, sin más ni más, como si fuese un acto reflejo, se acercó a él y lo besó.

Sabía a vino, y a miel.

Al principio, él no respondió a su beso, tan sorprendido estaba. Pero entonces sintió sus labios de nuevo buscar los suyos y se rindió, derretido por su toque de mariposa.

Atrapó sus labios suavemente, el inferior primero, y lo succionó con delicadeza, como si cualquier movimiento brusco la fuera a espantar; luego el superior, pero en su interior se estaba agitando un mar de sensaciones, cada vez más embravecido, y como ella no se alejara, su beso se fue volviendo más exigente. Atrapó su boca, buscó su lengua, y cuando Ana le respondió buscando la suya, quiso bailar la conga, la polka, y la cumbia todo al mismo tiempo.

Alzó sus manos a ella, y con delicadeza, retiró sus cabellos echándolos hacia atrás. Ah, cuánto tiempo había deseado hacer esto! Tanto, que había perdido la cuenta ya de las veces que lo había soñado.

Normalmente, los besos también mueren, pero este no, se iba haciendo más fuerte, más vivo, más exigente. Ana estaba enloqueciendo, sabía dónde pondría él sus manos a continuación, sabía qué sabor tendría el fondo de su boca, qué textura tenía la piel de su espalda, aunque ahora tenía mucha ropa puesta. Sabía algunos de esos detalles que normalmente sólo una amante sabe. Y en comparación al beso de su sueño, este era tan... inocente, y hermoso, y delicado.

Por qué lo estaba besando? Se preguntaba, pero igual, no dejaba de hacerlo.

Carlos bajó sus labios y besó la curva de su mandíbula con tanta delicadeza y exquisitez, que toda su piel pareció despertar, y los lugares más recónditos reaccionaron. Estaba sucediendo lo mismo que en su sueño, y ella sabía a qué conducía esto. Sexo.

Dejó salir un gemido quedo que les puso a ambos la piel de gallina.

Se alejó de él, con la respiración agitada, sexualmente consciente de él, atraída, seducida, y con terribles deseos de entregarse a lo que fuera que iba a suceder. Con él, Carlos y solamente Carlos. Nadie más.

—Qué me haces tú a mí —rebatió Ana, devolviéndole las palabras que antes él le dijo. Los ojos se le humedecieron—. Hasta ayer te odiaba!—. Carlos no dijo nada, sólo la miraba con la respiración agitada, estudiando su rostro, deseando limpiar sus lágrimas, borrar sus miedos. Con un evidente esfuerzo, dio un paso atrás, cuando lo que se notaba era que quería seguir besándola, y todo lo demás.

No dijo nada, como si lo único que tuviera para decirle fuera algo que ella no quería escuchar. Ana puso de nuevo ambas manos sobre la bandeja de aperitivos, pero no fue capaz de moverse. Sólo saber que había sido ella quien iniciara el beso, parecía hundirla en lo más profundo, pero lo que más la aterraba, era comprobar que tal como lo dijera Ángela, con Carlos, el beso había sido totalmente diferente.

—Ana! —la llamó Eloísa entrando a la cocina, y al verlos, quietos y silenciosos, carraspeó—. Pensé que necesitabas ayuda.

—No, estoy bien.

—De todos modos —dijo Eloísa, acercándose y tomando la bandeja—. No te preocupes, arregla tus cosas.

—Qué? —preguntó ella, aturdida.

—Yo repartiré esto —dijo, y salió dejándolos solos de nuevo.

Ana elevó su mirada de nuevo a Carlos. Este la observaba sin mover un solo músculo, como si temiera que sólo pestañear le hiciera salir corriendo asustada, como había sucedido la última vez. Eso le hizo reír. Él estaba acostumbrado un poco ya a sus reacciones odiosas y hasta inmaduras.

—Qué sigue ahora? —él se alzó de hombros.

—Lo que tú decidas, Ana.

—Estás seguro? —él hizo una mueca, tenso.

—Siempre has tenido mi corazón en tus manos.

—Siempre?

—Desde que te vi la primera vez —Ana sacudió su cabeza.

—Eso es absurdo, recuerdas la primera vez?

—Claro que sí. Fue en el hospital, el accidente de Juan José... Limpiabas las lágrimas de Ángela, y la tranquilizabas con tu voz. En cierta manera, esa voz también me tranquilizaba a mí. Y eras bonita, a una manera tan sencilla y primitiva...

—Me estás diciendo india otra vez —él sonrió. Se acercó de nuevo, y elevó su mano lentamente hasta ella, tomando entre sus dedos sus cabellos castaño oscuro, y alejándolos del rostro. Observó su piel trigueña y sus ojos marrones. Con los mismos dedos, tocó la punta de su nariz respingona, tan pequeña y bonita.

—Pero te estoy diciendo que te amo —susurró—. Te amo aun cuando sabía que me odiabas...

Ana cerró sus ojos.

—Yo... no sé qué hacer contigo —Carlos sonrió. Él en cambio, tenía unas cuantas ideas ahora mismo. Aprovechando su descuido, se acercó de nuevo a ella y besó la punta de su nariz. Otra de sus pequeñas e infantiles fantasías satisfecha.

—No te preocupes. Por ahora, es suficiente para mí... —carraspeó y se alejó de nuevo—. Y creo que será mejor que salgamos, se estarán haciendo preguntas—. Ana asintió, y fue la primera en alejarse y encaminarse a la puerta. Cuando estuvo allí, se detuvo para mirarlo.

Era todo tan raro y tan diferente. Dos enemigos naturales besándose en una cocina. El hombre que creyó que la despreciaba, adorándola, desando besarla, tocarla. El hombre que ella más había despreciado, haciéndole sentir cosas que nunca antes sintió. Tuvo deseos de salir corriendo de nuevo, pero entonces se obligó a sí misma a encarar las cosas, a asumirlas. Ella siempre asumía los retos. Cuando su madre los dejó con un padre borracho, que se gastaba todo lo que ganaba en licor, y se dio cuenta de que en sus hombros habían recaído todas las responsabilidades de la casa, lo asumió con tristeza, pero también con valentía. Cuando no fue capaz de aceptar los avances de Orlando Riveros sobre ella, renunció a trabajar en su casa aun sabiendo que podía morir de hambre no sólo ella, sino también sus hermanos; lo hizo con miedo, pero también con determinación. Ahora este hombre, tan diferente, de otra cuna y otra educación le estaba diciendo que la amaba, y era tan cristalino, que ella podía ver hasta el fondo mismo que todo era verdad. Si ella lo aceptaba, esto conduciría a un destino largo y juntos... pero a la vez, alrededor se alzarían guerras de poder y egoísmo.

Sin embargo, en esta ocasión tenía que detenerse a pensar, porque era su corazón el que estaba en juego, y el corazón de él.

Sin decir nada, se giró y salió de la cocina. Ella no lo sabía, pero Carlos había comprendido en esa mirada desnuda que le había dirigido que tenía miedo.

También él, pensó. Pero más miedo le daba una vida sin ella.

-Pasó algo? —le preguntó Ángela cuando la mayoría de los invitados se hubo ido. Ana y sus hermanos, como siempre, se habían quedado, a pesar de que todos le habían ofrecido llevarla. Ahora estaban a solas, Juan José estaba en el piso de abajo, revisando las cerraduras de puertas y ventanas, mientras Ana se instalaba en la habitación que siempre ocupaba cuando se quedaba a pasar la noche aquí, y que Carlos había usado aquella vez.

—Algo como qué?

—Ana, no te hagas la loca —insistió Ángela—. Tú y Carlos se quedaron solos en la cocina por un buen rato. Hablaron? —Ana dejó salir el aire.

—Sí, hablamos.

—Y? —Ana se sacó la blusa que había usado en la fiesta, quedándose en ropa interior delante de su amiga. Ángela la vio, y casi envidió su cuerpo tan delgado. Ella, por el contrario, estaba como una casa.

—Y... —contestó Ana, casi a regañadientes. Buscó una pijama que siempre dejaba aquí para estas ocasiones, y se la puso—. Y nada.

—Nada? —Ana cerró sus ojos.

—Ángela... ni yo misma sé... lo que hay, no sabría ponerlo en palabras... Pero bueno, algo que sí es claro es que lo besé...

—Espera, espera —la detuvo Ángela elevando sus manos—. Tú lo besaste a él? —Ana volvió a girarse mientras se sacaba el sostén, siempre había dormido sin ellos.

—Sí, yo.

—Oh, Dios! Dios querido! —Ana se sentó en el borde de su cama, con la espalda doblada, olvidando toda compostura.

—No te entusiasmes demasiado. Puede que todo esto quede en nada.

—No importa! Una vez has dado el paso, todo cambia. Espero que para bien! —al verla tan emocionada, Ana sonrió—. Y qué tal?

—Qué tal qué?

—El beso, por supuesto!

—Ah, bueno... —Ana se sonrojó un poco, y miró a otro lado mientras recordaba. Tampoco podía describir el beso. Sólo podía decir que quería probar de nuevo, y no iba a hacer semejante cosa.

—Con esa cara, ya lo adiviné todo —rió Ángela.

—De veras?

—Ohhh, sí —Ángela se sentó a su lado y la abrazó—. Seremos concuñadas.

—Tú sí que vas rápido.

—No me importa. Serás mi hermana legalmente —Ana se echó a reír.

—Ya somos hermanas. Te quiero como tal.

—Y yo a ti, tonta —Ana notó que a su amiga se le habían humedecido los ojos. Definitivamente el embarazo la ponía más emotiva que de costumbre, pero antes de que le pudiera decir nada, Ángela se puso en pie y caminó a la puerta—. Sabía que este día llegaría. Lo sabía muy dentro de mí.

—Me gustaría saber cómo lo hiciste.

—Intuición... La manera como él te miraba y era consciente de ti no era normal.

—Por el contrario, yo pensé que era lo más normal, ya que pensaba que me odiaba.

—Fuiste muy tonta respecto a eso.

—Él no me dio muchas opciones.

—Sí, también es verdad—. Ángela sonrió y agitó su mano—. Descansa, tienes mucho en qué pensar.

—Tú lo has dicho—. Ángela terminó de salir de la habitación y cerró la puerta. Al quedarse sola, Ana se tiró en la cama respirando profundo, y contrario a lo que había pensado, se quedó dormida pronto.

Los días se pasaron, y Ana poco a poco se fue acostumbrando a la nueva situación. Había logrado introducir en su conciencia que Carlos no la odiaba, ni la desaprobaba; que si él la miraba no era buscando defectos para luego burlarse de ellos, sino que tal vez él encontraba placer en sólo observarla.

Eso, absolutamente, era halagador.

Él había mantenido su promesa de no volverle a hablar de sus sentimientos, se estaba acogiendo a la cláusula donde decía que sería ella quien determinara el nuevo rumbo de las cosas, y Ana aún no tenía claro qué hacer. Tal vez estaba siendo tonta, e imaginaba que cualquier mujer en el mundo habría dado lo que fuera por estar en su lugar, pero para ella no era fácil, y no sólo porque hasta hacía poco ella y Carlos habían sido casi enemigos.

Ella no estaba sola en el mundo, introducir a alguien en su vida, era introducirlo también en la vida de sus hermanos. Tenía que pensar por todos... Y además, no quería tener esta sensación, como que si estaba con él, era simplemente porque había cedido, o se había dejado arrastrar; porque había tenido un sueño que le aseguraba que luchara cuanto luchara, ella terminaría por tener una relación íntima con él.

Quería, si iba a estar con un hombre, hacerlo completamente enamorada. Ella tenía que ir hasta él sin ningún tipo de dudas, o miedos. Esa había sido la razón por la que no había continuado con Fabián, y a él lo conocía mejor, y habían sido amigos.

Una noche, finalizando el mes de enero, salió del cuarto de archivos un poco más tarde de lo acostumbrado, pues al día siguiente tendría que empezar con las diligencias del nuevo semestre en su universidad, y era su manera de compensarle el tiempo a la fábrica sin sentirse demasiado culpable. Iba por el pasillo cuando vio luz en la oficina de Carlos, y escuchó voces, como si estuvieran discutiendo.

Picada su curiosidad, se acercó un poco, y entonces distinguió la voz de Isabella.

—De ninguna manera nos vas a hacer esto, Carlos! No te vas a quedar con Jakob! —escuchó que decía ella. Carlos, al parecer, no decía nada. Se acercó un poco más, muy a su pesar, pues no quería ser descubierta y quedar como la curiosa—. Estás tan acostumbrado al poder, que con sucias estratagemas has logrado quedarte con algo que querías desde hace mucho tiempo, las tiendas! Eres repugnante! Un vil ladrón!

Por qué Carlos no decía nada? Se preguntó Ana. Si hubiese sido ella, hacía rato que le habría dicho un par de cosas. Había creído que Carlos era alguien que no se dejaba de nadie, pero al parecer, era más paciente de lo que se había imaginado. Se asomó un poco por la puerta abierta, y vio a Isabella inclinada sobre el enorme escritorio de Carlos mientras soltaba insultos uno tras otro. Carlos la miraba como si en verdad ella no estuviese allí, como si sólo estuviese viendo la televisión.

—No sólo me humillaste y humillaste a mi familia, sino que también me vas a quitar mi herencia? Nunca imaginé que fueras tan ruin!—. Algo se movió en el interior de Ana cuando vio que Carlos cerraba sus ojos, y se acercó un poco más—. Por eso te juro que no voy a descansar hasta verte en la misma situación que nosotros. Ojalá puedas saber lo que se siente perderlo todo! —Carlos sabía lo que se sentía perderlo todo, pensó Ana. Él había tenido que levantar Texticol del mismo polvo. Y entonces entendió por qué él no se defendía; el padre de Isabella había sido un idiota al hacer una mala inversión tras otra y poner en peligro su empresa, tal como lo había hecho el padre de Carlos. Él no decía nada porque se trataba del papá de otra persona, Isabella, para quien, seguramente, le era un ídolo. Decirle la verdad equivalía a hablarle mal de su padre, deshonrarlo, dejarlo en vergüenza, y eso le hacía ser considerado. Él, de alguna manera, asociaba lo que había hecho el padre de Isabella con lo que había hecho el suyo, y presentía que ella se sentiría defraudada, tal como, seguramente, se había sentido él. Tal vez por eso era que había aceptado ayudar a salvar Jakob.

Ana no era tan buena, nunca lo había sido, así que traspasó la puerta y carraspeó, llamando la atención de ambos. Al verla, Isabella se puso roja.

—Tú? Qué haces aquí?

—Aquí trabajo, lo olvidabas? Te escuché hablar y quise saber qué pasaba.

—Qué haces escuchando las conversaciones ajenas?

—Conversación? Esto parecía más bien un monólogo.

—Ana... —empezó a decir Carlos, pero ella levantó una mano y él quedó en silencio.

—Yo pensé que tú estabas al corriente de lo que en verdad había sucedido con las tiendas Jakob —dijo Ana, alzando una ceja.

—No, Ana. Eso no importa ahora —volvió a hablar Carlos, poniéndose en pie. Isabella se cruzó de brazos y la miró sonriendo.

—Lo que suceda con mis tiendas no es tu problema —le dijo.

—Oh, pero lo fue cuando buscaste mi amistad y me contaste ese montón de cosas. No lo es ahora, qué curioso—. Carlos miró a una y a otra sin poder creérselo. Estaba presenciando una pelea entre mujeres (o estaba a punto, no lo sabía)—. Incluso me pediste que mirara material confidencial para que te creyera.

—Qué? —preguntó Carlos, sorprendido.

—Ah, sí, Carlos —confirmó Ana—. No estaba segura de contártelo, ya que eso es abuso de confianza y no sé qué más; pero es verdad, Isabella me contó que habías enredado a su padre y te habías adueñado ilícitamente de Jakob; incluso me instó a que mirara papeles, que algo debía encontrar. Yo lo hice, tengo que admitirlo.

—Por qué?

—Porque en esa época te odiaba —contestó Ana, llanamente y sin quitarle la mirada a Isabella—, estaba dispuesta a creer cualquier infamia que dijeran de ti. Busqué y encontré que de verdad eras dueño de Jakob y que el precio que habías pagado era irrisoriamente bajo, y otras cosas que realmente no entendí porque ya sabes, apenas estoy estudiando. Pero algo con lo que Isabella no contaba, es que soy amiga de los socios de Texticol—. Ana vio a Isabella fruncir el ceño, como si eso no se lo hubiese esperado—. Pregunté aquí y allí —siguió Ana— y me di cuenta de que había una razón por la que Carlos tenía en sus manos tus tiendas de ropa. Quieres saber?

—Hay una razón por la que es mejor que Isabella crea que soy un ladrón, Ana.

—Sí, pero eso te está amargando la existencia, amarguémosela un poquito a ella también.

—No, Ana...

—Tu padre es un tarado —Carlos dejó salir el aire entre dientes.

—Disculpa? —preguntó Isabella con voz estridente. Ana vio cómo alzaba tanto las cejas que estas casi se perdían en el nacimiento de su cabello. Casi quiso reír.

—Es un tarado! —repitió ella—. No te lo dijeron para que no pensaras mal de tu papaíto, pero es el peor negociante del mundo. Tu abuelo le dejó una empresa en alza, con prestigio, y en menos de un año, lo acabó todo.

—Eso no es cierto! Este hombre ayudó a que las ventas bajaran, hizo algo, y luego apareció como el salvador...

—La verdad es que Jakob le debía a Texticol una fuerte cantidad de dinero por mercancía que jamás fue pagada. Pero no era al único al que le debían, también a los bancos. Sabes lo que hacen los bancos con una empresa cuando la embargan? La rematan, la despedazan, y los pobres empleados quedan en la calle. Fue tu abuelo quien buscó a Carlos, y puso todo a su nombre para evitar que el desastre ocurriera. No fue iniciativa de Carlos.

—Eso no es cierto! Y mi abuelo jamás haría eso! Él ya se había retirado del mundo de los negocios!

—Estás segura?

—Es mi herencia! Por qué se la daría a otro voluntariamente? A menos que él lo haya coaccionado, y eso fue lo que seguramente hizo!

—Está bien, te voy a hacer la misma sugerencia que tú me hiciste a mí: busca, investiga. Mira por qué Jakob cayó en la ruina, y entenderás—. Miró a Carlos, pero éste le daba la espalda, mirando a través del ventanal. Sintió un poco de inseguridad ahora, pero simplemente no le parecía justo que Carlos siguiera pagando todos los platos rotos—. Lo curioso es que tú hubieses estado dispuesta a casarte con un hombre al que considerabas un ladrón —siguió, mirando de nuevo a Isabella—. Cuando te diste cuenta de que no tenía intención de casarse contigo, fue cuando lo consideraste lo peor, no es cierto? Mientras tuviste la posibilidad de convertirte en la señora Soler le perdonaste lo más bajo que se le puede hacer a una mujer, según tú.

—Ese no es tu problema.

—Tú lo volviste mi problema cuando me buscaste para que fuéramos amiguitas. Yo estaba al margen de todo, lo recuerdas? Así que siento mucho bajarte de esa nubecita rosa en la que has estado, pero tu padre lo perdió todo, y tu abuelo, en un acto desesperado por recuperar lo poco o nada que quedaba, buscó la ayuda de Carlos.

Isabella se giró a Carlos, esperando que dijera algo. Cuando él no dijo nada, se volvió de nuevo a Ana.

—No me puedo creer ahora que lo estés defendiendo, luego de todas esas cosas que dijiste de él—. Ana vio a Carlos mover ligeramente la cabeza, como si lo que Isabella había dicho le llamara particularmente la atención. Ana entrecerró sus ojos molesta; era increíble la manera como manipulaba las cosas para poner a unos en contra de otros—. Ustedes dos están confabulados —siguió Isabella—. No te creo nada de lo que has dicho.

—Está bien, como quieras. Pero ya sabes, siempre puedes ir a la fuente, e investigar—. Ella miró de nuevo a Carlos, pero él estaba como una estatua. Sin agregar nada más, Isabella tomó su bolso y salió de la oficina.

Hubo un silencio que apenas fue interrumpido por los pasos de Isabella mientras se alejaba por el pasillo. Ana miró a Carlos largo rato, esperando a que dijera algo. Tal vez había metido la pata, pero simplemente no soportó a Isabella acusando a diestra y siniestra, y aún tenía que explicar lo que había hecho.

Tal vez le llamaran la atención. Como jefe, él incluso podía hacerle un memorando por haberse metido en donde no la habían llamado, por haber admitido revisar papeles confidenciales, y otras cosas más que podían sumarse hasta causar su despido.

Entonces sí se sintió nerviosa. No quería perder su empleo, ya no. La verdad es que estaba muy satisfecha trabajando en Texticol, y el principal pero que antes había puesto para negarse a trabajar aquí había dejado de existir: su odio por el jefe.

Tomó aire y esperó silenciosamente la sentencia de Carlos. Fuera lo que fuera que él hubiese decidido, ella tendría que acatar.